Cúpula

FICCIÓN

 

Sobre Risas peligrosas, de Steven Millhauser, y ciertos artistas descolocados.

 

Steven Millhauser es una figura esquiva para las letras contemporáneas, dentro y fuera de los Estados Unidos. Lo de esquivo podrá interpretarse de muchas maneras, pero en principio habría que decir: inclasificable, o inaprensible. Y luego: zigzagueante. Claro que él mismo, no del todo intencionalmente, ha contribuido a forjar ese perfil. Si bien es cierto que no suele conceder reportajes, de vez en cuando su buena conciencia o un pudor exento de orgullo lo empujan a torcer su voluntad y derramar unas cuantas frases incómodas. Esa incomodidad se hace todavía más visible en ocasiones, como cuando le tocó hablar sobre una historia que se había publicado en su idioma original un cuarto de siglo atrás (August Eschenburg), y sin duda cuando se topó con un hecho que modificaría la vida de cualquiera: la obtención, en 1997, del Premio Pulitzer, que de inmediato lo puso a la defensiva. “Pienso que un premio literario es un accidente, como un brusco cambio de clima –le decía a Rodrigo Fresán un año más tarde–. Todavía no tengo claro cuáles serán las nuevas condiciones de ese nuevo clima, así es que mi instinto me dice que es mejor permanecer bajo techo.” Y luego, respecto de su obstinado silencio: “Mi temperamento es definitivamente proclive al secreto: yo florezco como escritor en una atmósfera de privacidad y soledad. La oscuridad es buena para un escritor como yo; el ‘famoso’ premio es una molestia y, en ocasiones, una amenaza”.

Quizá porque de inmediato lo obligó a instalarse en las trincheras, la amenaza jamás se concretó. La carrera de Millhauser, aun con sus traducciones y su relativa expansión, ha continuado desarrollándose a paso de hormiga, siempre como un rumor que, a lo sumo, encuentra nuevos lectores casi por accidente. Esa circulación, en cierto modo periférica, acaso haya colaborado para que Millhauser se hiciera eco de sus obsesiones, al punto de que sea posible pensar la totalidad de su obra como una serie de variaciones sobre apenas un par de temas, o tal vez uno solo: la materialización y el alcance de los sueños. Risas peligrosas es, en ese sentido, un compendio particularmente intenso de sus intereses, y de la singularísima relación que guardan sus personajes con las cosas. Esa relación es dual, o más bien bipolar, en cuanto a que se sitúa en ambos extremos de la aventura cotidiana y demencial de sus criaturas: por un lado está la concreción, ladrillo a ladrillo, del sueño desmesurado, hipnótico; por otro, el hecho de que las cosas funcionan como una brújula, la posibilidad que sus personajes tienen de conectarse con lo real (en la solidez incontrastable de los objetos), para luego escapar a su dimensión paralela, hacia la que con frecuencia intentan arrastrar multitudes.

La serie de extensos relatos que componen Risas peligrosas se centra en el que sin duda es el modelo favorito de Millhauser: el artista-inventor, o el inventor-artista. Ambos son lo mismo; y de uno u otro modo él trata de definirlos, pero como quien pelea con una idea que jamás lo dejará tranquilo. Así, el protagonista de “Un precursor del cine” le dice a su amigo Curtis, con una media sonrisa que evidencia la ambigüedad del comentario: “Un hombre metódico que cree en el azar… […] ¿Alguna vez has oído una definición mejor de artista?”. Suena bien, y sin embargo el camino que se abre es tan tentador como resbaladizo, porque para Millhauser –y así nos lo demuestran el precursor Crane, y el precursor Martin Dressler, y el precursor John Franklin Payne, etc.– el artista también es alguien que persigue una obsesión y que con frecuencia es víctima de ella. Pero ¿hasta qué punto esa suerte de sacrificio es voluntario, es decir, hasta dónde le es posible elegir?

Como en la excepcional Martin Dressler, y asimismo en su antecesora August Eschenburg (aunque en una medida u otra sucede en la mayoría de sus historias), los personajes de Millhauser no las desconocen, pero eligen hacer caso omiso de sus dudas: así debe ser para que puedan embarcarse ciegamente en lo que siempre es la puesta en escena de una idea de la que depende su vida entera. No obstante, la paradoja reside en que esa idea, por lo general grandilocuente, ambiciosa, magnánima, comienza a deshilacharse en el momento mismo en que se corporiza. Lo importante es el sueño, dirá el perdonable lugar común (un lugar común que es en verdad un paradigma narrativo, y que en el cine, por caso, va desde El ciudadano a Tucker, la última película de Francis Ford Coppola que merece considerarse seriamente). En el camino, los artistas de Millhauser planifican, fracasan, imaginan, construyen, inventan: de los deslumbrantes autómatas de Eschenburg a los megahoteles de Dressler, que hacen innecesario el afuera, las resonancias vulgares de la vida moderna resultan ineludibles, con sus anhelos de aislamiento, con su exclusividad y su miedo y su desprecio. No es casual que el paisaje por excelencia de las novelas y relatos de Millhauser sea el de las postrimerías del siglo XIX, a lo sumo los años iniciales del XX: la irrupción a toda orquesta de la máquina, la época en que comienza a intuirse que todo es posible, pero lejos de cualquier certeza tranquilizadora. En ese doble juego que es una utopía, pero también una suerte de condena, a menudo descubrimos –como en el caso del citado Payne, protagonista de la primera de las tres nouvelles que integran el volumen Pequeños reinos– que las inmensas posibilidades que el futuro cercano ofrece a sus criaturas acaban más temprano que tarde por arrancarlas de su eje.

El primero de los relatos de Risas peligrosas, que bajo cierta mirada cabría interpretar como un modesto paso de comedia introductorio (antes de que empiece “en serio” el libro), es en cambio algo así como un prisma a través del cual se puede leer cada uno de los textos, y a la vez una declaración de principios. Nada es lo que parece, sí; pero también ese dibujo animado en clave narrativa se convierte en un elogio de la fugacidad. No hay en esto nada de ligero; por el contrario, se trata de un intento de separar la idea de ilusión de la de falsedad. De ahí en más, hay un repertorio de soñadores desenfocados, cada cual más obsesivo y más frágil. En “La cúpula”, la vida artificial de una sociedad para la que el simulacro es una felicidad superior, sin riesgos; “En el reino de Harald IV” es la aventura de un miniaturista que aspira a lo invisible; “La otra ciudad” cuenta, mediante un narrador que es en verdad una voz plural, la vida de una villa que dispone de su gemela idéntica, aunque vacía, a la que sus pobladores van a espiar el espejismo de la vida de los otros; “Un cambio de moda” es la distopía de un diseñador que pretende huir de la dictadura del cuerpo femenino. “Aquí en la Sociedad Histórica” es, en más de un aspecto, el cuento más puramente futurista del libro: una organización que atesora objetos bajo la premisa de que todo es pasado, perseguida silenciosamente por el temor de que un día el recuerdo del mundo supere al mundo mismo. “Un precursor del cine” es la alucinación de un pintor que imagina “cuadros en movimiento”; sus figuras entran y salen de la tela, respiran, toman sus propias decisiones: ya no son cuadros sino performances, o bien un diálogo con los fantasmas.

Para la mayoría de los personajes, con todo, junto con la proyección desmesurada de sus fantasías (o pesadillas) hay un contacto íntimo, celebratorio, con las cosas, que por lo general no significa nada más ni nada menos que: esto es real, todavía estoy de este lado. Es significativa la cantidad de objetos que circulan por los relatos de Millhauser (enumeración tras enumeración), en distintos planos, y es indispensable, para comprender su obra, observar ciertos momentos en los que todo pende de un hilo y son las cosas las que permiten que sus protagonistas se mantengan en pie. Un ejemplo sumamente claro de ello es “La habitación de la buhardilla”, donde el protagonista se sumerge en el clima de ensoñación al que lo arrastra una misteriosa adolescente, y para evitar perder la cordura no hace más que refrescar en su memoria los objetos que pueblan su cuarto. Un procedimiento similar había utilizado en el extraordinario “El pequeño reino de John Franklin Payne”: el comienzo del relato es el momento de inflexión, el surgimiento imperceptible de una muesca cuya existencia ni siquiera Payne sospecha aún (y que pronto logrará que Payne deje de ser un hombre común). Son las tres de la mañana, Payne está trabajando y de pronto siente “el llamado de la noche”. Entonces sale a caminar por el tejado, bordea la casa, entra en el cuarto de su pequeña hija, se acuesta a su lado y comienza a divagar. Y en el momento en que sospecha, sospechamos, que algo va a quebrarse, se pone a ordenar los juguetes dispersos por el suelo. Otra vez: Payne quizá sepa, nosotros sí sabemos, que en realidad está y estamos asistiendo a un tipo de orden muy diferente, y que eso ya no tiene remedio.

Los sueños desencajados de las ficciones de Steven Millhauser pueden leerse también como fábulas, lo que de ningún modo implica que se peleen con lo real. Sucede que Millhauser es el escritor más kafkiano de nuestro tiempo, y como tal es un pariente cercano de Borges. Su escritura o su sistema es en buena medida la contracara del de Don DeLillo, que elige embarrarse de puño y letra con los fenómenos de la actualidad, pero sin embargo comparte sus mismas preocupaciones. “Una forma de ver la cultura norteamericana es como una constante lucha entre los valores materiales y espirituales, entre lo práctico y lo ideal”, decía Millhauser en aquel mismo reportaje de fines de los noventa. “[…] Existe algo en el espíritu americano que aspira siempre a lo ilimitado. Y este es un deseo mortalmente peligroso. En ocasiones, este deseo entra en conflicto con la idea del progreso material y de la prosperidad infinita y entonces acabamos encontrando refugio en visiones utópicas del tipo shopping-mall. Aquí y ahora, un futuro posible para Estados Unidos es convertirse en un país completamente artificial, cubierto de océano a océano por una inmensa bóveda de plástico”.

No le bastó con decirlo, por supuesto: lo había contado en Martin Dressler y diez años más tarde volvió a hacerlo en “La cúpula”, tal vez la obra maestra de Risas peligrosas, en la que el patio de casa, y más tarde la casa entera y luego el barrio y la ciudad quedan bajo la protección, literalmente, de una inmensa bóveda de plástico. “Antiguamente se hacía una distinción entre el interior y el exterior –nos cuenta el narrador–, la gente salía de su casa o apartamento y llegaba a un lugar en el ‘exterior’. Hoy, uno deja su vivienda y entra en otra habitación más amplia.” Eso que alguien bautizó “nueva interioridad” es por supuesto el colmo del sarcasmo, pero lo interesante de los relatos de Millhauser es lo que sucedió antes. Antes del desfase, antes del absurdo o la locura, hubo alguien que tuvo un sueño. Y aunque sus historias desbordan de objetos de toda clase y tamaño, sus protagonistas jamás desean realmente tener nada. Lejos de pensar en apropiarse de las cosas, lejos de verlas con un sentido de pertenencia, las cosas son en Millhauser el cable a tierra, y al mismo tiempo el modo desesperado, febril, de materializar un sueño, un sueño que casi siempre es utópico y que casi siempre encuentra el camino de la perdición.

Si hay una tensión irresoluble entre las palabras y las cosas, cabe preguntarse por qué Steven Millhauser no volvió, después de su primera novela (Edwin Mullhouse), a contar la vida de un escritor. La respuesta la tiene sólo él, pero acaso se le haya pasado por la cabeza, como alguien poco propenso a las palabras vacías, que un escritor extrañamente podrá considerar a otro un artista, y sí tal vez un artesano. O habrá dado por perdida la batalla entre las palabras y las cosas, eligiendo sin embargo el camino menos directo. Por suerte.

 

 Imágenes [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Cabina 2, p. 57; Montevideo, p. 58.

Lecturas. De los libros de Steven Millhauser, la editorial chilena Andrés Bello publicó las novelas Edwin Mullhouse (1998) y Martin Dressler (1996), junto con las tres novelas cortas que componen Pequeños reinos (1993). La novela corta August Eschenburg formó parte del volumen In the Penny Arcade (1986), y aquí fue editada por separado por el sello Interzona en 2004. De entre las obras de Don DeLillo: las novelas Ruido de fondo (1985) y Mao II (1991), (ambas por el sello Circe), y en un sentido más sociológico que literario Cosmópolis (Seix Barral, 2003). La nota de Rodrigo Fresán de la que se extrajeron algunas citas de Millhauser apareció en el suplemento Radar Libros, del diario Página/12, el 21 de junio de 1998.

José María Brindisi publicó el libro de cuentos Permanece oro (1996) y las novelas Berlín (2001), Frenesí (2006) y recientemente Placebo (Buenos Aires, Entropía, 2010). Escribe para los diarios Perfil y La Nación, el mensuario cultural Los Inrockuptibles y la revista-blog Escritores del Mundo (www.escritoresdelmundo.com).

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