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Doble de riesgo

FICCIÓN

 

Benjamin Black, El secreto de Christine, traducción de Miguel Martínez-Lage, Buenos Aires, Alfaguara, 2007, 392 págs.; El otro nombre de Laura, traducción de Miguel Martínez-Lage, Buenos Aires, Alfaguara, 2008, 368 págs.; The Lemur, Nueva York, Picador, 2008, 144 págs.

 

Quizás a nadie le calce mejor un seudónimo que al irlandés John Banville. No importa la larga tradición que el seudónimo tiene en la narrativa anglosajona, sobre todo en las ficciones de género, donde casi es una convención más. Tampoco que desde un principio él haya convertido el suyo en un secreto a voces, como si en vez de esconder una identidad se tratara de duplicarla. Con Banville, el escritor de los dobles, la impostura y el fraude, el persistente explorador de todas las máscaras en que se puede perder un yo, uno siente la tentación de tomar el seudónimo –y la aventura policial en la que se ha lanzado con el nombre de Benjamin Black– no como una exigencia de mercado o una estrategia para darse un gusto sin contaminar la figura de escritor, sino como una señal de que hay en juego una búsqueda de alguna especie. A fin de cuentas, sus libros tienen de protagonistas a actores, espías, intelectuales que fundan una carrera en la apropiación de una biografía ajena, o frases como esta: “Es difícil decir un nombre. Nombrar a otro es de alguna manera desnombrarse”.

Los dilemas de la conciencia son una de las fijaciones de la narrativa de Banville. Sus protagonistas viven atrapados en el autoexamen, testigos tardíos de sus propios actos. Recuerdan, conjeturan, confiesan, declaman, mienten y se desdicen, ensayan justificaciones. Ven la vida como una cadena de delitos cuyo castigo es eso en lo que se convirtieron. No se dan tregua. En algunos casos, sí son criminales, como el protagonista de la trilogía conformada por El libro de las pruebas, Ghosts y Athenas; la mayoría de las veces sólo se sienten así, con ese autodesprecio desmesurado del culpable que espera ser descubierto.

Con todo, la pregunta insiste: ¿qué impulsó al exquisito John Banville a ponerse en el papel de escritor de novela negra? Se cuenta que el mismo día en que se anunció que su novela El mar estaba entre las finalistas para el Man Booker de 2005, el principal premio de ficción en Gran Bretaña y que terminaría ganando no sin despertar voces de protesta, Banville presentó a su editor el primer manuscrito de Benjamin Black. Para entonces, con más de una docena de libros publicados, ya se había forjado la fama mundial de mejor prosista vivo en lengua inglesa, y una reputación de escritor arduo, para pocos, más interesado en el estilo y los hallazgos verbales que en la trama y los personajes. El mismo Banville alguna vez se permitió la arrogancia de decir que nadie escribía mejor que él y la humildad de confesar cuánto lo avergonzaban todos y cada uno de los libros que había escrito. En una inquietante entrevista que Banville le hace a Black, publicada en el website de promoción de estas novelas negras, alguno de los dos dice: “Hace unos tres años empecé a leer a Georges Simenon; no los libros de Maigret, de los que aún no leí ni uno, sino esos que él llamaba sus romans durs, sus novelas duras, como La nieve estaba sucia, La huida, El efecto de la luna. Me tumbó. Son obras maestras de lo que desacertadamente se puede llamar ‘ficción existencial’, muchísimo mejores, y menos literariamente autoconscientes, que cualquier cosa de Sartre e incluso de Camus. Pensé que si se podía conseguir eso en una narración liviana, de lenguaje simple y directo, entonces yo quería intentarlo”.

A partir de 2005, después de El mar, Banville se replegó y Benjamin Black comenzó a publicar una novela tras otra. Por el momento son tres.

El secreto de Christine inaugura una serie situada en el Dublín de los años cincuenta. Quirke, el protagonista, patólogo forense de profesión, es un cuarentón viudo, alcohólico, solitario, que se crió en un orfanato del que lo rescató el juez Griffin, una encumbrada figura de la conservadora sociedad dublinesa, para trasplantarlo en una familia de clase alta. Quirke no sólo perdió a su mujer, Delia; además era la equivocada, porque él siempre quiso a la hermana de Delia, Sarah, ahora casada con su hermano de crianza Malachy. Los vínculos intrincados no terminan ahí. A pesar de ser el favorito del juez, Quirke –ilegítimo, después de todo– se siente a la sombra de Malachy, un ginecólogo con familia y posición social bien sólidas. El cadáver de una mujer que llega a su mesa de disección por vías sospechosas lo pone en el dilema de tener que investigar a su familia adoptiva. Como forense, Quirke es riguroso; como detective, bastante remiso: “A veces le daba la impresión de que prefería los cuerpos de los muertos a los de los vivos”. Retenido por el lastre de la autocompasión, no se cree a la altura moral de incriminar a nadie, y menos en una sociedad de labios apretados donde la iglesia católica y el poder tienen alianzas firmes, pero lo empujan la curiosidad y, quizás, la oportunidad de sentirse menos bajo desnudando la bajeza de los otros. La trama se abre hacia una red de tráfico de niños, paternidades inciertas, un lumpen brutal y perverso y una monja mala, asesinatos y golpizas, muchos secretos, y todo sin alejarse demasiado del radio de influencia familiar.

Ningún condimento del género queda afuera, pero la gran jugada de Black, donde aplica todo su talento, reside en indagar en las zonas más recónditas de los vínculos. Por decir así, a una trama negra le pone un corazón de melodrama. A su estilo. Para Black, los personajes carecen de la polaridad de los estereotipos (aunque trabaje con ellos), el mal tiene la cara afable y bonachona de la filantropía y el motor de la intriga no es quién hizo qué cosa sino la naturaleza incierta y cambiante de los sentimientos. Por eso la novela se lee con la urgencia de un buen policial y con ese placer dosificado que deparan las sagas familiares.

El otro nombre de Laura es la continuación de la novela anterior. Quirke intenta dejar el alcohol y asumir una paternidad que toda su vida disimuló en el papel de tío entrañable. Cuando se le aparece el enigma, en el cadáver de la pelirroja Laura Swan encontrado en el mar, no tiene cabeza ni ánimo suficientes para recomenzar una pesquisa. Se involucra, sí, pero llevado más bien por el interés que le despiertan las personas que trae el caso: un viejo compañero de colegio, la ex esposa de Leslie White –el socio y amante de Laura–, la compañía estimulante del inspector Hackett. El protagonista secreto de la novela –el verdadero investigador– es la voz que narra, una tercera persona que sigue paso a paso a los personajes y bifurca la trama en varios hilos narrativos: la vida breve de Laura Swan, su origen en una familia humilde, su ascenso social, su doble identidad que nace del encuentro con el “sanador espiritual” Kreutz; los enredos de Quirke en el caso; el amor loco que vive la hija de Quirke con Leslie, el principal sospechoso del crimen, un hombre de personalidad magnética y destructiva. ¿Quiénes son Laura, Leslie White, el doctor Kreutz? Cuanto más se entera de ellos el lector, más se le escapan.

Por momentos, da la impresión de que Black es todo lo que Banville no es; o, mejor dicho, que Black hace todo lo que Banville no quiere hacer. La cuestión del narrador no es menor. Desde 1982, con La carta de Newton, Banville no publica sino novelas escritas en primera persona. Son largas introspecciones de hombres sometidos a los embates de la memoria y la culpa, guiados por la necesidad de reconocerse de alguna forma, por un instante, en ese espejo refractario que es el mundo. El resultado son narraciones descriptivas y por momentos extáticas, de una gran expresividad, con unos pocos personajes difuminados por la lente distorsionante del narrador y una trama que, si siempre está y cautiva, deliberadamente tarda en dibujarse.

Black, en cambio, sólo escribe en tercera persona. Domina con maestría el punto de vista, el montaje, el diálogo, el indirecto libre, la descripción, toda la caja de herramientas de la narración tradicional. Los personajes son encantadoramente realistas, tanto los protagonistas como aquellos que una frase atrapa al vuelo para soltarlos en la siguiente. En su naturaleza no son muy distintos de los personajes típicos de Banville. Pero si los personajes de Banville necesitan de sus narradores para existir, en Black la acción habla por ellos, como si hubiera llegado a liberarlos de la red de la primera persona para soltarlos en el mundo.

La última novela de Black, The Lemur, que escribió por entregas para The New York Times Magazine, es un prodigio de economía en quince capítulos. En contra de lo que sus lectores esperábamos, no tiene puntos de contacto con las dos anteriores. En la Nueva York contemporánea, un prestigioso cronista jubilado contrata a un periodista joven para que lo ayude a investigar la vida de su suegro, empresario poderoso y ex agente de la CIA, que le encargó escribir una biografía. De nuevo hay una muerte al comienzo, un investigador renuente, pelirrojas difíciles y secretos de familia. Es donde más incierta se vuelve la frontera que separa a Banville de Black. Con la frase suelta y rápida de Black, y la maestría de Banville para el detalle, parece un libro escrito a cuatro manos.

Es temprano para saber qué lugar ocuparán las ficciones de Black en la obra de Banville, si son un descanso, un atajo, un desvío que lleva a otra parte. A Banville le gustan las series y las correspondencias, pero, a pesar de la acusación de monótono que le hacen algunos de sus críticos, cada libro suyo es una muestra de su capacidad para reinventarse. Mientras esperamos la siguiente entrega de Black, habrá que esperar también al próximo Banville para ver qué lecciones aprendió de este escritor de novela negra.

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