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Un ensayo sobre la escala, la fotografía, su especificidad y el cine.
En 1977, cuando comencé a hacer mis grandes fotos en color, todavía se podía hablar de la fotografía en el arte, o como arte, en términos no muy diferentes de como se hablaba en los setenta o sesenta. Aún predominaba la idea clásica de fotografía artística, y estaba surgiendo eso que yo llamo “nueva fotografía artística”. Empezaba a conocerse la obra de Cindy Sherman, también la de Sherry Levine, y los discípulos de Bernd y Hilla Becher ya habían comenzado a hacer sus fotos pero aún no las habían exhibido. Walker Evans todavía estaba vivo y seguiría trabajando hasta 1975.
Por entonces, yo reaccionaba indirectamente contra la fotografía clásica y me gustaban los mismos fotógrafos que me gustan ahora: Evans, Atget, Frank y Weegee. Pero tenía un interés más inmediato en la obra de Robert Smithson, Ed Ruscha y Dan Graham, porque veía que en la obra de estos artistas la fotografía surgía de una confrontación con los cánones de la tradición documental, una confrontación que sugería nuevas orientaciones. También me interesaba la obra de Stephen Shore y Garry Winogrand, que me gustaba en parte por la visión fresca y cómplice de las calles y los suburbios norteamericanos y en parte por la aceptación de los colores reales y vulgares de las cosas. Esa vulgaridad parecía relacionarse con todo lo que había en el arte pop de nueva manera de ver el mundo y, a través de ella, remitía a la estética cruda, improvisacional, de la Escuela de Nueva York.
Cuando realmente pensaba en la fotografía como tal, o en la fotografía como puro y simple arte, tenía que admitir que Evans, Atget y Strand eran mejores que Smithson o Ruscha. Pero el problema era que en ese momento la misma idea de “mejor” era inviable. Me parecía que la fotografía artística clásica había alcanzado la perfección y cualquier cosa que alguno de nosotros pudiera hacer en el presente sería un logro menor. Probablemente no era más que un típico mecanismo de defensa frente a la obra de mejores artistas. En el arte, cualquier forma de evitar el encuentro con el término “mejor” es una evasión. Ahora, con cierta perspectiva, me resulta obvio que no había motivos para no retomar el camino a partir de Evans, haciendo pequeñas fotos en el papel de reportero. Cuando Sherrie Levine presentó sus fotos, refotografías de Evans, entendí que la obra era una forma de decir: “Estudien a los maestros; no presuman de reinventar la fotografía; la fotografía es más grande y rica de lo que piensan desde el orgullo y la vanidad juvenil”.
Siempre estudié a los maestros y respeté el arte del pasado. Durante los sesenta se me hizo un poco más difícil, porque tenía que trabajar y adaptarme a un contexto que sencillamente asumía que el arte del pasado era “obsoleto” (para usar la terminología leninista de la época) y que la única opción seria era reinventar el proyecto vanguardista de superación del “arte burgués”. Claro que sólo se trataba del paradigma del momento, pero el momento duró mucho. Hay quien cree que el predominio de esta suerte de neovanguardia duró de 1955 a 1978, casi un cuarto de siglo. Por eso seguí teniendo una actitud ambivalente frente al “estudio de los maestros”, al menos por un tiempo, lo que en parte me llevó a ignorar la advertencia de Levine. El hecho de que nadie pareciese darse cuenta de que su obra era una advertencia, o al menos de que contenía una advertencia oculta, críptica, no es excusa para ignorarlo.
Cuando hoy vuelvo a considerar la cuestión, pienso que mi ambivalencia en el estudio de los maestros fue una de las cosas más importantes que me pasaron o que yo mismo me impuse. Como resultado, parecen haber surgido dos problemas: ¿a qué maestros estudiar?, ¿cómo estudiar a los maestros del modo en que ellos estudiaron a sus propios maestros?
Mi respuesta a la primera pregunta fue estudiar no sólo a los maestros de la tradición fotográfica, en parte como consecuencia de mi reflexión sobre Smithson, Ruscha y otros artistas que utilizaron o emplearon la fotografía en el arte conceptual, posconceptual o paraconceptual. (Escribí sobre esto más tarde en “Marks of Indifference”.) Como Duchamp y Warhol, estos artistas no distinguían la fotografía de otras formas artísticas ni de otros medios; no la consideraban una forma artística en sí misma, con criterios y estándares especiales. Los que seguían fijados a esa concepción pensaban con “mentalidad de gueto fotográfico”, como se decía entonces, y los artistas jóvenes como yo creíamos que era síntoma de la decadencia en la calidad de las obras que aspiraban a continuar la tradición de la fotografía artística clásica.
Sin dudas, hay ahí un dilema que carece de una solución evidente. Considerar la fotografía únicamente dentro de su propio marco de referencia, en el contexto de los parámetros establecidos por la tradición documental, parecía condenarla a un estatus restringido, teniendo en cuenta la “expansión del campo” producida en el arte de los sesenta y los setenta. Cualquier joven artista conceptual que recurría a la fotografía pero se negaba a ser considerado fotógrafo podía invocar los ejemplos más insulsos de fotografía tradicional como prueba de la necesidad de escapar de los límites de la tradición y sus normas estéticas.
Lamentablemente, esta combinación de fotografía con otras formas y medios, como la pintura, el grabado o formas artísticas tridimensionales, llevó casi de inmediato a los híbridos poco convincentes que por desgracia caracterizan el arte desde entonces. Con la misma convicción, por lo tanto, se podría argumentar que el intento de ir más allá de los límites de la “fotografía” fue un camino hacia la ruina, una vez que no había ni podía haber criterios válidos en el nuevo campo de los inter-medios. La fotografía, podría pensarse, tiene una naturaleza muy específica en tanto forma artística y en tanto medio, razón por la cual la combinación con otras formas u otros medios no redundó en nada nuevo en tanto fotografía, sino que la redujo a mero elemento de una estética del collage no sujeta a juicio en términos fotográficos, o incluso no sujeta a juicio estético alguno.
A partir de estas consideraciones, me di cuenta de que tenía que estudiar a aquellos maestros, de fotografía o de otras formas artísticas, cuya obra no violara los criterios de la fotografía, sino que los respetara explícitamente o tuviera alguna afinidad con ellos. Eso significaba considerar, no necesariamente en orden de importancia, a fotógrafos en tanto fotógrafos y a artistas que trabajaban con la fotografía y evitaban el enfoque multimediático, y que de alguna manera se sometían a los problemas estéticos serios de la fotografía (tanto Evans como Dan Graham, por ejemplo); y a artistas de otros medios cuya obra veía conectada de algún modo a esas ideas estéticas, una conexión que no siempre podía explicarme pero que sentía y creía que existía. Pintores tradicionales como Manet, Cezanne y Velázquez, o más recientes como Jackson Pollock y Carl Andre, cuyas obras me mostraron algo más a lo que me referiré en seguida; directores de fotografía, como Néstor Almendros, Sven Nykvist y Conrad Hall, y directores y guionistas como Luis Buñuel, Rainer Werner Fassbinder, Robert Bresson,Terrence Malick y Jean Eustache.
Que los directores de fotografía, los cineastas y los pintores tradicionales pueden contribuir a la estética de la fotografía es bastante evidente, y por lo tanto no hace falta abundar en detalles. Reconociendo esas afinidades solo afianzaba ideas ya clásicas de la fotografía. El cine, la pintura y la fotografía han estado interrelacionados desde el nacimiento de las artes más nuevas, y los criterios estéticos de cada medio han sido informados por los de los demás, a punto tal que podría decirse que casi existe un único conjunto de criterios para los tres medios. El único elemento adicional, o nuevo, es el movimiento en el caso del cine.
La obra de Pollock me impresionó desde que a fines de los cincuenta la vi por primera vez cuando era niño. La observé y la estudié con mayor profundidad en los sesenta, en parte gracias a los textos de Clement Greenberg y Michael Fried. Me di cuenta de que la inmediatez física y la escala de la obra de Pollock eran cualidades que, a mi juicio, definían su afinidad con la fotografía. Ahora creo que esa afinidad era el elemento enigmático de mi fascinación temprana con la obra. Cuando Frank Stella y Carl Andre, entre otros, desarrollaron algunos aspectos de la noción de escala de Pollock, distinguieron esta cuestión del contexto inmediato del estilo pictórico de Pollock y de muchos de los valores “años cincuenta” excesivamente codificados que su obra ejemplificaba. Eso liberó algunos aspectos y energías técnicos y formales de la obra y permitió que fueran retomados en otros ámbitos.
Aunque siempre tuve amor por la fotografía, a menudo no me gustaba mirar fotos, especialmente si estaban colgadas en la pared. Sentía que eran demasiado pequeñas para ese formato y que se veían mejor en libros u hojéandolas en álbumes. En cambio, me encantaba mirar pinturas, sobre todo las de escala suficientemente grande como para ser vistas con facilidad en una habitación. Creo que ese sentido de la escala es uno de los regalos más preciosos que nos ha dado la pintura occidental.
Con frecuencia quienes escriben sobre arte piensan que de algún modo mi obra deriva directamente del modelo de la pintura del siglo XIX, algo que es cierto en parte, pero que en muchas respuestas críticas a lo que hago se ha considerado de manera aislada y exagerada. No me interesa en absoluto hacer referencia a los géneros del arte pictórico más antiguo. De la tradición de la pintura occidental surgida en el siglo XIX extraje principalmente dos elementos: el amor por las imágenes, que creo que es a la vez un amor por la naturaleza y por la existencia misma, y la idea de un tamaño y una escala propios del arte pictórico, y por lo tanto propios del sentimiento ético hacia el mundo que se expresa en ese arte. Se trata de la escala del cuerpo, la realización de cuadros en los que objetos y figuras son delineados de tal manera que parecen ser casi de la misma escala que la gente que mira el cuadro. No quiero decir con esto que no haya otros enfoques válidos o interesantes de la dimensión de un cuadro; quiero decir que la escala natural es un elemento medular cuando se trata de juzgar la escala apropiada.
La pintura y parte de la escultura de la Escuela de Nueva York y de la generación posterior acentuaron ese sentido de escala y “fisicalidad”. Mi interés juvenil por esos artistas me ayudó a vincular mis preocupaciones sobre la fotografía con características de otras formas artísticas que contenían indicaciones valiosas sobre aspectos de la realización fotográfica. Encontraba afinidades entre una escultura de Andre y Las Meninas porque ambas eran de la misma escala. Uno podía imaginarse parado sobre una obra de Andre contemplando Las Meninas, y la experiencia resultaba resonante porque los artistas, tan diferentes en otros sentidos, coincidían en la relación que sus objetos establecían con los cuerpos de los espectadores que los miraban y, por supuesto, con sus propios cuerpos mientras los creaban.
El excelente ensayo de Michael Fried “Arte y objetualidad” (1967) cuestiona en cierto modo el aislamiento y el énfasis que supone la presencia física de los objetos artísticos. Fried postula allí que, cuando las obras de arte se dejan reducir a su estatus ontológico aparentemente esencial de objetos físicos, y renuncian al ilusionismo que siempre las distinguió, algo importante se pierde. Fried entendía el “ilusionismo” no como la ilusión creada por la perspectiva tradicional sino como su forma posterior, las cualidades “ópticas” de lo que él consideraba la mejor pintura abstracta de su tiempo. Entendí que “opticalidad” refería no sólo a la pintura abstracta, tal como quería Fried, sino también al ilusionismo de la tradición pictórica y, como parte de este, al carácter óptico de la fotografía. Me fascinó el repentino giro que había dado el enfoque de Fried a fines de los sesenta, del arte abstracto al arte pictórico decimonónico, e intuí que entre sus intereses y los míos había una afinidad considerable.
Al leer “Arte y objetualidad” supe que si una obra sólo se jugaba por la inmediatez y la fisicalidad, perdía la posibilidad esencial de convertirse en arte serio y quedaba reducida a una representación repetitiva del encuentro entre un objeto o grupo de objetos de este mundo y una persona que los contempla. Pronto comprendí que no importaba de qué objeto se tratara. Para quienes querían trascender los criterios canónicos del arte occidental, esa “representación” del encuentro con los vestigios de una obra parecía una dirección profunda y nueva. Pero esa actitud no ha resistido bien el paso del tiempo. Fried nos mostró que la ilusión es fundamental, y ese aspecto de su ensayo fue lo que me conectó con el problema del tamaño en la fotografía. Me di cuenta de que, tomando fotos de escala natural o casi natural, se podía practicar la fotografía de manera distinta a como se había hecho hasta entonces.
Así como para Velázquez la cuestión no era hacer “pinturas grandes”, en mi caso no se trataba sólo de tomar “fotografías grandes”. En sí mismo el nuevo sentido de escala no era relevante, y considerado aisladamente tampoco era una innovación, puesto que se amplían fotografías desde que se inventaron las ampliadoras.
Me interesaba el debate sobre lo que tanto Greenberg como Fried llamaron “literalidad”, aunque no tenía ningún problema en reconocer la superioridad de la crítica a la literalidad.Aunque lo consideraba resuelto, tenía interés en el problema porque no creo que en los debates de alto nivel exista un “perdedor”. Por lo tanto, aunque no quería que mi obra fuera literalista, valoraba el modo en que Judd o Andre imponían el asunto del tiempo y el espacio presentes; conseguían que el problema de la escala natural se volviera para mí más complejo e interesante que si sólo se hubiera tratado de una reelaboración de los enfoques pictóricos de los siglos XVII y XIX.
Hay quienes consideran que las cajas de luz que utilizo en mis fotografías las sitúan en una suerte de “paréntesis”, en virtud del cual su mera existencia como “fotos de cosas del mundo” puede verse con distancia y los componentes materiales de la realización quedan expuestos explícitamente. Eso las conecta con una actitud de vanguardia que quiere revelar la realización de la obra en el momento de experimentarla y les impide ser “sólo la tradicional foto de cosas”. Puede que sea verdad, pero el uso de cajas de luz es mucho menos importante para mí que cierto intento de preservar algunos aspectos de la literalidad en la construcción de la fotografía.
El cambio de escala acarreó una serie de leves cambios de énfasis en el canon de la fotografía artística. A mi juicio, no me estaba alejando demasiado de los cánones estéticos de la fotografía artística. Al mismo tiempo, empecé a llamar “cinematografía” a mi trabajo. Me había entregado a resolver la cuestión formal y estética de la escala en un marco de referencia en el cual las lecciones que quería aprender de la pintura estuvieran en parte identificadas, e incluso confundidas, con las que se podía extraer del cine. La escala no tenía nada ver con esto, porque no creo que haya mucha relación, si es que hay alguna, entre nuestra manera de ver películas en el cine, por un lado, y, por otro, nuestra manera de experimentar las fotos estáticas que cuelgan de una pared en una habitación iluminada.
El término “cinematografía” no era sino una referencia a las técnicas que suelen emplearse en la realización de películas: la colaboración con los intérpretes (no necesariamente “actores”, como enseñó el neorrealismo); las técnicas y el equipamiento que inventaron, construyeron e improvisaron los directores de fotografía; y la apertura a distintas temáticas, formas y estilos. Probablemente fue una exageración identificar todo esto con el cine y no con la fotografía, si tenemos en cuenta que casi las mismas técnicas y abordajes han sido empleados en mayor o menor medida por lor fotógrafos; pero a mí me ayudó a concentrarme en lo que se requería para tomar fotos con el tipo de presencia física que yo deseaba.
En 1973, Artforum publicó “El tercer sentido. Notas acerca de algunos fotogramas de S.M. Eisenstein”. Me gustó la forma en que Barthes había “capturado” la experiencia fílmica y había estudiado fotogramas aislados como si fueran más importantes que la imagen en movimiento, haciendo hincapié en el hecho de que las películas están hechas de fotografías fijas que experimentamos de manera muy específica y hasta peculiar. Lo que vemos no son tanto fotografías como relámpagos de su proyección, demasiado breves para permitir que las fotos se vean tal cual son: estáticas, como todas las fotografías. Esta observación me ayudó a atender al hecho de que las técnicas que solemos identificar con el cine son, en realidad, sólo técnicas fotográficas, y por lo tanto, al menos en teoría, están a disposición de cualquier fotógrafo.
Pero no era cuestión de imitar técnicas cinematográficas o de tomar fotos que recordaran a fotogramas, sino de seguir la línea que reconocía que el cine estaba hecho de fotografías y que, en esencia, consistía en actos de fotografía. Yo no tenía en mente una meta particular; sólo un sentido de los criterios sobre el arte pictórico tal como habían evolucionado y me indicaban estándares de calidad.
La noción de “cinematografía” dio origen a una de las derivaciones más complejas y confusas de la situación que me había creado. Directores de cine como Fassbinder o Godard variaban notablemente de estilo y manera de una película a otra, y aun en una misma película. La apertura y complejidad de su enfoque fotográfico eran a un tiempo impactantes y perturbadoras, porque hacían estragos en la idea misma de “estilo”. El cine parecía capaz de reconciliar sin esfuerzo enfoques múltiples y hasta contradictorios, como si se tratara de una condición natural de la forma misma. Obviamente había en ese enfoque un elemento de pastiche, de referencia irónica a otros films y estilos, pero no me parecía tan importante como esa condición experimental basada en el cambio repentino de estilos y maneras, que tan bien funcionaba en films como La ley del más fuerte o Pasión y que no veía en el trabajo de la mayoría de los fotógrafos. Que Godard o Fassbinder podían estar imitando a maestros suyos como Fuller o Sirk, con mayor o menor dosis de ironía, era evidente pero carecía de importancia.
Al mismo tiempo, en películas como Accattonne y El evangelio según San Mateo de Pasolini, Mouchette de Bresson y La madre y la puta de Eustache, los ambientes enteramente orquestados por los realistas o neorrealistas de aquella época establecieron, no cabe duda, otra propuesta estética fundamental arraigada en la fotografía documental y contenta de estarlo, una propuesta que no requería manierismos estilísticos, referencialidad ni “intertextualidad”. Esos films se comprometían con la franqueza garantizada por la naturaleza de la fotografía documental e igualaban fácilmente al resto en términos de calidad. Con frecuencia eran los mejores.
Pero no mejores en términos absolutos. De las escenas oníricas y las fantasías eróticas de Fassbinder al gran artificio del estudio cinematográfico y a los mundos imaginarios externos al marco de tratamiento documental hay un paso muy breve en el tiempo, el espacio y la cultura. La cinematografía como tal no sugería que hubiese que elegir entre el espacio imaginario de un estudio y la perfecta actualidad del enfoque documental. El espíritu brechtiano bajo el cual Jean-Marie Straub y Daniele Huillet realizaron No reconciliados en 1966 y Othon en 1969, films que vi a principios de los setenta, también estaba sugiriendo que en el hecho de seguir el hilo de la indecisión estilística o técnica, de no elegir entre el hecho y el artificio, de trabajar sólo en la sombra de la decisión, en la vacilación, había una apuesta teórica y aun política.
Traducción: Silvina Cucchi y Maximiliano Papandrea
Imágenes [en la edición impresa]. Dressing Poultry (2007), transparencia en caja de luz, 220,98 x 271,78 x 25,4 cm, p. 24. After "Invisible Man" by Ralph Ellison, the Prologue (1999-2000), transparencia en caja de luz de aluminio, 174 x 250,8 cm, p. 25. Picture for Women (1979) transparencia en caja de luz de aluminio, 142,5 x 204,5 cm, p. 26. Volunteer (1996), copia en gelatina de plata, 221,5 x 313 cm, p. 27. Milk (1984), transparencia en caja de luz de aluminio, 189,2 x 229,2 cm, p. 28. Adrian Walker, artist, drawing from a specimen in a laboratory in the Dept. of Anatomy at the University of British Columbia, Vancouver (1992), transparencia en caja de luz de aluminio, 119 x 164 x 22,5 cm, p. 29.
Lecturas. El ensayo de Michael Fried se incluye en Art and Objecthood, Chicago, University of Chicago Press, 1998. Hay traducción en español de Visor, Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas (Madrid, 2004). “Frames of Reference” apareció en Artforum en setiembre de 2003 y se publica en español con autorización del autor. Las imágenes son gentileza de Jeff Wall y Adam Harrison.
Jeff Wall (Vancouver, Canadá, 1946) trabaja con fotografía de gran formato desde hace más de treinta años. En 2007 el MoMA de Nueva York presentó una retrospectiva de su obra con más de cuarenta fotografías. Vive y trabaja en Vancouver.
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