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A propósito de “En el abandono”, un retrato del violador austríaco Josef Fritzl por Elfriede Jelinek, y sus posibles ecos en otras latitudes.
Existen en alemán dos palabras de género neutro para designar la patria. En “En el abandono” [“Im Verlassenen”] y otras piezas breves, Elfriede Jelinek opta por aquella que la asocia a la figura paterna: das Vaterland mejor que das Heimat. En el monólogo Ach, Stimme! [¡Oh, voz!], los órganos del habla en la mujer son comparados con la vagina; el cuello del útero es la apertura de la garganta, la que exhala el aire articulado en voz y puede liberarse u obturarse. No hay patria para Jelinek sin dominación masculina del espacio y control del discurso. Eso nos dice también en sus Dramoletts –¿cómo llamarlas?, sus breves obras para un teatro sin personajes o de donde estos han sido desalojados, fundidas sus voces en soliloquio. Los medios de masas, sostiene, son el megáfono oficial de esa dominación –de hecho, Jelinek ve el espacio público por completo saturado por el fascismo patriarcal “arzobispal”, para emplear un calificativo de Thomas Bernhard–: los multiplicadores de nacionalidad/nacionalismo. ¿La patria es por definición nac & pop?
La primera reacción de la autora al recibir el Nobel fue sorpresa por haberse considerado siempre “una autora de provincias”. También juzga su obra intraducible. Su prosa, en la que disto de ser una experta, tiene su núcleo en el uso experimental de una lengua que no es el Hochdeutsch de los autores clásicos sino un acervo cuyos regionalismos, que algunos llaman un “metavienés”, crean turbulencias de sentido, una suerte de espejo de espantos: se trata de una crítica a la lengua por medio de la lengua. Es muy de Jelinek extremar la ironía hasta forzarla a caer del otro lado dentro de un mismo párrafo o incluso una misma frase: puede montar una agresión imprecatoria con la ingenuidad impostada del discurso femenino (lo que podríamos llamar una “ironía de la pavota”). Este más allá del sarcasmo vibra entre la controlada parquedad y el trance encantatorio de la repetición, que puede asumir la forma del oratorio (¿la novena de la pavota?) o del monólogo paranoide; en su narrativa la falta de elocuencia ofrece ecos amargos que recuerdan a Marguerite Duras. La sonrisa del lector ante la ironía desaparece para dar paso a la mueca, el rictus. No hay vestigios de romanticismo alpino, no hay pathos a lo Adalbert Stifter o Peter Handke (los Alpes y el Danubio son para Jelinek un gran yacimiento de corrupción turística, nada espiritual se desprende del paisaje, no hay correspondencia con la naturaleza que no sea lugar común), sino una comicidad del sinsentido pero articulado con máxima elegancia. De hecho, no hay palabra personal, no hay discurso que no esté inficionado por la emisión televisiva y el lenguaje estereotipado del periodismo: no hay más que flujo bajo una atención maniática a la corrección de la lengua.
Jelinek toma del cabaret alemán la idea del monólogo como maratón dramática –en Austria, al igual que en Alemania, existe una muy activa tradición de obras radiales–. En este fluir de la conciencia convergen afirmaciones banales pronunciadas con pompa aforística, fábulas folclóricas –en su Ciclo de las princesas recrea cuentos de Grimm como Blancanieves, a los que agrega un monólogo notable de Jackie Kennedy Onassis–, discursos de divulgación tecnológica –en Bambiland repite especificaciones sobre nuevas líneas balísticas–, comerciales de televisión, lapsus, parloteo de cantina y supermercado: el resultado por momentos recuerda una sesión de stand-up. En una de sus piezas políticas más famosas (Ein Volk, ein Fest! [¡Un pueblo, un festejo!]), saluda la reelección del nazi Jörg Haider como gobernador de Carinthia en 1999 y un año después retoma su figura de político vergonzante en Goodbye, en la que lo emparenta con Berlusconi.
Dos apuntes breves sobre “En el abandono”. Cuando fue subido a Internet, Jelinek fue acusada de presentar “retratos histéricos de la identidad” al personificar en el violador Josef Fritzl una esencia austríaca. Embarcada en precisar el patrón de esa identidad, en cuyo trasfondo están la Anexión y la herencia de dirigentes como Haider y Kurt Waldheim, establece su filiación con antecedentes sagrados y profanos, el Espíritu Santo y el técnico Priklopil, el captor de Natascha Kampusch, ocho años secuestrada en un sótano de 50 m2 bajo un garaje. La damnificada de Priklopil, al igual que los de Fritzl, padece el efecto bonsái de la falta de espacio. Kampusch apenas creció desde sus diez años; dos de los hijos de Fritzl lo sufrieron: de hecho, uno de sus hijos-nietos, Felix, prefiere gatear a caminar.
Pero si la dominación masculina del espacio y la voz es común a todas las patrias privadas e intangibles, es en el estilo donde se vuelve nacional, y por ende, colectiva. Ella encuentra la modulación austríaca en los materiales de construcción, en las puertas de acero y el eficiente mantenimiento de sus precintos, y sobre todo en el cemento (recordemos Cemento de Bernhard); en suma, en la aptitud para crear espacios mínimos de vida que obligan a reptar. Así, la patria Austria se define por el estilo búnker. Dado que la procreación al parecer sigue siendo inevitable, ya sea por imperio del catolicismo o porque los recaudos no se llevan bien con la violación, el gobierno hace frente a las demandas sociales que engendra el ejercicio de la identidad –Aldeas Infantiles para remediar problemas de infancia y vivienda–. Siempre es perturbador comprobar el carácter inventado de las tradiciones, hasta qué punto la identidad se basa en equívocos y lo que se juzga propio a menudo proviene de otro lado. Bunker, palabra que suena a quintaesencia del Reich, tiene su etimología en el gaélico escocés y toma su sentido actual de estancia soterrada de la arquitectura de las canchas de golf.
Es interesante enfocar el espejo de espantos hacia otras latitudes. Por las generalidades nacionales, en Italia no hace falta el cemento ni cavar sótanos. En ese principado de la identidad que es Villa Certosa, en Cerdeña, donde mantiene su hibernadero il Cavaliere, padrino del poder, todo transcurre en la superficie. En esa mansión, privada y a la vez oficial, la dominación no se ejerce en estancias soterradas; por el contrario, y quizá como rémora del banquete clásico, todo es abierto y excitante y el festejo es mérito; no hay hijas sino sobrinas favoritas, no hay cautivas sino novicias favorecidas por la varita del Cavaliere. Con los grandes plasmas de las salas y su decoración de mariposas y la costosa bijouterie que sugiere cuentos de hadas y ninfas –las veline de Berlusconi son postnabokovianas–, da para pensar que la patria italiana adopta el estilo RAI. No hay dominación sino por la seducción, el poder es simpatía. Estas ninfas, de hecho, aspiran a triunfar en la televisión y todo se desarrolla entre cuadros de baile, canzonettas y hot dance, el pasticcio televisivo, porque Villa Certosa es el ensayo de un programa ómnibus. Y si bien cuenta con un búnker y acceso subterráneo al mar, estos son estilizados a modo de un set; se afirma que son copia de una película de James Bond. El estilo italiano es aggiornado, se ha resuelto un problema tan básico como los hijos incestuosos y al parecer aun los ilegítimos –la descendencia es la pequeña inversión inicial que requiere la escalada femenina, que delega en sus rehenes el tocar a la puerta del padre cuando la circunstancia lo requiera, ¿pero quién querría embarazarse a las puertas de la RAI? La procreación se conserva en el nivel simbólico en el derecho de pernada.
Giovanni Sartori acaba de reunir sus columnas políticas en Il sultanato pero sería mejor no rastrear las noches sardas en Las mil y una noches; prefiero su definición del primer ministro como un padrone. El director teatral Luca Ronconi apuntó que la comedia italiana de los años sesenta describió lo que ocurre hoy con la exactitud y ligereza de la comedia. “Actor alegórico, Alberto Sordi ayuda a entender los defectos del italiano medio y nos explica que la simpatía puede ser muy peligrosa”, sostiene. Hasta se podría pensar que el padre del poder encarna sus vicios según un libreto preciso y que esa identificación es el secreto de su permanencia, en un continuo entre vida y pantalla.
Se trata entonces de una casa, de un espacio y del orden que lo rige. Gracias a las vastas extensiones, el estilo búnker no hace falta en nuestra región, ni siquiera en aquellos parientes de Fritzl que saltan ahora por todas partes. Todo puede transcurrir en casas o taperas mimetizadas con el entorno: se impone el estilo campo. La patria latinoamericana está anclada en el siglo de su independencia y es alberdiana. Se encarna en el patrón capaz de sembrar la tierra de hijos extramaritales –ilegítimos, putativos, bastardos en el siglo XIX. Por otra parte, aunque pasen los años y las modas, la telenovela sigue siendo uno de los géneros televisivos más populares, con producciones de exportación en algunos casos. No hay búnker ni sets; dominan las vistas naturales, se rueda en exteriores. Un repaso rápido a los casos que salieron a la luz en los últimos diez años depara esta lista, honrosamente presidida por, ¿quién si no?, el Che Guevara, padre de al menos un hijo extramatrimonial bien conocido en círculos poéticos de Cuba: los ex presidentes Carlos Menem y Alejandro Toledo, los presidentes Evo Morales, Alan García, Fernando Lugo, Lula da Silva, sin olvidar al gobernador Daniel Scioli. Una palabra todavía para Daniel Ortega, quien no fertilizó en violación a su hijastra menor de edad, antes de emprender la revolución sandinista. En el ámbito estrictamente nacional, el hijo ilegítimo da un giro fantástico-siniestro en numerosos hijos ilegítimamente apropiados.
Elfriede Jelinek ha dejado de publicar en papel. Se pueden encontrar artículos, numerosos fragmentos de su obra teatral y algunas traducciones en su sitio www.elfriedejelinek.com.
Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, Study of Perspective, Tianammen (1995-2003), fotografía en blanco y negro.
Matilde Sánchez es autora de las novelas La ingratitud (Buenos Aires, Ada Korn, 1993), El dock (Buenos Aires, Planeta, 1993) y El desperdicio; del libro de crónicas La canción de las ciudades (Buenos Aires, Seix Barral, 1999) y de la antología de Silvina Ocampo Las reglas del secreto (México, Fondo de Cultura Económica, 1991). Es periodista de cultura.
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