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Una genealogía poética de los nombres de las cosas.
La obra del escritor ruso Nikolai Leskov (18311895) es casi el pre-texto a partir del cual Walter Benjamin escribe su ensayo “El narrador”. Allí analiza un relato titulado “La alejandrita”, que gira en torno a la piedra preciosa de ese mismo nombre. Posee una tonalidad verdosa que emite destellos rojos bajo la luz artificial. Wenzel, un orfebre que llevó su oficio a grados apenas imaginables, toma la mano del protagonista que tiene un anillo con esa joya y exclama: “¡Miren! ¡He aquí la piedra rusa profética! ¡Oh, siberiana taimada! Siempre verde como la esperanza, y sólo cuando llegaba la tarde se inundaba de sangre”. Esa piedra había estado oculta en las entrañas de la tierra desde el principio de los tiempos, hasta que, según el artesano, la descubrió un hechicero, y ahora sabe que encierra una profecía trágica. El protagonista se muestra escéptico de esa leyenda, pero el artesano insiste y exclama a viva voz: “‘¡No tiene más que fijarse en la piedra! Contiene una verde mañana y una tarde sangrienta… Y ese es el destino, ¡el destino del noble zar Alejandro!’ Dichas esas palabras, el viejo Wenzel se volvió hacia la pared, apoyó la cabeza sobre el codo y comenzó a sollozar”.
Un orfebre que conoce los secretos de su oficio es capaz de leer en las piedras. La oscilación de reflejos verdosos y rojizos forma un lenguaje de luz que dirige al hombre. El 13 de marzo de 1881, un atentado político con una bomba destrozó las piernas del zar Alejandro ii, que murió desangrado pocos momentos más tarde. Aquel artesano, contemporáneo del positivismo y los avances tecnológicos del siglo XIX, nos retrotrae hacia otra época, “a ese tiempo antiguo en que las piedras en el seno de la tierra y los planetas en las alturas celestiales aún se preocupaban del destino humano”.
Sabemos que hasta fines del siglo XVI las distintas formas de semejanza que mantenían las cosas entre sí (analogía, emulación, conveniencia, simpatía) desempeñaron un papel muy importante para la construcción del saber en la cultura occidental. Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, cita a Crollius, autor del Tractatus novus de signaturis rerum internis (1608), para quien los granos del acónito –una planta de flores azules– son convenientes para afecciones de la vista, y el fruto de la nuez, para los dolores profundos de la cabeza. La razón de esta conveniencia está marcada en la cosa misma: la nuez tiene una clara semejanza con el cerebro, y las semillas del acónito son globos oscuros engarzados en películas blancas que figuran pequeños ojitos. La “simpatía” y estrecha relación entre el sol y la planta de girasol queda atestiguada no sólo por la semejanza entre el astro y la flor sino por los movimientos giratorios con que ella acompaña el desplazamiento en la bóveda celeste. Signos, huellas, marcas inscriptas en la superficie y en el interior de cada cosa que se ofrecen al hombre para su lectura. Paracelso afirmaba: “No es voluntad de Dios que permanezca oculto lo que él ha creado para beneficio del hombre”. Las palabras mismas, tal como salieron por primera vez de los labios de Adán, eran verdaderas y transparentes porque guardaban una estricta correspondencia con las cosas, hecho que en parte se desvirtuó luego del desastre de Babel. En 1613 Claude Duret reflexionaba que la cigüeña, tan bondadosa con sus padres, en hebreo (la lengua más próxima a Dios) se llamaba chasida, que significa “mansa”, “caritativa”, “piadosa”.
La interpretación de los textos de la tradición, la Biblia, era para los sabios de la Antigüedad equivalente a la interpretación de la naturaleza. Palabras y cosas estaban entrelazadas: las cosas se manifestaban con un lenguaje peculiar, y a su vez las palabras se aparecían como cosas que era necesario descifrar. Para Foucault, se verificaba el mismo movimiento de interpretación hacia uno y otro lado: el mundo era un gran libro que se abría y, complementariamente, las palabras estaban en el mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales.
Sabemos lo que ocurrió después: las palabras dejaron de ser cosas porque fueron separadas de ellas, se volvieron su “representación”, del mismo modo en que el mundo dejó de hablarle al hombre porque este trazó una frontera tajante, convirtiéndose a sí mismo en sujeto y al mundo en objeto de conocimiento mensurable por la razón instrumental. “La naturaleza está escrita en caracteres matemáticos”, proclamó victorioso Galileo en el inicio de la Modernidad. Leskov continúa su relato de la alejandrita señalando esta brecha con respecto a la interpretación del viejo Wenzel: “hoy, tanto en el cielo como en la tierra todo ha terminado siendo indiferente al destino de los hijos del hombre […] una multitud de nuevas piedras […] de peso específico y densidad comprobados, ya nada nos anuncian ni nos aportan utilidad alguna. El tiempo en que hablaban con los hombres ha pasado”. Años más tarde, Ferdinand de Saussure concluiría que el lenguaje es arbitrario; las palabras no deben pensarse como sustancias (sonidos; significados que aluden a realidades independientes del propio lenguaje), no son cosas entre las cosas, sino valores que surgen dentro de un sistema de la lengua.
Sin embargo, en el siglo XIX acontece un nuevo cambio de paradigma y el lenguaje vuelve a ser una cosa opaca, espesa, objeto de estudio de una nueva ciencia: la filología. La historia se introduce soberana en otras ciencias, y los plegamientos geológicos son marcas que traen relatos de los inicios del mundo. La arqueología recupera y lee como textos las ruinas del pasado y, a su vez, Heinrich Schliemann realiza la hazaña inversa: lee La Ilíada y la vuelve materialidad concreta en la Troya que desentierra, y viste a su mujer con las joyas de Helena. Se descubren los grandes yacimientos: mineros, arqueológicos, lingüísticos.
Demos otro salto. Desde Aristóteles y las Belles Lettres se habían consolidado las diferencias jerárquicas entre géneros nobles que retrataban acciones de personajes elevados y géneros bajos. Los reyes debían hablar como reyes y la gente común, como gente común. Eran algo más que meras cuestiones estéticas: unían formas de expresión con una determinada forma de pensar las acciones humanas. Pero en el mismo siglo xix, la literatura produce un desplazamiento geológico con respecto a aquellas concepciones heredadas. Como dice Jacques Rancière, el ordenamiento jerárquico estalla cuando Gustave Flaubert escribe con un estilo trabajado a niveles artesanales los conflictos deprimentes de una oscura burguesa de provincia. Es el orfebre Wenzel, pero que no trabaja la piedra iridiscente de la alejandrita sino la gris materia de Emma Bovary.
En el principio de La piel de zapa de Honoré de Balzac, el protagonista se pasea por un depósito de antigüedades donde encuentra mezclados todo tipo de objetos nobles y vulgares, cachivaches y obras de arte, que son –continúa Rancière– como jeroglíficos que hablan de épocas pasadas. Por su parte, en Los miserables Víctor Hugo describe las cloacas de París como “la fosa de la verdad” donde las máscaras se caen y los signos de la grandeza social se equiparan a los desechos de la vida ordinaria. Entonces, podría pensarse que de nuevo el mundo se aparece como un texto y las palabras como cosas que están entre las cosas, que poseen materialidad, espesor y opacidad. Las palabras, afirmaba Francis Ponge, son cosas que tienen tres dimensiones: una para el oído, otra para la vista y la tercera es el significado, algo denso, que ocupa un espacio, una columna de diccionario.
Observemos el paralelismo de las metáforas textiles. Si para Foucault la naturaleza se les aparecía a los antiguos “como un tejido ininterrumpido de palabras y marcas, de relatos y de caracteres”, para Rancière el mundo moderno que describen Balzac y Hugo “es un vasto tejido de signos, de ruinas y de fósiles”; es la nueva poesía que viene de “la prosa de la ciudad moderna, de las fachadas […] y vidas encerradas, y también de los nuevos templos del oro y de la mercancía, como de sus subterráneos oscuros y sórdidas cloacas”.
Ciertamente, ya pasó la época en que las piedras, las palabras y las estrellas hablaban acerca del destino humano, pero no quiere decir que estén mudas. Ellas están en el mundo, y se reencuentran de un modo muy peculiar en el espacio literario, en la poesía: se trata de dar la palabra a las cosas para que estas hablen por sí mismas, de su historia, de sus afecciones, estados y conflictos. Y a su vez, de dar la palabra a la palabra misma que se ofrece para que la interpretemos, incluso en el sentido musical del término; para recorrer el espesor geológico de sus capas de sentido que el uso social fue depositando sobre ellas como el lecho sedimentario de un lago. Pero si la poesía hace emerger lo que permanecía oculto o desjerarquizado –las cloacas, los desechos, los desheredados– y les otorga una voz hasta ahora nunca oída, lo que se produce es una verdadera mutación en los regímenes de lo visible y lo decible, un modo inédito de relacionar las palabras y las cosas.
Si desde Aristóteles el hombre es un ser político porque mediante el lenguaje puede determinar los valores, poner en común lo justo y lo injusto y el modo en que se de ben pensar determinados temas y objetos considerados relevantes, la poesía interviene en esa esfera reasignando voces y usos. Como afirma Rancière, esto ciertamente es una intervención política porque produce un nuevo “recorte de los objetos que forman el mundo común, de los sujetos que lo pueblan y de los poderes que estos tienen de verlo, de nombrarlo y de actuar sobre él”. En una esquina de mi barrio encontré una vez restos de un viejo televisor que habían dejado ahí para que alguno se lo llevara. Se destacaba el gabinete del aparato, sin pantalla y sin componentes electrónicos, puro marco, ventana abierta hacia lo real inmediato. Hoy lo tengo en mi patio y me sirve para escribir un nuevo libro. Me trae noticias del mundo que está detrás de él. En el frente todavía se lee claramente su marca: Zenith, que reenvía inmediatamente a la idea del cenit del cielo donde rebotan las ondas electromagnéticas, y entonces salta la paradoja de que este aparato se encuentra en el nadir, su punto más bajo, el último momento antes de la destrucción.
El mundo, la ciudad y los discursos se ofrecen en proliferación reverberante de significaciones y ecos que se contestan, se acoplan y rechazan en movimiento indetenible. Ulisse Aldrovandi, un científico del siglo xvi que aún podía leer las analogías en el entramado de palabras y cosas sobre el libro de la naturaleza, escribió un tratado acerca de las serpientes donde había una mezcla inextricable de descripciones exactas, citas, fábulas sin crítica alguna, observaciones que se refieren indistintamente a la anatomía, los blasones, el hábitat, los valores mitológicos del animal y los usos que pueden dársele en la medicina y la magia. Dos siglos más tarde, Buffon se escandalizaría: “júzguese por esto qué parte de la historia natural podrá encontrarse en este fárrago. Esto no es descripción, sino leyenda”. Y efectivamente, comenta Foucault, se trata de leyendas en el sentido etimológico: legenda, cosas que leer. Hoy podemos decir que Aldrovandi se halla más próximo a nosotros que el propio Buffon.
Pero lo crucial es que no sólo las analogías pueden ser objeto de lectura, sino también las diferencias, las paradojas, las homonimias, los equívocos. El neón es un gas, una porción ínfima del aire que respiramos, que al ser excitado con un flujo eléctrico de alto voltaje genera luz anaranjada. Según la Enciclopedia Espasa Calpe, también es el nombre de una pequeña araña que vive en los bosques de los Alpes. Además, hubo ocho mártires cristianos del siglo iii que se llamaron Neón. La poesía es entonces ese espacio de errancia, de encuentros y desvíos entre palabras y cosas, de lectura arqueológica y también de exploración de significaciones inéditas. Las arañas no son tubos de luz, pero finísimos hilos del entramado verbal atrapan en su red los destellos naranjas que emiten unos electrones excitados.
Imagen [en la edición impresa]. Mariela Scafati, Hotel Bouna, 2003, acrílico sobre tela, 65 x 62 cm.
Lecturas. Walter Benjamin, “El narrador”, en Por una crítica de la violencia y otros ensayos (Madrid, Taurus, 2001); Michel Foucault, Las palabras y las cosas (Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2007); Jacques Rancière, Política de la literatura (Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2011).
Mario Ortiz nació en 1965 en Bahía Blanca, ciudad donde reside. Ejerce la docencia en el ámbito secundario y universitario. Todos sus libros de poesía tienen el título general Cuadernos de Lengua y Literatura. Este año la editorial Eterna Cadencia compiló y editó los volúmenes V, VI y VII.
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