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El legado de Hunter S. Thompson en tiempos de malestar.
A finales de abril, Babelia –el suplemento cultural de El País– publicó un artículo de Manuel Cruz que en otro contexto no hubiera pasado desapercibido. El título lo decía todo: “Menos ejemplaridad y más responsabilidad”. El punto de partida era el rey Juan Carlos I: tras su discurso de Navidad, los medios aplaudieron su alusión a lo ejemplar, que parecía un reproche en público al comportamiento de su yerno, Iñaki Urdangarin. Más tarde, sus asesores de comunicación lo condujeron al memorable “los parados me quitan el sueño”. Pero después llegó la caída: los cadáveres de elefantes, el accidente de caza, el descrédito por doquier, el video en que pidió perdón. Cruz denunciaba la invalidez de la supuesta ejemplaridad que no deja de ser una máscara hueca si no está llena de la responsabilidad que se le supone. Sin decirlo, estaba cuestionando el éxito de la obra reciente del también filósofo Javier Gomá, que ha hecho de lo ejemplar el eje de su pensamiento, y quien le respondió en el mismo suplemento, un mes más tarde, sin citarlo tampoco. Unos años atrás, un cruce de artículos como ese hubiera provocado un intercambio de opiniones, un cierto debate. Pero no estamos para ostias ni para comulgar con ellas. Entre las páginas dedicadas a las mutaciones de la Casa Real, la situación griega, la Huelga General, los recortes en sanidad y educación, las elecciones francesas, la nacionalización de Bankia o el rescate europeo, las que menos importan y las que menos provocan son ahora las que se dedican a discutir ideas. Lo entiendo perfectamente. Sin embargo, aquí estoy yo. Para darle al pause de la realidad. Porque si algo nos enseñó Hunter S. Thompson fue eso: que se puede dar un puñetazo sobre la mesa y cambiar, aunque sea durante lo que dura la lectura de un texto, el ritmo de lo real.
La ejemplaridad y la responsabilidad son conceptos viejos. Cuando el suplemento Cultura/s –del diario La Vanguardia– invitó a Gomá a escribir un tema de portada, este se remontó a la figura de Jesús para ilustrar sus ideas. La palabra “gonzo”, en cambio, es nueva. Aunque podamos rastrear la actitud de lo que desde 1970 se llama “Gonzo Journalism” en el periodismo de infiltración de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando se puso de moda que los reporteros y las reporteras se hicieran pasar por camareros o por floristas para conseguir sus exclusivas, y aunque podamos observar su proyección posterior en un sinfín de autores que han llevado la investigación periodística hasta sus últimas consecuencias (su último ejemplo podría ser El muelle de Ouistreham, de Florence Aubenas, donde la periodista francesa simuló ser durante un año mujer de la limpieza), lo cierto es que ese tipo de vida y de escritura sólo pertenece, en rigor, a una persona y se agotó con ella. En las cartas reunidas en El escritor gonzo, Hunter S. Thompson desarrolla las ideas radicales de su modo de enfrentarse a la realidad y a sus representaciones políticas. Unos gramos de ficción son necesarios para combatir precisamente las poderosas ficciones de los políticos, por naturaleza falsamente ejemplares y divididos desde siempre entre la corrupción personal y la corrupción responsable. También la subjetividad radical es precisa para diseccionar la realidad, que no es más que la suma de millones de puntos de vista individuales. Thompson mantiene una interesante dialéctica epistolar con Tom Wolfe, para definir su propuesta como un satélite en la periferia del Nuevo Periodismo, pero en clara conversación con este. Pues tanto el Gonzo como el New Journalism, aunque también alumbraran textos inmensos sobre moteros o Frank Sinatra, son particularmente relevantes en la historia de las ideas del último tercio del siglo XX por el giro que dieron a la representación de la política norteamericana. No se pueden entender las crónicas políticas de Joan Didion o de David Foster Wallace sin esa doble inyección de adrenalina y bisturí.
Durante los últimos años varios autores hispánicos han reivindicado el legado de Hunter S. Thompson, con la paradójica conciencia de que se trata de un modelo inimitable. Por eso cada discípulo ha acuñado su propia marca, su propia etiqueta. Sus propias palabras. En España, la peruana Gabriela Wiener ha definido como “kamikaze” su periodismo en primera persona y el castellonense Robert Juan-Cantavella ha inventado el “Punk Journalism” para escribir El Dorado, probablemente la crítica más afilada a la corrupción urbanística y moral de la Comunidad Valenciana. En Argentina, Cicco defiende su periodismo “border” y Alejandro Seselovsky, que narró en la revista Orsai cómo fue deportado por España tras aterrizar en Barajas con ese objetivo (la deportación), ha puesto la palabra “trash” en el título de un libro. A finales del año pasado se publicó en México la revista Proyecto Gonzo, una antología de “periodismo delirante” coordinada por J.M. Servín, con el siguiente titular: “Sexo a la mexicana y más historias del país de la eterna crisis”. La crisis que ha llevado al norteño Nazul Aramallo a narrar en la revista digital Replicante su experiencia como conejillo de indias para la industria farmacéutica.
Me parece que la palabra clave es esa: “crisis”. Las situaciones excepcionales reclaman medidas excepcionales. Críticas. Lo gonzo trasciende el ámbito periodístico y literario en que nació y se convierte en una categoría crítica de producción de discurso. Una categoría que reclama lo subjetivo, lo emocional, lo pasional, la crítica implacable, la denuncia constante. A diferencia de Hunter S. Thompson y de sus posibles herederos, profundamente individuales, el nuevo gonzo es antología, es propuesta colectiva, es revista digital, es red de contactos. Como diversas “anécdotas” protagonizadas por el autor de Miedo y asco en Las Vegas, las acciones gonzo cuestionan el consenso, lo que se considera aceptable en un momento histórico determinado, lo que es incluso legal. El movimiento Anonymous admite ser leído desde ese gonzo colectivo, el movimiento 15-m admite ser leído desde este gonzo colectivo, desde esa crítica sistemática del sistema que renuncia al protagonismo del sujeto, a la necesidad del liderazgo y, por tanto, a la noción tradicional de autoría. Lo gonzo deviene arbóreo, radicante, descentralizado. Más allá de sus límites y defectos, que son muchos, destacan sus virtudes robin hood: castigar a los poderosos que lo merecen, boicotear a corporaciones y gobiernos abusivos, tratar de pensar un afuera posible al sistema económico y político tal y como está configurado, recuperar la posibilidad de una crítica auténtica, esquivar lo que lleva irremediablemente a la corrupción (la acumulación de poder, el liderazgo de partido), buscar un modo de gestionar la cosa pública que sí sea responsable, comunicar una honestidad que sí sea ejemplar.
Cada época ha codificado sus propios registros óptimos de la verdad. Es decir, en cada momento histórico un tipo u otro de texto, de imagen o de producto audiovisual ha sido percibido como el vehículo idóneo para transmitir la sinceridad, lo cierto, lo real. Durante la segunda mitad del siglo xx, las “malas escrituras” han sido la pauta de esa producción de sentido supuestamente verdadero, contrapuesto a las escrituras academicistas, correctas e hipercorrectas, embellecidas. Como si la antirretórica fuera sinónimo de verdad, mientras que la retórica continuara siendo –siglos después– una forma de la ocultación y el disfraz. Así, el bebop, el arte povera, el estilo beat, el jazz, el periodismo gonzo, ciertos proyectos literarios poscoloniales, la recuperación del arte naíf, el spoken word, el grafiti o el hip hop serían expresiones mucho más verdaderas que aquellas coetáneas que siguen consignas más canónicas, legitimadas de antemano por la tradición. En el lenguaje cinematográfico, el movimiento Dogma fue la reactualización en el cambio de siglo de esa tendencia que recorre, como el doble necesario, todo el arte de la posmodernidad. Los videos caseros y los videos supuestamente caseros se han convertido hoy en día en la norma de la expresión de lo real. Todos somos Dogma. Tanto es así que el género porno que predomina en nuestros días es conocido como “gonzo” y consiste en la filmación en primera persona de una escena sexual. Aunque pervivan las películas profesionales, su importancia en el conjunto de la producción pornográfica es infinitamente menor de lo que era en los años noventa. Lo mismo se podría decir de la crítica literaria, por ejemplo: la progresiva merma de influencia por parte de suplementos culturales y revistas especializadas se ha visto acompañada por la proliferación de blogs, a menudo firmados con pseudónimo, en los que no se respeta la corrección formal y moral tradicional. Las reseñas de esos blogs son a menudo percibidas como más sinceras que las que se publican en papel y con nombres y apellidos, como si el anonimato y el estilo descarnado fueran garantía de objetividad y de honestidad. Lo mismo se podría decir de buena parte de las celebridades televisivas, a menudo provenientes del programa gonzo-popular por excelencia, Gran Hermano, y casi siempre ubicadas en plataformas desde las que juzgar a sus pares; o de la estrategia de la revista Cuore, que al focalizar la celulitis o los pelos de los sobacos de las famosas, se posiciona a la contra de la idealización del resto de la prensa del corazón; o de programas televisivos también españoles como Salvados o como Equipo de investigación, que son herederos del éxito de algunos documentales cinematográficos de Michael Moore. Conectar con la audiencia a través de los mecanismos de representación que ahora percibimos como más fieles a lo real, como si las imágenes de una cámara oculta no fueran sometidas a la disciplina del guión y del montaje igual que el resto.
Las agencias de publicidad, los gabinetes de prensa, los community managers corporativos están obligados a analizar esas tendencias de codificación para asimilar sus tácticas, para vampirizar su retórica antirretórica. Por eso los asesores del Rey decidieron que su video de disculpa tendría la apariencia del gonzo. Si los videos navideños siguen ciertos parámetros institucionales que cualquier español puede reconocer, era importante que pidiera perdón en un video que se identificara inmediatamente como antitético a los “tradicionales”. Un tipo de filmación que tanto el periodismo ciudadano como el documentalismo amateur o el porno gonzo han ido definiendo, en el inconsciente colectivo, como más realista que el realismo, inmediato pese a la inevitable mediación, tan instantáneo como el tweet, mucho más eficaz que la declaración de prensa o el comunicado oficial. Es posible que Guardiola haya sido uno de los últimos personajes públicos en optar por una puesta en escena clásica para anunciar algo que sus contemporáneos comunican con otras fórmulas, cada vez más “normales”.
Por supuesto, todo eso no estaba en el programa de Hunter S. Thompson. Ya he dicho que el auténtico gonzo murió con él. Tampoco estaba en el programa de Lars von Trier. Pero es que Thompson y Von Trier no son ejemplares, sino más bien callejones sin salida. Pero sus casos nos obligan a pensar en que ciertas reacciones al espíritu de la época no son sólo deseables, sino también necesarias. Kerouac, Ginsberg y compañía tampoco eran ejemplares ni responsables, pero la ola conocida como el “movimiento beat” fue sin duda necesaria. La categoría de lo gonzo –pese a su democratización, o precisamente gracias a ella–, porque encontramos su rastro tanto en quienes ponen en jaque al sistema como en quienes lo perpetúan desde la televisión o desde la política, me parece un buen lugar desde el que pensar la crisis económica y social de esta segunda década del siglo xxi. Desde el que narrarla. Porque otros conceptos se están quedando cortos. No crean cortocircuitos ni incendios bonzos, ni siquiera pulsan el pause de la realidad. Para ser totalmente consecuente con esta vindicación de lo gonzo, tal vez tendría que haber escrito este texto en un estilo gonzo. Haber extremado las fórmulas de lo directo, de lo crudo, de la supuesta textura de la fea realidad (“No estamos para ostias”, “CRISIS”, “el pelo de los sobacos”). Pero si lo gonzo puede trascender a Hunter S. Thompson es precisamente porque no es una retórica que pueda codificarse, sino una sintonía, una frecuencia, o mejor aún: una interferencia. La televisión deja de emitir lo previsto durante unos instantes. Jaque que nunca es mate, sino jaque, jaque, una vez más, y otra, jaque, para que el rey tenga que protegerse, cambiar de casilla, ir tapando agujeros. Interrupción. Fogonazo. La libertad, en la forma y en el pensamiento; la independencia utópica; la crítica obligatoria. Desde esa luz podemos iluminar como precursores de lo gonzo ciertos pasajes de la obra de Cervantes, las propuestas de Lawrence Sterne, los caprichos y los desastres de Goya, el esperpento de Valle-Inclán, el humor de Chaplin, las negras Españas que describió Gutiérrez Solana, la autobiografía de Mishima o los gritos de Ginsberg. Y como herederos de lo gonzo, las denuncias de Günter Wallraff las memorias de Reinaldo Arenas, el ensayo en carne propia de Beatriz Preciado o las instalaciones de Santiago Sierra.
Han pasado ya casi dos años desde que Sierra rechazó el Premio Nacional de Artes Plásticas. Mucho se cuestionó aquella decisión. Se puede hablar incluso de polémica: la crisis todavía no había llegado a la prensa y todavía se daban casos que provocaban debate. Por supuesto, nadie tenía razón: ni el artista ni quienes lo acusaron de oportunismo y de incoherencia, porque al tiempo que rechazaba el premio porque no quería vincularse con el Estado español, viajaba por Australia y era invitado por los Institutos Cervantes de la isla continente. Lo que importa es que Sierra volvía a darle al pause, después de haberlo hecho con sus negros fornicadores de blancos y con su pabellón de Venecia en el que sólo podías entrar si enseñabas tu DNI español. En el continuo acelerado, se impone el gesto gonzo, el recuerdo de que no todo tiene una ejecución automática. Los premios por lo general se aceptan, pero también pueden ser rechazados. Las películas y las crónicas no acostumbran a estar narradas en primera persona, pero también existe esa opción. El artista o el periodista no tiene por qué mostrarse indignado, cabreado, harto, pero también tiene derecho a ello. Que cada uno lleve a su terreno lo gonzo, una perspectiva para narrar, criticar, analizar la realidad que no tiene por qué ser ejemplar ni necesariamente responsable, pero que seguramente es más pertinente que muchas otras en estos tiempos tan nuestros: los de la sociedad del malestar.
Lecturas. Hunter S. Thompson, El escritor gonzo (Barcelona, Anagrama, 2012); Florence Aubenas, El muelle de Ouistreham (Barcelona, Anagrama, 2011); Robert Juan-Cantavella, El Dorado (Barcelona, Mondadori, 2008).
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