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El retorno de lo reprimido en el arte y la literatura latinoamericanos.
A la historia del arte del siglo XX le gustan los finales y las resurrecciones periódicas. Algo muere para que nazca otra cosa o resurge de las cenizas transformado, según la lógica dialéctica o recursiva de los posts y los neos que ordena la historia de las vanguardias y el arte moderno. Pero basta pensar en la interminable agonía de la modernidad, sus inagotables embates con la posmodernidad y su actual resurrección, para entender que no es la modernidad lo que ha muerto, ni tampoco en términos prácticos la pintura, ni el autor, ni los medios, sino los sucesivos relatos con los que hemos intentado traducir el arte moderno. La historia del arte es por definición anacrónica y se reescribe en el presente. Porque ¿dónde, cuándo, en qué relato, por ejemplo, murió el surrealismo? ¿Y cuándo, si vamos al caso, murió en América? “Cada época tiene sus surrealistas”, dijo alguna vez Man Ray, y es probable que los efectos de muchos finales forzados estén a la vista. Lo reprimido retorna.
Relegado en las cruzadas formalistas de los modernos y en el bazar irreverente de los posmodernos, convertido en cadáver exquisito o antigualla kitsch, banalizado por el idealismo ingenuo o el esoterismo pueril, el surrealismo ha conseguido probar su resistencia en obstinados retornos, como si a pesar de los muchos esfuerzos por encauzarlo en la historia del arte del siglo XX, dejara siempre un resto irracional –elusivo, informe, proteico– que escapa a sus sucesivos intérpretes. “Dando vida a la poesía ciega a través del desorden impersonal y el azar”, escribió Bataille en el 47, “el surrealismo sobrevivió a las muchas ordalías que atravesó”. Y también: “Aunque sus formas son a menudo discretas, el surrealismo, sin duda, no ha muerto”. El surrealismo retorna en las últimas décadas del siglo XX, sin duda, ineludible en la genealogía de la impureza de los medios, imperativo en la indagación de las relaciones del arte con el deseo, el azar y el misterio, referencia obligada en la obra de Duchamp o de Bataille, sus figuras más aviesas, más pródigas y quizá más certeras.
En los recuentos retrospectivos del arte y la literatura latinoamericanos, sin embargo, el surrealismo sólo ha despertado desdén, sospecha o incomodidad, como si con la misma velocidad con que floreció a comienzos del siglo, hubiese borrado sus lazos con el presente, para ser exhumado de tanto en tanto como objeto histórico, profilácticamente clausurado en el pasado. Ese destino no parece ajeno a la relativa pobreza de sus herederos más ortodoxos, pero sobre todo a una batalla defensiva más reciente que intentó liberar el arte y la literatura de América Latina de los estereotipos de “exotismo”, “primitivismo” e “irracionalidad” que, por debajo de los fatigados conceptos de lo fantástico, lo real maravilloso, el realismo mágico y sus relaciones contenciosas con el surrealismo, habían definido su singularidad estética desde afuera y desde dentro del continente. Es cierto que la familiaridad conceptual entre el surrealismo esencial que Artaud y Breton descubrieron en México y la “maravilla” con que Carpentier y García Márquez definieron la “realidad desaforada” de América derivó en una definición equívoca de la identidad cultural y estética latinoamericana pero la condena defensiva de ese esencialismo reductor, mirada en perspectiva, parece haber funcionado como intempestiva acta de defunción del surrealismo. De la reacción surgió un relato alternativo de la modernidad en América Latina que borró sus huellas contaminantes y privilegió estratégicamente otras peculiaridades estéticas, saneadas de todo contacto con lo primitivo, lo exótico y lo irracional: la abstracción geométrica de los cincuenta, por ejemplo, o el conceptualismo político de los sesenta y los setenta. La empresa crítica fue oportuna en los noventa cuando no sólo Frida Kahlo y García Márquez sino también sus sucedáneos degradados seguían monopolizando las visiones del “otro” latinoamericano, pero ese movimiento defensivo parece haber sepultado el legado todavía vivo del surrealismo y sus reapropiaciones más inesperadas.
También en el arte y la literatura argentinos, el menosprecio del formalismo modernista tuvo efectos claros en los recuentos de las últimas décadas. Es cierto que con algunas notables excepciones las poéticas más declaradamente surrealistas no consiguieron apartarse de un epigonalismo sin herencia perdurable, pero el surrealismo revivió transfigurado en las lecturas de Cortázar de fines de los cuarenta y en su obra narrativa de los sesenta, y puede que radique ahí, finalmente, la distancia insalvable que lo separa de su “otro” en los enfrentamientos canónicos: Borges miró con desdén al surrealismo, ajeno a su nominalismo filosófico y al intrínseco rigor que demandaba al arte narrativo. En una de las típicas dicotomías vernáculas, la crítica argentina dirimió el enfrentamiento en los ochenta con la supremacía de Borges y el progresivo descrédito de Cortázar, reduciéndolo junto con su fe en el azar objetivo y sus figuras –su irracionalismo– a “episodio fundamental de la iniciación literaria”. Rayuela, su novela bretoniana y duchampiana por antonomasia, se archivó en el canon argentino como novela “inane para convertirse en modelo de la narrativa futura”, “suma y divulgación de lo acumulado por las vanguardias, sumada ella misma a las utopías revolucionarias”, “voluntarista y juvenil” como lo habían sido muchas vanguardias.
Los efectos de esa sentencia lapidaria perduran hasta hoy. Aunque César Aira ha hecho explícita su filiación surrealista en ensayos y entrevistas, y ha hecho del azar, la escritura automática y el ready-made los centros fulgurantes de su imparable “continuo” de novelitas, el surrealismo brilla por su ausencia en las lecturas críticas, como si la sola mención empañara su maravilla. (“¿Le da pudor reconocer que el surrealismo y el dadaísmo son escuelas inagotables para usted mientras que para muchos están superados?”, le preguntó no hace mucho una periodista.) “El movimiento surrealista”, ha dicho Aira entretanto, “dio pocos escritores de primera línea, pero fue una formidable empresa de recuperación de libros y autores, y de relecturas enriquecidas, desde la novela gótica a Raymond Roussel, pasando por los románticos alemanes, y por Lautréamont, que es en definitiva mi escritor favorito. El tesoro de lecturas que me propuso el surrealismo fue incomparable. Aunque debo decir que mi verdadero maestro de lectura fue Borges, que se espantaría de verse citado en el mismo párrafo junto al surrealismo”. Fue Borges, sin duda, el mayor artífice del descrédito del surrealismo en la tradición argentina, funcional a la creación de sus prodigiosas ficciones que, en un movimiento doble que alguna vez habrá que estudiar en detalle, abrieron nuestra tradición a “todo el universo”, pero a la vez la limitaron a los mandatos implícitos de sus propias elecciones estéticas.
En América Latina, en cualquier caso, el surrealismo es un episodio histórico cerrado, confinado a los anaqueles del archivo. Pero basta atender a los comienzos de algunos de los escritores y artistas más renovadores de las últimas décadas para descubrir que la historia podría contarse de otra manera, recomponiendo las redes de un surrealismo clandestino, movido todavía por la pasión de lo real que marcó las grandes revoluciones estéticas del siglo, germen de un arte errante, desarraigado y portátil que quiere volver a conjugar el presente y la intensidad de la vida mediante la gracia generativa del azar, convertir el exceso negativo del dolor del mundo en exceso afirmativo, y disolver a su paso las fronteras políticas. “Se trata”, así define Alain Badiou la búsqueda de Breton en El siglo, “de saber cómo puede la vida real asegurar con su fuego la combustión creadora del pensamiento”. La historia de ese legado se trama subterráneamente al margen de los “ismos” oficiales, ajena a la magia exótica del boom pero también a la magia simpática de Borges, y podría empezar, de hecho, con dos frases de Breton escritas en 1922: Lâchez tout. Partez sur les routes. O mejor: “Déjenlo todo. Láncense a los caminos”.
Comienzos. Setenta años más tarde, en 1992, el peruano-mexicano Mario Bellatin se lanza a los caminos y a la literatura, contando a su modo la muerte del poeta y pintor surrealista peruano César Moro. “El personaje del libro Efecto invernadero”, escribe en Underwood portátil, un breve recuento personal de título gráfico, “llevó toda su vida una existencia de artista errante”. Y no parece casual que como Moro, que fue de Lima a París, de París a Lima, de Lima a México, de México a Lima otra vez, y materializó los saltos en el collage y la pintura surrealista, en la lengua extranjera de su poesía y en juegos de palabras sin fronteras lingüísticas fijas, Bellatin haya buscado una identidad más lábil en el montaje, en la “traducción” de la voz propia, y en el “entre dos” del texto y la imagen. En el ir y venir entre México, Perú, Cuba, Perú y México otra vez, convirtió las ochocientas páginas de la primera versión de la novela en una nouvelle de escritura ceñida, fragmentaria y distante, que es el punto de partida de su conversión de la forma novelística en una suerte de arte de instalación, que abre el género al diálogo con la fotografía, el teatro y la performance, para que en el espacio ampliado de la ficción aflore la belleza convulsiva de lo siniestro.
También los comienzos del chileno emigrado a México y más tarde a España Roberto Bolaño, meteórico clásico de la nueva narrativa latinoamericana, son elocuentes. En “Últimos atardeceres en la tierra”, un relato publicado en 2001, B. sale de vacaciones a Acapulco con su padre desde el DF de México. B. es Bolaño o su álter ego Belano a los veintidós años, como lo señalan los claros indicios autobiográficos que se diseminan en el cuento, entre los que destaca el libro que B. lee durante el viaje y puntúa la peripecia sórdida y evanescente del relato, la Antología de poetas surrealistas de Aldo Pellegrini. B. mira las fotos de los surrealistas franceses y lee los poemas –“le gusta Desnos, le gusta Éluard”– pero queda fijado en la biografía de un surrealista menor, Gui Rosey, que llega a Marsella en el 41 a la espera de un salvoconducto para América pero desaparece sin dejar rastros. Hacia el final del relato B. “se ve a sí mismo como Gui Rosey”. Es el 75 en el cuento, año en el que Bolaño junto con Mario Santiago Papasquiaro –Arturo Belano y Ulises Lima en la hiperquinética Los detectives salvajes– fundan el grupo infrarrealista, los “real visceralistas” de la novela. El manifiesto del grupo que Bolaño redactó al año siguiente es una clara invitación a reeditar el mandato bretoniano desde el título, “Déjenlo todo nuevamente”, y a recuperar “las vanguardias descuartizadas en los sesenta”: “El verdadero poeta es el que siempre está abandonándose”, escribe Bolaño. “Nunca demasiado tiempo en un mismo lugar, como los guerrilleros, como los ovnis, como los ojos blancos de los prisioneros a cadena perpetua”. Por si la matriz surrealista de la empresa no hubiese quedado suficientemente clara, insiste hacia el final en mayúsculas de imprenta: “DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE”, “LÁNCENSE A LOS CAMINOS”. Es la consigna inaugural de un arte de la errancia, entregado a una fuerza cinética que lleva a borrar el origen para favorecer una multiplicidad de arraigos simultáneos o sucesivos, traducidos en proliferación desaforada de espacios y de relatos en sus sagas transatlánticas Los detectives salvajes y 2666. Es también el salvoconducto para apartarse de las vanguardias institucionalizadas, de Octavio Paz, del boom y sus remanidas maravillas.
A las calles de la ciudad de México y del mundo se lanza también otro trotamundos a principios de los noventa, el belga-mexicano Francis Alÿs, munido de un “juguete urbano”, un perrito magnetizado con el que se pasea por el DF hasta dejarlo recubierto de clavos retorcidos, alambres, tapitas de botellas y otros restos metálicos. Inaugura con su Colector una serie de caminatas-relatos documentados, un nuevo género de acción-ficción urbana con el que intenta reencantar el junkspace de la ciudad empobrecida y caótica, infiltrando relatos reales con ecos claros del dépaysement del flâneur surrealista, aclimatado en el postapocalipsis latinoamericano. El humor dadá, la economía poética magritteana y el puro gasto improductivo batailleano revivirán muy pronto en sus “máximos esfuerzos con mínimos resultados” y en sus intervenciones urbanas en las que “A veces hacer algo poético puede volverse político y a veces hacer algo político puede volverse poético”.
Más o menos por entonces, en el 91, el mexicano Gabriel Orozco duplica sus recorridos urbanos en un artefacto curioso. No sólo se lanza a las calles sino que echa a rodar una esfera de plastilina construida con su propio peso, Piedra que cede, autorretrato móvil con ecos de la cultura maya, que es también correlato estético de una identidad elidida en un objeto poroso y un recorrido abierto al mundo que no impone sino que recibe y cede. Una cita de Rayuela, copiada junto a una imagen del sistema solar en su primer cuaderno de notas (“Buscar era mi signo”, “Soy de los que salen de noche sin propósito fijo”), resume bien la centralidad del movimiento en su obra que, en la abundancia de esferas, elipses y círculos, adquiere dimensión cósmica. “Planeta Wander Divagar”, anota el joven Orozco junto a la cita de Cortázar. “Si la tierra está divagando, ¿Por qué tú no?” Arte y vida se entrelazan desde entonces en un vaivén entre las casas estudio de Nueva York, París, ciudad de México y la casa observatorio en la costa de Oaxaca, para emprender desde allí una serie de prácticas “divagatorias” en las calles, pequeños gestos o lazos en los intersticios del paisaje urbano que activan conexiones, nuevos sentidos, y extrañan la percepción anestesiada por la costumbre.
Los comienzos de Bellatin, Bolaño, Alÿs, Orozco, pero también los de los argentinos Liliana Porter o Jorge Macchi, son reveladores. ¿Qué los reúne si no el deseo de liberar al arte de la racionalidad utilitaria, mediante formas que abrevan en “la disponibilidad”, la “sed de vagabundear al encuentro de todo” de la que habló Breton, y abiertas a través del azar a una realidad sin fronteras fijas? En los últimos años de su vida, recuerda Bolaño en un breve homenaje a Nicanor Parra escrito en los noventa, Breton habló de la necesidad de que el surrealismo pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y las bibliotecas. “¿Pasó realmente el surrealismo a la clandestinidad?”, se pregunta más tarde en “Conjeturas sobre una frase de André Breton”. “¿En qué se transformó el surrealismo clandestino a partir del 65?” Las preguntas, por algún motivo, no se formulan en francés en los grandes centros del parnaso surrealista, sino en América Latina, en el español híbrido de un chileno emigrado a México y a España.
De Dadá al surrealismo clandestino. Déjenlo todo nuevamente. Láncense a los caminos: la clave del legado surrealista en América está en el “nuevamente” del manifiesto juvenil de Bolaño, un llamado a volver al desarraigo que vertebró sus sucesivos avatares y los exilios forzados de las grandes guerras, inspiradores de formas lábiles que desestiman la pureza de los medios, atraviesan las fronteras y desdibujan las identidades nacionales. “Debemos ser nómadas”, recuerda Breton que decía Picabia, “atravesar las ideas como se atraviesan los países o las ciudades”. Del internacionalismo dadá y la promenade bretoniana al ready-made de Duchamp o las entre-formas de Picabia, el surrealismo se nutrió de un profundo sentido de dislocación traducido en azar objetivo y encuentros insólitos, cintas de Moebius que permiten atravesar los límites conocidos y las oposiciones a primera vista infranqueables. Basta pensar en los recorridos de Nadja, en la Escultura de viaje con la que Duchamp se embarcó a Sudamérica en 1918, en su Ready-made infeliz, en el que “la seriedad de un libro lleno de principios” (un libro de geometría a ser colgado en un balcón) se aniquila en París por escrito desde Buenos Aires, o en su museo portátil, la Boîteen-valise, adaptable al desplazamiento geográfico y por lo tanto capaz de autonomizarse de las instituciones del arte y el dominio fascista. El mismo Duchamp diseña la tapa del número 2-3 de VVV (1943), la revista de los surrealistas exiliados en Nueva York, con una ilustración enigmática que es casi una profecía. En la imagen del mundo asolado por la muerte destaca por algún motivo un rincón remoto del globo: Sudamérica.
Más o menos por entonces Cortázar prepara su arsenal estético y crítico para la ambiciosa empresa de revitalizar la búsqueda surrealista por otras vías. Mientras Carpentier anuncia su distanciamiento definitivo del movimiento, Cortázar publica en Sur “Muerte de Antonin Artaud” (1948) y un año más tarde “Un cadáver viviente”, una defensa encendida del surrealismo –“vivísimo muerto”– contra cualquier signo aparente de defunción a pesar de los cismas, la domesticación de su revolución en el museo y en los “ismos” de los académicos. Afincado definitivamente en París en los cincuenta, convierte la experiencia del exilio insuflada de búsqueda surrealista en artefacto novelístico vanguardista. Y aunque en su flânerie parisina la novela es un claro homenaje a Nadja, al modo de la Escultura de viaje o la Boîte-en-valise duchampianas, Cortázar concibe en Rayuela un ingenioso dispositivo narrativo (cifrado en el “Tablero de dirección” que abre la novela) y una biblioteca portátil miniaturizada en los “capítulos prescindibles” que permiten desplazarse de París a Buenos Aires en el relato, y de una cita de Musil o Malcolm Lowry a otra de Lezama Lima o Cambaceres, eficaces versiones performativas del pasaje entre dos culturas, dos espacios y dos tiempos discontinuos, con los que el escritor puede estar de este lado y también del otro lado. El “lector cómplice” es invitado a perderse en el descalabro espacial, temporal y cultural que, en la peripecia o en la biblioteca, lo lleva de aquí para allá, y a poner en acto durante la lectura la contingencia de la nacionalidad y la identidad. Promenade, azar objetivo, belleza convulsiva, máquina célibe, laberinto batailleano: Rayuela amplió definitivamente los límites del género con un relato espacial que transformó las fronteras en pasajes, reavivó la conexión del arte con la intensidad del presente y abrió para el arte de América una vía alternativa a los esencialismos, los nacionalismos y los latinoamericanismos estratégicos.
Los efectos liberadores de esa novela “artefacto-radicante” (el neologismo gráfico es de Nicolas Bourriaud), que se alimenta de arraigos sucesivos y simultáneos, y no hibrida culturas sino que crea formas capaces de mantener la tensión de sus polaridades, pueden recuperarse en muchos escritores y artistas latinoamericanos, pero es quizás en la obra de Roberto Bolaño donde se transmutan en formas más inesperadas. No hace falta listar sus muchas referencias solapadas y explícitas a Cortázar (“para nosotros Dios nuestro señor”, dice en una carta) para descubrir en ese lazo una vía privilegiada del surrealismo clandestino del que hablaba Bolaño. Basta recordar el nombre de la revista que Bolaño publica junto con Bruno Montané en Barcelona en los ochenta, Berthe Trépat, un claro homenaje a Cortázar, que la primera novela escrita por entonces, más tarde Monsieur Pain, es a juicio de Bolaño “lo que Crevel no alcanzó a hacer”, o que el real visceralismo es en Los detectives salvajes la “Sección Mexicana Surrealista”, Arturo Belano “el André Breton del Tercer Mundo” y Ulises Lima “el hermanito menor de Vaché”. “Decir que estoy en deuda permanente con la obra de Borges y Cortázar es una obviedad”, escribe Bolaño a propósito de Los detectives salvajes, una obviedad bastante singular, si se piensa que ningún otro escritor latinoamericano, y ni siquiera un escritor argentino, ha conseguido afiliarse a ese doble linaje y amalgamarlo con igual soltura.
Bolaño recupera la pasión libresca de Borges –la biblioteca infinita, los escritores excéntricos, la traducción y el apócrifo– y recrea sus operaciones conceptuales pero, como el joven lector de la Antología de Pellegrini, cifra el misterio poético menos en las obras que en las vidas de escritores (aunque casi todos sus personajes son poetas o escritores, nunca sabemos qué escriben), y encuentra una forma en sus alucinados recorridos por el mundo: la caja-valija de relatos. Multiplicando hasta el vértigo las historias de vidas errantes, documentando el azar de las derivas, los encuentros y desencuentros, interpolando con el relato de los sueños las peripecias diurnas, espera alcanzar ese “punto supremo” en que la vida real asegura con su fuego “la combustión creadora del pensamiento” y las fronteras, cortazarianamente, se diluyen.
Más coral, autobiográfica y latinoamericana en Los detectives salvajes, más facetada, metafísica y universal en 2666, la novela-caja-valija de relatos de Bolaño embarca al lector en un torbellino narrativo que lo deja girando en falso de un lado al otro del Atlántico, saltando de un género a otro, de una tradición a otra, de una voz y una variedad del español a otra, atando cabos de enigmas inconducentes, empujado por una fuerza entrópica que se consume en el puro movimiento con la ilusión de que la vida se cuele en el flujo. En 2666, sin embargo, el movimiento encuentra un vórtice en el que confluyen las cinco partes descoyuntadas de la novela, sólo a primera vista anudadas por el enigma del paradero del escritor Beno von Archimboldi. El infierno de los 109 asesinatos de mujeres irresueltos de Santa Teresa –doble ficcional de los más de 300 asesinatos del infierno real de Ciudad Juárez en la frontera entre Estados Unidos y México–, la irracionalidad del mal inventariada con precisión forense en un ready-made macabro de 352 páginas, la desmesura del horror y los enigmas policiales irresueltos pormenorizados en el archivo documental más perturbador que la literatura recuerde, sacuden el artefacto y aniquilan cualquier intento racional de ordenar el caos de la experiencia. El libro de geometría que, siguiendo los pasos de Duchamp y su Ready-made infeliz, un profesor chileno exiliado en Santa Teresa ha colgado en el tendedero de ropa “para ver si aprende cuatro cosas de la vida real” cobra sentido. Duchampianamente, Bolaño ha tendido su artefacto novelesco a la intemperie de la literatura para que el viento del presente lo sacuda y liquide de una vez la fe de Occidente en la razón. La flânerie bretoniana, el ready-made y el laberinto de Cortázar se trasforman en un laberinto narrativo real visceralista que quiere asediar lo real con relatos, hasta que muestre su descalabro arcimboldiano de vísceras.
“Creo que la esencia del surrealismo”, dijo Bataille hacia el final de su vida, “es una especie de ira”. “Ira contra el estado actual de las cosas. Contra la vida tal como es.” No conozco mejor definición de la literatura de Bolaño y de un surrealismo subterráneo que, por qué negarlo, sigue vivo en un arte errante que horada y amplía las fronteras de América Latina.
Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Totloop (2003), film 16 mm. Marcel Duchamp, VVV: Almanac (1943), tapa del número 2-3 de la revista VVV, cortesía del Getty Research Institute.
Lecturas. Este artículo es una versión abreviada del ensayo presentado en el encuentro “Vivísimo muerto: Debates on Surrealism in Latin America”, realizado en junio de 2010, en el marco de un proyecto de investigación organizado por el Getty Research Institute de Los Ángeles. Las citas de Georges Bataille pertenecen a The Absence of Myth. Writings on Surrealism (Londres, Verso, 1994). Mari Carmen Ramírez analizó las relaciones de “lo fantástico” en el arte latinoamericano y el surrealismo en “Beyond ‘The Fantastic’” (Art Journal, 51-4, 1992). Los juicios críticos sobre Rayuela pertenecen a la Breve historia de la literatura argentina de Martín Prieto (Buenos Aires, Taurus, 2006) y a Escritos sobre literatura argentina de Beatriz Sarlo (Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2007). La cita de César Aira fue extraída de “Asimetrías”, una conversación con Benjamin S. Johnson, reproducida en la web. La obra de Roberto Bolaño ha sido publicada por Anagrama.
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