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Sobre la obra narrativa de Sergio Pitol.
En una tarde que podemos imaginar bañada por la luz mediterránea, Platón consideró que todo conocimiento es una forma del recuerdo. Aprender, adentrarse en el misterio de las cosas, significa establecer contacto con una luz que regresa.
La sabiduría entendida como recuerdo es una estimulante señal de alerta para una especie distraída que olvida demasiadas cosas. Alguna vez, en una edad primera, conocimos secretos que dejamos escapar como la arena del tiempo.
Desde nuestro movedizo presente cuesta trabajo entender las novedades y los inventos como una forma del recuerdo. Sin embargo, la idea platónica de la memoria se aplica sin pérdida a cada biografía. Quien recuerda sus días hace algo más que repetirlos: se conoce en ellos, descifra enigmas psicológicos que no fueron evidentes cuando ocurrieron como hechos.
La obra de madurez de Sergio Pitol se ha basado en los reveladores trabajos del recuerdo. Sus más recientes libros, El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena, integran una Trilogía de la Memoria. En esas páginas, el narrador no regresa a un entorno que domina de antemano; por el contrario, asume los recuerdos como descubrimiento.
Si algunos escritores comunican lo que ya conocen, Pitol, como Onetti, busca conocer a través de la escritura. Sus tramas exploran algo que puede estar ahí pero sólo cobrará certeza al entrar en contacto con otros materiales.
Pitol recorre la barroca vegetación veracruzana, una torcida calle de París o un embarcadero veneciano con el propósito de llegar a zonas extraviadas que tienen un vínculo secreto con el presente. La operación decisiva es establecer correspondencias. No en balde El arte de la fuga comienza con un lema equivalente al “only connect…” de Forster: “Todo está en todas las cosas”. El procedimiento se parece mucho al de un sueño dirigido. El memorialista sabe que los recuerdos son gregarios y ocurren en copiosa compañía. Una vez desatado el tren de las asociaciones, el autor alcanza territorios imprevistos y que sin embargo forman parte de una experiencia anterior.
Quien recuerda de este modo sigue una ruta que sólo en parte es determinada por él. En los momentos de hallazgo sobreviene la autonomía del recuerdo. Al volver a Cuba hace un par de años para someterse a un tratamiento médico, Pitol recuperó su primera estancia en la ciudad, marcada por festivos vagabundeos nocturnos que lo llevaron a un punto de extravío: de pronto, el joven Pitol se encontró en una calle y descubrió que tenía puestos los zapatos de otra persona. La imagen sirve de metáfora para su escritura: el narrador se sorprende a sí mismo en una encrucijada donde avanza con zapatos ajenos. Recordar significa en este caso reconocerse como otro.
En El mago de Viena Pitol sostiene que la auténtica lectura es la relectura: la voz del camino de regreso es más fuerte que la del camino de ida. Lo mismo ocurre con las situaciones vividas. El joven Pitol se pierde en la ruidosa noche de La Habana sin saber que eso será literatura; sólo al recordar, las antiguas vivencias adquieren un peso significante: el cronista advierte, deslumbrado, lo que ha sido en otras circunstancias; se redescubre, convertido en personaje, bajo la luz que regresa.
El arte de la fuga registra con voracidad nemotécnica viajes, sueños, lecturas, hipnosis y otras formas del autoconocimiento. Todos estos recuerdos dependen en mayor o menor medida de las gestiones de la fortuna. Con los años, Sergio Pitol, supersticioso eminente que toca madera ante la mención de cierto nombre y no se sienta a las mesas de trece personas, ha convertido el azar en sistema creativo. En El mago de Viena esta técnica recibe un nombre que vale la pena tomar en serio: “el salto alquímico”.
Conocer a través de la memoria implica un atrevimiento. El olvido tiene facultades terapéuticas; procura el sosiego, la tranquilidad de lo que se diluye. ¿Vale la pena alterar ese necesario acervo de cancelaciones? Pitol se somete a arriesgado careo con lo que quizá convenía olvidar. Si en la infancia anhelaba una invisibilidad protectora, en la madurez ha buscado “una voluntad de visibilidad, un corpúsculo de realidad logrado por efectos plásticos, pero rodeado de neblina” (El mago de Viena). Nada es seguro en el proceso. El narrador cree ir en pos de un tema y da con otro. De ahí el salto alquímico, la transformación del recuerdo en una materia diferente, un terreno donde el protagonista se transfigura al recordarse. El fenómeno es el opuesto al del déjà vu. El narrador no percibe lo nuevo como ya vivido: regresa a un pasado intervenido por el presente. En este código de asociaciones sólo la memoria imaginada, lo que ocurre por segunda vez, vale como literatura.
En su libro Piramidi di tempo, Remo Bodei asegura que el déjà vu ocurre como un sueño al revés: “Mientras que al soñar se confunde una alucinación con la realidad, en este último caso [el del déjà vu] se confunde la realidad con una alucinación”. Me he servido de la expresión “sueño dirigido” para aludir a la peculiar técnica de Pitol, un pacto entre lo real y lo alucinatorio que depende en idénticas dosis de la voluntad y del azar.
No es casual que uno de sus más socorridos recursos sea el desdoblamiento en tercera persona, la franca admisión de que busca una intimidad que escape a las claves privadas y le permita ser personaje, sustancia legible. Domar a la divina garza comienza de manera emblemática con la descripción de un novelista: “Un viejo escritor se prepara a iniciar una nueva novela”. Poco a poco queda claro que se trata del autor del libro que el lector tiene en las manos: “El viejo novelista, fatigado e inseguro, que nos ocupa, inició la segunda mitad de la sexta década de su vida escribiendo una novela: Domar a la divina garza”. Pitol declara sin ambages que es un personaje que escribe un libro; de manera aun más sugerente, al hablar en primera persona se desconoce, se sorprende a sí mismo.
En su búsqueda de recuerdos desechados, Pitol suele volver a su pasión primera, el teatro. Domar a la divina garza depende de una curiosa dramaturgia. Un personaje exasperante irrumpe en una casa de Tepoztlán. La lluvia le sirve de pretexto para quedarse ahí más de lo debido. En esa convivencia forzosa lanza su propio chaparrón, una perorata donde los recuerdos se confunden con el delirio. Los otros no tienen más remedio que escucharlo. Las confesiones se convierten en una incontenible montaña rusa: cada frase es una posibilidad de abismo, pero detenerse implica acabar el juego.
Esta puesta en escena ofrece una variante extrema del teatro de la memoria. Pero incluso en sus ensayos Pitol acude a recursos teatrales. En El arte de la fuga recuerda las versiones discordantes que en su infancia recibió de José Vasconcelos. Su análisis del Ulises criollo comienza con las distintas interpretaciones que sus tíos hacían a la hora de la cena y el halo de misterio con que rodeaban al maestro trágico de México. Para Pitol, la lectura es una mezcla de olvidos, redescubrimientos, distorsiones, sobreinterpretaciones, falsas atribuciones, un tejido tan vital y contradictorio como las opiniones que sus tíos tenían de Vasconcelos.
Esta forma de leer se hace extensiva a su memoria. Pitol no escribe porque recuerde algo: escribe para recordarlo. El viaje es una investigación del pasado, una puesta en duda de lo que le ocurrió hace bastantes años en la Unión Soviética. Hay circunstancias básicas que no ha olvidado: quién lo invitó, adónde fue, qué cosas dejó de ver. Sin embargo, al contrastar el recorrido con ciertas lecturas (el diario ruso de Walter Benjamin, la biografía de Marina Tsvietáieva) y al buscar situaciones que permitan una literatura fársica (la transcripción de un sueño donde Pitol es un excelso bailarín, la descripción a un tiempo onírica e hiperrealista de una letrina pública) el viaje adquiere otras posibilidades: el parco recorrido original se reviste de un resplandor que hasta hace un momento no estaba ahí. El memorialista resume su artificio con un aforismo: “La inspiración es el fruto más delicado de la memoria”. Procurar esa inspiración es cuestión de técnica.
El hombre que recuerda depende de la fortuna tanto como del deseo de hallarla; de pronto, un cruce de circunstancias trae la lumbre reveladora. Hay que andar con tiento para no provocar incendios. Pitol es consciente del carácter culturalmente conflictivo de la memoria. No es de extrañar que se ocupe de mujeres amnésicas en El mago de Viena. En el pasaje que da título a este libro, imagina una exitosa novela light, que le interesa por su trama desaforada y porque su impacto permite calibrar el sentimentalismo de la época. Perder la memoria equivale a perder la identidad. Esto se vuelve dramático para las señoras de alta sociedad que protagonizan la novela imaginada por Pitol. Como no todas las identidades valen la pena, un gurú new age (el Mago de la calle Viena, en Coyoacán) diseña un tratamiento que infunde falsos recuerdos y dota a las mujeres más insulsas de un pasado de fábula. Satisfechas ante lo que nunca fueron, las clientes se aman a sí mismas en esa identidad de alquiler. La moraleja es obvia: ninguna terapia supera a la de hacer genuino lo imposible.
Si en Domar a la divina garza Pitol se sirve de recursos de la comedia y aun del teatro de revista para desatar locos recuerdos, en el texto que da título a El mago de Viena se apoya con ironía en el melodrama. En ambos casos se exagera un procedimiento que atraviesa toda su literatura: buscar el pasado para inventar hacia atrás. Recordar, como quería Platón, es conocer, pero también corregir, aceptar memorias ajenas como propias, entender la realidad como espejismo. Al recuperar la errancia de Enrique Vila-Matas por Asjabad, Pitol plantea un episodio del que no hay otro registro y sólo puede evocarse con trucos memoriosos parecidos a los pases mágicos.
Al igual que el protagonista de El desfile del amor, Pitol entiende que la verdad más honda no está en los tratados de historia sino en la ficción. Con Juan José Saer comparte la certeza de que la novela no es una forma de la mentira, sino de lo inverificable. La ficción encuentra otro modo de ser cierta. Los trabajos de la memoria revelan que quien repasa los sucesos no es el mismo que los vivió, y quien relee no es el mismo que leyó. De esta alteración sutil depende el salto alquímico.
En el siglo XVI, el sacerdote dominico Giordano Bruno pagó en la hoguera el precio de entender la memoria como un proceso mágico. Aunque Pitol enfrenta una era menos asustadiza, no hay duda de que su viaje ha sido intrépido. Uno de los rasgos más peculiares de su introspección es que no podía ser solitaria. El narrador se busca a sí mismo sólo en la medida en que implica a los otros. El tejido amplio de sus recuerdos son las voces de la tribu. Un pasaje de “El oscuro hermano gemelo” resume su ética y su estética: “Un novelista es alguien que oye voces a través de las voces. Se mete en la cama y de pronto esas voces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas características, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por el contrario, a las Musas el haberle transmitido esas voces sin las cuales se sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida”.
Pitol ha perdido bufandas en todos los rincones del planeta y ha encontrado recuerdos en cada uno de esos sitios. Su gesto de distracción es imitable, no sus resultados. Una fotografía, un ladrido en la noche, el encuentro con un comensal en una mesa, activan un tenue recuerdo en Sergio Pitol, el germen de una trama. “Lo demás”, como diría su admirado Henry James, “es la locura del arte”.
Imágenes [en la edición impresa]. Richard Tuttle, B 1, 1981, p. 15; G 1, 1981, p. 16.
Lecturas. Sergio Pitol (Puebla, México, 1933) ha vivido perpetuamente en fuga. Fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Recibió el Premio Herralde de Novela en 1984, el Premio Juan Rulfo en 1999 y el Premio Cervantes en 2005. De su nutrida obra narrativa se mencionan aquí El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005), todos publicados en Barcelona por Anagrama. Piramidi di tempo. Teoria e storie del déjà vu de Remo Bodei fue publicado por Il Mulino en Roma, en 2006.
Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) recibió el Premio Herralde en 2004 por su última novela, El testigo (Barcelona, Anagrama). Ha publicado las novelas El disparo de argón (Madrid, Alfaguara, 1991) y Materia dispuesta (Madrid, Alfaguara, 1997), la colección de cuentos La casa pierde (Madrid, Alfaguara, 1999) y una selección de ensayos literarios, Efectos personales (Barcelona, Anagrama, 2001).
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