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El ritmo del spleen

LITERATURA

 

La traducción de clásicos de otras lenguas es una de las grandes fuentes de agitación y cambio de toda literatura; se dice que cada generación debería actualizarla. El autor de la más reciente traducción al castellano de Las flores del mal reflexiona aquí sobre la actualidad de Baudelaire –crítica del ideal lírico romántico, concepción del ritmo como forma de la historia y del poema como un arte de las circunstancias– y sobre los motivos de algunas decisiones.

 

Las personas serias son, ante todo, inmorales.

Pasolini

 

Valéry, en “Situación de Baudelaire”, hace notar que hasta Las flores del mal la poesía francesa había permanecido muy poco apta al gusto extranjero; que antes de Baudelaire ninguna obra poética escrita en francés había generado tanto interés y renombre de traducción. Cierto: en la historia de “traducción” de Las flores del mal hay nombres de inmediato y acreditado prestigio: Swinburne, D’Annunzio, George. La hipótesis de Valéry es doble; de una parte asigna ese valor, más que a la perfección formal y el magisterio poético de Las flores, a la potencia crítica cuyo objeto de reacción concierne a la organización del ideal romántico, a la creencia de que el ritmo poético se funda en la naturaleza de la idea; y de otra, al hecho de que la crítica baudelairiana cobra fuerza, se formaliza precisamente alrededor de un acontecimiento de traducción: las versiones de Poe. En el encuentro con Poe (que Baudelaire hizo también extensivo a otra lectura suya: Joseph de Maistre) y en la distancia con el programa romántico.

Para ir rápido, sin prescindir de la proposición de Valéry acerca del valor de la crítica, aunque forzándola: Baudelaire trabaja contra el mito del genio poético de la lengua. No se suma al culto de una presunta esencia poética del lenguaje, una lengua original, unida en sus partes y redimida en la armonía musical de la buena naturaleza (la buena sexualidad, la buena sociedad). Baudelaire se puso afuera del partido que quiere “habitar poéticamente el mundo”. En esa exterioridad, que es una alegría balzaciana contra la ilusión literaria, ahí, se escucha el tono que presenta el teatro histórico, los cuerpos, consumiéndose. Las viejecitas. Ritmo despierto, amoroso. El movimiento que en Las flores del mal es el ritmo del spleen. Que no es elegíaco, porque no lamenta ninguna desgracia. Ni lírico, porque “fatalmente todo lírico busca un paraíso perdido” (Baudelaire, “Théodore de Banville”). Es una voz fuerte, dominante. Pero como la composición requiere de otro movimiento, para establecerse en una representación doble, también se escucha la debilidad, el tiempo del ideal poético. La comicidad del albatros, arrastrándose. Spleen e ideal, con dominante en spleen. Leído en la “arquitectura” del libro, este ritmo binario que cesura Las flores del mal se alterna poema por poema, en el interior de cada poema, en la marcha particular de la sintaxis de los versos, para finalmente resolverse, derivar, en el vitalismo de lo nuevo, dicho ante la “vieja capitana”, cuerpo a cuerpo con la muerte prosaica, seca, cuando se cierra “El viaje”. Lo nuevo que nombra y es nombrado. Como efecto de iluminación, enunciándose con una fuerza que viene del campo del spleen. Hay que leer esta dinámica en tanto choque, en tanto actividad del sujeto en la historia. El spleen, el ideal, lo nuevo: una trinidad baudelairiana. No sé, y no es momento de aclararlo, si Valéry quiso delimitar este rasgo rítmico cuando habló de crítica. Testimonio de una voz viva, que toma a su cargo el lenguaje del tiempo. Lo que Baudelaire llamó artista moderno. Una voz que se pronuncia a partir de su forma histórica, en rechazo de la construcción romántica, en rechazo del universalismo lírico y las conformidades parnasianas: esto es la crítica en Las flores del mal.

Para Nietzsche la mayor dificultad de la práctica de traducir consistía en escuchar el ritmo de un estilo verbal.Y no estaba pensando en las formas medibles de la métrica, en las regularidades y simetrías del orden silábico, en la asonancia o consonancia de las rimas, un problema que a esta altura se puede dejar librado al murmullo académico. Pensaba, más bien, en la medida natural con que en alemán se dificultan, por ejemplo, los ritmos de la bufonería y la sátira. Pensado en ese orden, el ritmo de Las flores del mal se presenta (con toda nitidez lo escuchó Benjamin, traductor de Baudelaire) en la temporalidad de la alegoría. La alegoría baudelairiana, que difiere de los usos barrocos, y no es poco, en la orientación que lleva la marcha de la temporalidad: la ruina, la carroña no son datos tomados en la estabilidad del pasado para moralizar el presente; son datos de la actividad presente, de la representación presente e inestable del mundo como es, desligados de la idea, de la metafísica y del lenguaje de lo que debiera ser. Difícil moral, que no entraña la insípida musiquita de la cura. Para nombrar, para situarse, el artista moderno baudelairiano se define como retratista, como caricaturista de costumbres. Más cerca del ut pictura poesis latino, horaciano, que del ut musica poesis romántico: una ley arquitectónica, que Barbey d’Aurevilly, entre sus primeros lectores, y después Thibaudet, asociaron con el estilo compositivo de Dante.

El ritmo de Las flores converge en una inestabilidad disyuntiva, una sistemática tensión de fuerzas; en la distribución de esa disyunción, spleen o ideal, y en sus dominancias, conviene inscribir la hipótesis de su traducción. La historia de las versiones al español se abre con la de Eduardo Marquina, en 1911. El registro discursivo hegemónico de su traducción es deliberadamente modernista, en sentido hispanoamericano. Marquina, él mismo poeta de la corriente, impregna su versión de rubenismo: apretada en la escansión del alejandrino, respetuosa de las cifras y homofonías de la rima, adjetivante y fatalmente equívoca en la organización de las unidades de significación. El sistema modernista se rinde a la premisa de Verlaine: la musique avant tout chose, y el concepto que rige su entonación prolonga la metáfora idealista de un arte totalizador, de fusión, que restaura la caída en la historia. El centro retórico del modernismo es una solicitud, un llamado a lo idéntico: la analogía. La invención de equivalencias: el ritmo poético en todas las cosas, el rumor indistinto de lo sensible, la reflexión del yo en otro (Rimbaud se atuvo a ese principio en las Iluminaciones y salió de él con la voz confesional de Una temporada en el infierno). Elevar poéticamente. Subordinar ritmo a melodía ideal: “¿Y el ritmo? Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal”(Darío, en el “Prólogo” a Prosas profanas). La versión de Marquina, que traduce a Baudelaire con Darío, abre una vía que elige como ritmo dominante el ritmo del Ideal (Pujol, Martínez Sarrión, Parellada, entre otros traductores). “Para la adecuación del alejandrino me ha sido fundamental el eco de la música de Rubén y los modernistas”: de la “Introducción” a la edición de Cátedra, 1991, a cargo de Luis Martínez de Merlo. Nydia Lamarque, en el prólogo a la primera traducción argentina (1948) se queja amargamente de las infidelidades de Marquina, elige simetrías métricas –de otro modo cree faltar al original–, dice mantener la prosodia y la rima, dice ser escrupulosa con la adjetivación. Pero el efecto de pompa, de fatuidad y afectación en el tono es el mismo, la misma dominancia de procedimientos de poetización. Baudelaire violenta en Las flores del mal la “espiritualidad” poética, fuerza la construcción aislada de los versos hacia la prosa. Los quiebres y particiones sintácticas que suspenden la acentuación binaria del alejandrino, el impacto de acentos muy próximos o repartidos indistintamente en cuatro, en tres cláusulas, a veces en dos hemistiquios, la tendencia a buscar formas simples, a no satisfacerse en paralelismos y funciones sonoras que aportan unidad al verso y, especialmente, la frecuencia de uso del enjambement, desgarran el encantamiento lírico, son movimientos tributarios de una política, un relieve del ritmo que marcha hacia la prosa. Hacia el Spleen de París. (Baudelaire es más un estrofista que un versificador de líneas aisladas, la escansión se cuenta en párrafos.) Hay que reparar en este spleen, bajo el auspicio del cual Baudelaire pone su ensayo de “prosa poética”: deseo rítmico, histórico, de la ciudad moderna. Un ritmo entrecortado, analítico, lógico.

Otra versión argentina (1961), la de Ulyses Petit de Murat, recoge esta torsión prosaica de Las flores, se desentiende de las inexactitudes que proceden de la decisión en favor de la medida y la rima, traduce en prosa. Pero el tono de la prosa, la apoteosis descriptiva, los materiales léxicos, el efecto de grandilocuencia adjetiva regresan sobre esa música del ideal poético; no traduce el poema, traduce la poesía, se pone también al servicio de la cuerda lírica: esa intensidad “mágica”, esa hipérbole que canta, “que diviniza al poeta […], que jamás desciende de las regiones etéreas, que nunca siente la corriente de la vida ambiental, que nunca ve el espectáculo de la vida, el carácter perpetuamente grotesco de la bestia humana” (Baudelaire). Porque la risa del spleen baudelairiano impugna los discursos humanistas del bien. “Cuando el cielo bajo y pesado cae como una losa” (Quand le ciel bas et lourd pèse como un couvercle), dice en el cuarto “Spleen”.

Me represento la traducción como el momento, el trabajo de escuchar y pasar de una voz a otra voz, una conversación, una discontinuidad que empuja desde la lectura, una aventura del ritmo, si se entiende que el ritmo no es sólo un concepto formal, un valor funcional, sino una forma histórica. La métrica y la rima, la versificación académica, no son estrictamente portadoras de sentido (tomo esta instrucción de Henri Meschonnic, que a su vez la inscribe en una crítica del signo de orientación aristotélica). En esta conjetura traduje Las flores del mal; y en otra, que expuse a partir del conflicto doble de los ritmos baudelairianos y que se define en una figura de dominancia. Del lado del Ideal: la retórica poetizante, los mecanismos prosódicos, la desustanciación adjetiva, los hechizos de la lírica. Del lado del Spleen: tensión hacia la prosa, aliento sustantivo, una corriente baja, material, de choque crítico. La estilización del Ideal nombra el ideal en sentido recto. El Spleen es la comedia del ideal, su estilización irónica.

Así concebida la traducción, sus detalles se conjugan de un modo práctico: evitar los desbordes que vienen de la literatura, seguir la organización de las frases en sintaxis de prosa sin pasar a ella, porque se trata de subrayar una ambivalencia, una dilatación, prescindir de altisonancias, cuidar la coloración de los adjetivos, pensar con la voz de una historicidad en curso, rehusar la fraseología de la esencia poética de las cosas, excluir las tentaciones de la poesía de la poesía o de la poesía pura, perseguir la consistencia significativa de las palabras, tomar de Las flores del mal su fuerza nominativa. Se traduce el poema, lo que nombra. Y el poema no es médium de una comunicación superior. El poema, para Baudelaire, es un arte de la circunstancia. Ahí enseña, contra el lamento moderno de la separación entre el lenguaje y la vida, una confianza en la gracia del verbo, una sobriedad discreta del sujeto del poema.

Siempre es irremediable que la lengua de traducción quede tocada por algunas pasiones personales, más expuestas o más atenuadas. Y también por agitaciones y matices, ínfimos o deliberados, del idioma de los argentinos. La neutralidad idiomática es una invención de mercado, un rasgo vacío del estilo de la mercancía. Pero algunas formas (el empecinamiento en el uso del pasado perfecto simple en lugar del compuesto, por ejemplo) no responden a ninguna voluntad de argentinización, sino más bien a la intención de limpiar, despejar los usos de resonancia literaria. Si bien no traduje con evocaciones darianas, tuve el rumor del barroco español y de algunos argentinos contemporáneos. Con todo, se sabe, la traducción siempre es culpable.

 

 

Imágenes [en la edición impresa]. Hiroshi Sugimoto, Napoleón Bonaparte, p. 63.

Lecturas. De Las flores del mal se mencionan: la traducción de Eduardo Marquina (Madrid, Francisco Beltrán, 1916; Pre-textos, 2000); la de Nydia Lamarque (Buenos Aires, Losada, 1948; última reimpresión, 1997); la de Ulyses Petit de Murat (Buenos Aires, Gaglianone, 1966); la de Enrique Parrellada (Madrid, Río Nuevo, 1974); la de Antonio Martínez Sarrión (Madrid, La Gaya Ciencia, 1982); la de Carlos Pujol (Madrid, Planeta, 1991); y la de Luis Martínez de Merlo (Madrid, Cátedra, 1991). Otras referencias son a: Henri Meschonic, Critique du rythme (París, Verdier, 1982) y Modernité Modernité (París, Gallimard, 1988); Claude Pichois, Baudelaire (Valencia, Debates, 1989); Paul Valéry, Variedades (Buenos Aires, Losada, 1956); Rainer Schulte y John Biguenet, Theories of Translation. An Anthology of Essays from Dryden to Derrida (Chicago, The University of Chicago Press, 1992).

Américo Cristófalo es profesor de Literatura del siglo XIX en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Ha publicado La parte de la sombra y Baudelaire (poesía) y el ensayo Punta del Este, la política excluyente. Entre otras obras, ha traducido dos de Baudelaire: Pobre Bélgica (en colaboración con Hugo Savino) y Las flores del mal, que en estos días publica la editorial Colihue.

 

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