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Lápices y angustias

LITERATURA

 

Tanto en El discurso vacío, publicada hace poco en la Argentina, como en partes de La novela luminosa, el uruguayo Mario Levrero probó la posibilidad de escribir por escribir, más allá de lo legible, entre el ejercicio de caligrafía y la ocurrencia pura. Los dos relatos terminan hablando de molestias de la vida íntima. ¿Es posible que una dura autodisciplina conduzca a una verdadera inocencia? Aquí se sugiere que sólo a condición de desenvolverse en la incorrección y lo superficial; de entender que la profundidad, cuando llega, es una propina.

 

Gracias a Fogwill, hace varios meses leí la edición uruguaya de El discurso vacío, de Mario Levrero. La novela tiene un planteo engañoso, que aparenta ser inocente y en realidad es interesado. Poco satisfecho consigo mismo, digamos con su vida y su conexión con la realidad, el narrador intenta cambiar. Para ello decide hacer ejercicios caligráficos, que procuran lograr una nueva letra. El cambio de letra, se supone, producirá cambios en la conducta. Levrero es consciente del conductismo de su estrategia, pero no está en condiciones de someterse a mayores y probablemente inciertas complejidades de tipo psicoanalítico. Por lo tanto escribe poniendo especial atención en conseguir una grafía legible, redonda, de proporciones equilibradas, nueva. Al escribir, el resultado en general es bueno cuando se concentra en el trazo; pero cuando se distrae y escribe aquello que le interesa, lo que piensa, o cuando narra la propia deriva de la distracción, vuelve como una condena a la denostada letra habitual.

Levrero da a entender que el discurso debe ser vacío para que la letra consiga una buena forma y, consecuentemente, para que la escritura alcance alguna virtud terapéutica. A la vez, el planteo interesado es subyacente; el discurso apuesta a la ilegibilidad, o en todo caso a lo inútil, de aquello que no es ejercicio de caligrafía, entrenamiento de precisión motriz y enderezamiento de formas desviadas. ¿Cómo conjugar los extremos de letra correcta e incomodidad, digamos, espiritual? La letra correcta, estilizada, no tiene cualidades terapéuticas por su eventual belleza y proporcionalidad, sino porque su ejercicio representa un esfuerzo físico. Los obstáculos, límites y constricciones moldean la voluntad y dan fuerza, templan el espíritu y retribuyen el esfuerzo. Este es un principio con el que Levrero entabla una guerra permanente; no porque busque denostarlo, sino porque no logra asumirlo pese a sus intentos y termina sucumbiendo a él. Es un viejo axioma leído muchos años atrás en un número de Selecciones del Reader’s Digest, que en cierto modo se convierte en leitmotiv del texto continuador de El discurso vacío, “El diario de la beca” correspondiente a La novela luminosa. Ese “Diario de la beca” viene a ser la versión exagerada y proliferante de los ejercicios caligráficos “vacíos” del autor. Hay en ellos un compromiso casi único: escribir lo que se le ocurre, con una sola condición: que sea lo que le ocurre.

(Otro ejemplo de disciplinamiento caligráfico, extremo en varios sentidos, es Néstor Sánchez. El “Diario de Manhattan” son las páginas de un homeless. Sánchez se impone llevar el diario con la mano izquierda, como una forma de regresar a la infancia de la escritura. Escribir es un punto de apoyo, como dice; pero hacerlo con la izquierda es volver a los cinco años, cuando cada palabra dibujada era un descubrimiento acompañado de crispación. Los obstáculos, las imposiciones y los esfuerzos funcionan como puntos de apoyo. Sánchez no se detiene; para ello establece nuevas restricciones en pocos días: no usar guantes en el frío de enero, no poner las manos en los bolsillos, no cruzar las piernas en ninguna circunstancia, subir a la vereda con el pie izquierdo; llegado un momento, todas las cosas deben ser hechas por el flanco izquierdo, condenando al cuerpo a una incomodidad perpetua. Las restricciones continuas se complementan con los desafíos; uno de ellos, exitoso al primer intento, es dormir en el peligroso barrio de Harlem.

Como es lógico, el único espacio privado presente en el breve texto de Sánchez es el propio cuerpo; por ello es inevitable que la intimidad se recorte a cada momento sobre la ciudad (la calle, el clima, el azar urbano, las regulaciones), tal como ocurre en los relatos de locos o marginales. Por un lado está la voluntad individual, más o menos firme, y la serie de pruebas corporales necesarias; por otro, Nueva York y sus escalas (la gran maquinaria económica y social, que escande el flujo de gente y las conductas físicas, y la microescala, hecha de vehículos, pequeñas tiendas y sucesos menores). El relato de Sánchez se construye a partir de la ausencia de mediaciones y refugios materiales (es un escritor sin gabinete, sin espacio de escritura, sin techo); por lo tanto la experiencia no encuentra sitios de transición hacia la esfera privada, la cual, como existe de modo obligado, debe replegarse tras el esfuerzo corporal para ponerse de manifiesto, debe ser una mera expresión. Ahí hay un mundo de hechos sugerido y a medias revelado, que se apoya en las acciones obsesivas de los vagabundos: el plano de la vida subjetiva sin herramientas emocionales, sin lugar de intimidad, dominado por las condiciones de su privación, o sea el mundo de los rituales privados sin sitio donde fijarse, excepto el recoveco, refugio o escondite. Por contraste, la incomodidad de Sánchez tiende a la abstracción. El mismo cuerpo funciona como una célula de peticiones y reparos morales; en el extremo opuesto del arco, la ciudad turbulenta y maliciosa que domina voluntades a través de los flujos económicos y espacios comunicacionales.)

Contorsionista de la escasez, Levrero advierte muy bien el impredecible efecto de la mezcla entre estado depresivo y vida callejera. Dice en las páginas iniciales de “El diario de la beca”: “Morirse debe ser como salir a la calle, cosa que me cuesta cada día más, pero sin la esperanza de retornar a casa”. La casa es el espacio donde la vida privada puede proliferar en dimensiones y aspectos, y por lo tanto donde las restricciones físicas no son inevitables. Sin embargo, en la medida en que funciona también como sitio de reclusión y escenario de manías, la casa se perfila como una especie de tumba. El encierro, a su vez, desencadena dos operaciones: la observación hacia el exterior y el relato de lo observado. Ambos órdenes están implicados en la noción de realidad, porque en última instancia Levrero concibe la escritura como una propiciación o inducción de los hechos reales.

“El diario de la beca” apareció, dentro de La novela luminosa, como la mayoría de los libros en general y como todos los de Levrero en particular, sin gran estridencia. La muerte del autor, ocurrida algunos meses antes, otorgó a este nuevo libro apenas mayor visibilidad que la acostumbrada en él. Sin embargo es razonable creer que paulatinamente será bastante subrayado, no sólo como texto singular de un escritor de por sí especial, sino también como un evento notorio, que apunta a desacomodar las ideas dominantes sobre aquello que deben decir los escritores de su intimidad y cómo deben representarla. De alguna manera, El discurso vacío consiste en la antesala, en primer lugar tímida, de “El diario de la beca”. Si para Levrero la práctica caligráfica debe ser aliteraria para conseguir la perfección, el diario como recuento de hechos y de complicaciones habituales adquiere dimensión literaria gracias a la negatividad en la que se funda. Muchas cosas, en realidad muchos tonos pertenecientes a la convención de los diarios, no aparecen aquí; no obstante, el carácter negativo del diario de Levrero no se funda en operaciones de sustracción (no contar esto, lo otro, evitar asumir ciertos registros, etc.), sino sobre todo en la falta de selección de los materiales. Es una falta de selección aparente, sin duda, pero que opera como manifestación de una personalidad literaria tan auténtica como autorrepresentada y bastarda.

Hay tres principios que organizan este diario: la escasez, la repetición y, consecuentemente, la ambigua abundancia derivada de la combinación de ambas. Podría decirse que las dos son condiciones abstractas para fundar relatos de la incomodidad, en la medida en que hoy (digamos desde hace varios siglos) la incomodidad tiene patente literaria cuando proviene de alguna obsesión personal. No todas las obsesiones se manifiestan como incomodidad; pero siempre los incómodos deben ser personas obsedidas por algo. Decir incomodidad significa aludir eventualmente al difuso arco de la insanía y la inadaptación, y también a los casos curiosos de las manías y las conductas rutinizadas. En un punto, cualquier hábito es síntoma de incomodidad, porque su misma existencia es un recorte repetido de la experiencia. Levrero pone en escena una incomodidad curiosamente plebeya, no solamente por los sucesos y condiciones ideológicas del texto, sino básicamente por el prosaísmo con que se relaciona con sus hábitos, con sus adicciones y con la realidad en general.

El prosaísmo funciona como naturaleza. Es el mundo que exige ser celebrado en su mismo idioma, a veces como flexión idiosincrásica y a veces como fatalidad trágica (y a veces como las dos juntas). El contexto del relato de Levrero es crepuscular: la representación de la edad adulta, de las limitaciones del cuerpo, de la soledad, la muerte y la enfermedad. Junto a esto, las adicciones, los contratiempos y las costumbres: los horarios cambiados del sueño, el software y los jueguitos de computadora, las páginas de desnudos, las mejoras en la casa, la preocupación por la comida, las sombrías señales del cuerpo, los medicamentos, la lectura de diarios literarios y de novelas policiales, los sueños, la pasiva y dependiente vida social y, como un motor obligado y propiciador del relato del diario, la Fundación Guggenheim, a cuyo inspirador, Mr. Guggenheim, honra cada tantas páginas con una suerte de informe, entre irónico y culposo.

La Fundación financia el diario de Levrero, que escribe como alternativa ante la imposibilidad de llevar adelante el proyecto original para el cual está dirigida la beca: la continuación de La novela luminosa. Esa suerte de disculpa frente al mecenas muestra varias de las tensiones ideológicas del texto, como también sus opciones literarias. En primer lugar, como texto desviado, en el sentido que revuelve la idea de lo que hoy debe ser un diario literario, o sea, como sitio hiperregulado donde un sujeto empapado y tapizado de cultura global negocia con soltura el significado de su pasado individual y las aristas polifacéticas de su experiencia múltiple, siempre a punto de sucumbir y siempre a salvo, como un atleta de la complejidad y el sentido. Comparado con esos personajes-escritores polivalentes, Levrero es una especie de pordiosero de la literatura, con un sistema de referencias literarias estropeado, al borde de la inutilidad (por ejemplo Rosa Chacel, de quien se asombra que pueda escribir, siendo tan tonta, un diario con el que encuentra muchas cosas en común; Somerset Maugham, en quien valora la “virtud de la mediocridad deliberada”; Thomas Bernhard, de quien envidia la admiración que provoca; y las novelas policiales, suerte de alimento perenne e indistinto).

Levrero parece obedecer a la consigna de que, en un punto, todo diario es una construcción banal. Las operaciones con las que separa su texto de cualquier idea glamorosa de confesión o de conflicto subjetivo o cultural en última instancia idílico, no hablan solamente de una elección técnica y una definición personal; transitan, también, el campo de la identidad literaria. La falta de corrección de los materiales forma parte de la estrategia introspectiva; quizá no pertenezcan tanto a su mitología personal de escritor, en la medida en que todo el tiempo se preocupa por preservar, a través de constantes golpes de pecho y sentimientos de culpa, las propias aunque débiles cualidades morales (puestas en entredicho por la adversidad o, más tibio, los contratiempos prácticos). En este sentido, la incorrección literaria de Levrero es básicamente incompleta. Esa cercanía sólo aproximativa a la transgresión determina el tono prosaico de la experiencia representada (el prosaísmo no reside en el acopio de comida, la fiaca para afeitarse o la impavidez frente a la ventana, sino en la resistencia subjetiva ante los propios excesos); y allí es donde anida la incomodidad, una tensión constante entre el prurito moral y la indolencia. ¿Qué convierte a un ser generoso pero mezquino, egoísta pero sentimental, maniático pero circunspecto, adictivo pero curioso, en un verdadero héroe literario? La capacidad de relatar su incomodidad asumiendo la medianía.

Levrero muestra aquella virtud que lamentaba no tener Alejandra Pizarnik, el don del relato; como decía ella, la posibilidad de contar y describir (“quiero escribir cuentos, quiero escribir novelas, quiero escribir en prosa”). Ambos escritores escenifican la incomodidad, pero el aparato de Pizarnik es vetusto pese a las múltiples alternativas a las que recurre (diario sentimental, literario, de viajes, de lecturas, de impresiones, etc.). Estas convenciones van asfixiando el diario paulatinamente, al someterlo a regímenes esporádicos pero siempre esquemáticos. Uno podría sostener que la resistencia, o interés, de Pizarnik reside precisamente en la contradictoria impregnación de las convenciones, a las que sin embargo siempre sucumbe y fuera de las cuales no construye alguna voz auténtica. (Es relevante la pregunta que efectúa acerca de Aurelia, de Nerval: “¿Cómo es posible que estando loco se haya expresado mediante un estilo sereno, dulcísimo? Me pregunto qué sucedería si todos los locos recibieran una cultura clásica”.) Sólo en los últimos años aparecerá la increpación más elocuente del diario, la relacionada con el acento y la lengua argentinos, y su eventual carencia, aunque más como lamento que como baluarte.

Al igual que Sánchez, Pizarnik se sometía a ejercicios de escritura con la mano izquierda. Cuando lamenta su dificultad para la prosa, a veces recuerda la fantasía infantil del lápiz mágico, que sin intervención de nadie resolvía las sumas y restas. El lápiz mágico es el sueño de casi todo escritor. Por un lado la escritura autónoma, irreflexiva pero verdadera; por el otro la escritura resistente a cualquier tipo de material: cada cosa, cualquiera sea, portando la marca indeleble del estilo. El lápiz mágico es la deliberación última y la inocencia extrema. Lápiz mágico debería ser también la máxima categoría jerárquica de la escritura, como se dice de los jugadores de fútbol que tienen la pelota atada. Un escritor “lápiz mágico” es un omnipotente; no alguien que puede escribir todo, sino ese que convierte todo lo que escribe en su propio régimen sin pérdida de energía. Levrero, que se esmeraba por superar la “angustia difusa” para alcanzar el “ocio” que le permitiera crear, advirtió (maña o treta de veterano) que el lápiz mágico era la misma incomodidad; que nada hay detrás o debajo, escondido, cuando se escribe. Que la profundidad, si existe, aparece después.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Daniel Buren, Les Écrans colorés, trabajo in situ, Halle Verrière, Meisenthal, Francia, mayo de 2006. © D.B. – ADAGP. [Gentileza Estudio Buren.]

Lecturas. Néstor Sánchez: La condición efímera (Sudamericana, Buenos Aires, 1998). Mario Levrero: El discurso vacío (Montevideo, Trilce, 2004; Buenos Aires, Interzona, 2006) y La novela luminosa (Montevideo, Alfaguara, 2005). Alejandra Pizarnik: Diarios (Barcelona, Lumen, 2004).

Sergio Chejfec nació en Buenos Aires en 1956. Ha publicado, entre otras, las novelas Moral (Buenos Aires, Puntosur, 1990), Los planetas (Buenos Aires, Alfaguara, 1998), Boca de lobo (Buenos Aires, Alfaguara, 2000) y Los incompletos (Buenos Aires, Alfaguara, 2004), y el libro de poemas Gallos y huesos (Buenos Aires, Santiago Arcos, 2003). Su último libro es la colección de ensayos El punto vacilante, que Norma publicó en 2005. 

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