Dos lugares

MÁQUINABLANDA

Ciencias Sociales. El 3 de septiembre de 2003 Clarín tituló: “Los candidatos llegaron a un acuerdo y van a debatir mañana. Ibarra y Macri cerraron trato con la mediación de Poder Ciudadano”. De golpe, la opinión pública respiró aliviada; un clima de austera satisfacción recorrió la sociedad civil. Esta vez sí la democracia iba a cumplir su promesa de instalar un discurso público racional (o, mejor dicho, dos: uno por cada candidato) para que todos los ciudadanos pudiéramos informarnos, comparar y elegir de acuerdo con criterios sólidamente justificados. Hay que decir, sin embargo, que el debate estuvo a punto de fracasar. Los candidatos no se ponían de acuerdo sobre las reglas y los modos del encuentro y, casi al filo del abismo epistemológico, la discusión se empantanó en un debate sobre el debate (un metadebate sobre las metarreglas). Que sí, que no, que un poco, que nada; el asunto parecía destinado al fracaso. Pero llegó la idea salvadora: para arribar a un acuerdo era necesario acudir a una ong impoluta (Poder Ciudadano), que impusiera reglas justas y transparentes, transmitir por el canal público de televisión y encontrar un moderador que asegurara la neutralidad valorativa. Un moderador que se limitara a distribuir la palabra, ajustándose escrupulosamente a las normas establecidas. Un moderador que asegurara un lugar meramente técnico, invisible si fuera posible. Después de sesudos análisis, un rango fue elegido: el director de la carrera de Ciencias de la Comunicación, de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires.

¿Su primera misión? “Encargado de sortear el orden en que deberán responder los candidatos” (sic, Clarín). Luego, debía leer las preguntas preparadas por diez ong y por los candidatos (sin agregar comentarios propios) y finalmente controlar que cada uno cumpliese el tiempo acordado de exposición (menos de un minuto y medio por pregunta).

¿La adjudicación de ese lugar a una alta autoridad académica es mera casualidad, o será que finalmente las Ciencias Sociales encontraron su lugar en el mundo? ¿Será que después de Marx y Weber, después de Adorno y Horkheimer, de Foucault y Hannah Arendt, después de la rebelión inútil, las Ciencias Sociales decidieron ocupar el lugar que les ofrece el auge de las maestrías, los doctorados, los congresos, las becas, los formularios y las recategorizaciones: el de actor de reparto en el mundo mediático? La propia Facultad de Ciencias Sociales de la uba debería repensar su lugar: si alguna vez sus mentes más osadas imaginaron la universidad como un lugar donde ejercer libremente la crítica social, la creatividad política, el entusiasmo colectivo, pues bien, ahora la Facultad de Ciencias Sociales de la uba reestableció las cosas a su orden: un rol burocrático, servil, carente por completo de cuestionamientos.

Aceptando gustosamente el trabajo de ceder la palabra (confesando no tener nada para decir); aceptando gustosamente no poder inquirir, no poder repreguntar, no poder analizar; aceptando gustosamente colocar a las Ciencias Sociales en el lugar de la moderación; el moderador mismo, en su precariedad lingüística, da testimonio del momento en que la precariedad lingüística se abate, como una amenaza terminal, sobre todas las Ciencias Sociales.

 

Poesía. El 1 de septiembre de 2003 circuló un mail que decía: “Los mega poetas tal y cual leerán poemas desconocidos aún y harán las delicias de los presentes el viernes 12 a las 20 horas”. (Prefiero no citar el nombre de los poetas ni de la institución que los convoca pues ésta no es una reflexión contra ellos, sino que va más allá: es la excusa para describir el estado de la circulación de la poesía en la actualidad). Es evidente el tono zumbón del mail. Hay un intento saludable de aligerar la carga de solemnidad de la poesía y sus rituales sociales, de tomar distancia del estilo de invitación oficial.

Sin embargo, como dice una vieja frase, detrás de todo chiste hay algo de verdad. Hay algo en ese texto que nos informa profundamente sobre el estado de la cuestión: ¿qué significa que los poetas “harán las delicias de los presentes”? ¿En qué momento la poesía se convirtió en una repostería deliciosa, en un manjar? ¿Se han vuelto las lecturas de poesía la forma canónica de la animación de fiestitas infantiles? ¿Será ése su nuevo lugar? ¿Será que la suerte del poeta ya no se juega en el texto sino en integrar el elenco estable de la festividad?

Si algo viene a decirnos ese mail es que ya no alcanza con la ironía como forma de distancia. Por más que el texto pretenda distanciarse de los manjares poéticos, el avance irrefrenable de la poesía como delicia ocupa casi todo el escenario. ¿Acaso se equivoca Clarín cuando cada seis meses publica una nota llamada “La movida de la poesía”? Que cada semana haya en Buenos Aires decenas de lecturas de poesía, ¿es estimulante o simplemente una desgracia? ¿No tiene el poeta joven que va de lectura en lectura algo en común con el visitador médico que va de consultorio en consultorio? Al menos al visitador le cabe la figura del explotado, en cambio el aspirante a Poeta del Momento parece adherir al discurso de la servidumbre voluntaria.

¿Cuánto falta para que los suplementos de turismo de los diarios recomienden ir a escuchar poesía como escapada gratis de fin de semana?

Lecturas y lecturitas, palabras y palabritas –no se puede ser hoy poeta sin usar diminutivos–: después de tanta bulla parece no quedar mucho más que el enésimo ciclo de aplausos poéticos, la vuelta olímpica del escandido de los viernes a la tarde, la inocente editorial independiente que aparece en el diario, en la radio, en la tele, en la facultad, en los servicios culturales de las embajadas, en el bloque de poesía de El refugio de la cultura. No, eso no es la tribu, ni siquiera el gueto (palabras que reenvían a un mundo conflictivo): es el manjar en todo su esplendor, la delicia de los presentes, el lugar en que la poesía se convierte en un entretenimiento sin cuidado.

1 Sep, 2003
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