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Hace muy poco tuve una experiencia literaria difícil de sopesar. Saqué un libro de la biblioteca de una universidad norteamericana, o mejor: saqué un objeto literario de la biblioteca. Este objeto tenía todas las características superficiales que asocio con un libro: hojas de papel, una tapa dura, páginas preliminares que identificaban al autor, la casa editorial y el año de publicación; todo eso, encuadernado en la forma de un códice. Todo eso, digo, pero algo faltaba. No en el contenido, no: era una novela corta –genial– de César Aira. El papel carecía de calidad; las letras, reproducidas en tinta negra, nadaban en un mar de manchas. Eran hojas fotocopiadas, dobladas y metidas en una tapa de cartón, que estaba pintada a mano con témpera. El libro era frágil, casero, desechable. Y como para confirmarlo, ahí, debajo de las letras pintadas y multicolores, se veía una fecha de vencimiento estampada en lo que previamente había sido una caja de productos alimenticios.
Como seguramente habrán adivinado ya, el objeto que tenía en las manos era un libro de Eloísa Cartonera, organización cuyo proyecto editorial podríamos resumir así: pagar de más por la basura, vender a precio de rebajas la literatura. Lo que me dejó pensando fue esa fecha de vencimiento –ya pasada, y por mucho– estampada en la tapa de un libro elegido para su conservación permanente dentro de la torre (o la biblioteca) de marfil. Porque por más innovador que sea el proyecto de Eloísa Cartonera, desde el comienzo ha tenido un aire anacrónico: esa insistencia, en un momento bastante efímera, en la materialidad del libro, en el aspecto táctil del texto, en la producción social de la literatura. Se puede leer su éxito y la proliferación internacional de organizaciones similares como una réplica a la euforia tecnoutópica por la inmaterialización de toda información.
¿Y si esa fecha de vencimiento ya pasada (la marca de un objeto sumamente perecedero), tan dispar con el ex libris de la biblioteca universitaria grabado en la hoja siguiente (el sello de la memoria cultural institucional), estuviera señalando en realidad el deceso de un modo de la literatura que ha acompañado el desarrollo de la modernidad? ¿Estamos asistiendo al fin de un medio?
Empecemos por preguntar cuáles eran los fines de este medio supuestamente agotado. ¿Qué se proponía el libro impreso? Según Elizabeth Eisenstein, la tecnología que posibilitó el libro impreso fue el agente singular de los cambios radicales que llamamos nacimiento de la modernidad: la Reforma protestante, el Renacimiento y la revolución científica. La imprenta, y la “cultura impresa” que creció alrededor de ella, prestaron a las letras estabilidad textual y un patrón generalizado; esta fijeza hizo posible el trabajo comparativo que abrió las puertas a la diseminación de observaciones empíricas (fueran naturales, científicas o textuales, con la comparación de libros sagrados) que, por su parte, empezaron a desafiar y socavar la autoridad canónica recibida. Según Benedict Anderson, fue la difusión masiva de materiales impresos lo que creó el tiempo vacío y homogéneo necesario para dar a luz la comunidad imaginada de la nación: un grupo de desconocidos, todos leyendo los mismos periódicos y novelas, que estaban escritos en un idioma estandarizado y representaban sus propias circunstancias vividas. Claro, Anderson hablaba del capitalismo impreso, y no de una cultura impresa, para tomar un poco más en cuenta la discrepancia con la cultura impresa asiática, mucho más antigua, que durante siglos careció de los elementos revolucionarios que destacó Eisenstein. Pero es Roger Chartier quien insiste en que el invento de Gutenberg no alteró la forma del libro occidental. La transformación capital, según él, fue el desplazamiento del volumen al códice; e igualmente radical es el traslado del códice a la pantalla que estamos viviendo actualmente.
Debemos otorgar al libro impreso una dignidad por lo menos equivalente a la de otros grandes medios agotados. El disco de vinilo, por ejemplo. (Ni imaginar poner mis queridos libros en la categoría de los miserables cassettes…) ¿Significa esto que hoy tendríamos una clase de coleccionistas, casi dinosaurios, que insisten en la mayor fidelidad de un libro impreso? Las páginas manoseadas, el olor incomparable de un libro viejo: ¿en esto consistiría el núcleo de la experiencia literaria impresa? De ser así, es por esta razón que los objetos literarios desechables de las editoriales cartoneras se han convertido, paradójicamente, en artículos para coleccionistas: inundan el “texto” abstracto con las manchas y el olor de la ciudad y la producción social. Pero quizás lo que nos ofrece la llegada del libro digital no es sólo una melancolía comparativa; es una oportunidad de ir más allá de la hegemonía que ha puesto el concepto del “texto” por sobre todo pensamiento literario. Porque el proceso de estandarización, tan elogiado por Eisenstein, también creó el mito de un texto literario abstracto e ideal. Según Chartier, la idea del texto intercambiable, de la neutralidad del formato, de la separación formal entre la forma y el significado, nos ha cegado al “apoyo material” que hace posible la existencia y la transmisión de un objeto literario.
El paso del libro impreso y estandarizado al texto digital hace visible este conjunto de apoyo textual: la pantalla, el aparato (sea computadora o e-reader), el sitio web donde se compra el contenido. Pero hay otros elementos apreciables que forman parte de la estructura de apoyo, aunque no los podamos clasificar como “materiales”: el régimen de propiedad intelectual que protege –algunos dirían que enjaula– el contenido, la relaciones exclusivas entre los fabricantes de dispositivos y las empresas de entretenimiento, los sistemas de control que hicieron posible que Amazon borrara de los Kindles de sus clientes todas las copias electrónicas de 1984 y Rebelión en la granja.
Y así nos encontramos con un resultado imprevisto: no importa cuánto se celebre la llegada de un libro interactivo y el advenimiento de un lector verdaderamente cómplice, las nuevas tecnologías literarias comerciales imponen un concepto muy restringido de lo que uno puede hacer con un texto digital. Ya sabemos que existe una brecha entre lo que propone un texto y lo que hace un lector cualquiera cuando tiene el texto en sus manos. De hecho, el significado de la literatura surge de esa brecha. Pero las nuevas tecnologías propietarias proponen límites estructurales y jurídicos a lo que puede hacer el lector: le impiden prestar una novela a un amigo, por ejemplo, y leer un texto de Apple en un dispositivo Kindle. Un amigo mío se lamentaba: “Qué triste va a ser el día en que mi dispositivo primario sea estructuralmente incapaz de la piratería”. Es decir: el día en que haya un libro estructuralmente reñido con la apropiación, con la caza textual furtiva tan celebrada por De Certeau.
La anterior es la imagen de pesadilla de una ciencia literaria exacta, una correspondencia de uno a uno entre el autor y el lector, apoyada por una estructura jurídica y legal. Si el sentido de un texto literario tiene su base en la apropiación –tanto del autor como del lector– y si el uso textual estuviera cada vez más controlado por los que manejan el contenido y fabrican los dispositivos, ¿el mundo digital carecería de sentido? Si el libro digital cerrara la brecha –fuente de equivocaciones, de posibilidades, de malentendidos productivos– entre el deseo del autor y la práctica del lector, ¿qué tipo de comunidad textual tendríamos?
El control total –aunque sea positivo para los negocios y el sueño de cierto tipo de artista– asfixia al lector. La caza furtiva textual, el mismo acto de escribir, no son prácticas que puedan ser autorizadas. La literatura se despliega en el intersticio. El deseo actual del capitalismo impreso de llenar todos los espacios, de cerrar todos los resquicios, de cercar el campo abierto de la cultura con las rejas de la plusvalía, ese deseo debe inquietarnos. De hecho, podría ser, no la famosa muerte del autor, sino la muerte de la literatura como tal. Como lectores, sin embargo, puede consolarnos que los novelistas ya nos hayan dado varios ejemplos de personajes que asisten a su propia celebración funesta. Y quizás los miembros de las editoriales cartoneras –quienes parecen estar embarcados en una maniobra propia de Tom Sawyer– objetarían que “los rumores de la extinción de la novela han sido ferozmente exagerados”.
Libro inmaterial y electrónico, libro reciclado y desechable: quizás las dos formas no son sino un ejemplo más de los impulsos contradictorios de las nuevas tecnologías, del vaivén entre la nostalgia y la experimentación que nos dio lámparas eléctricas con forma de vela. Pero al fin y el cabo parece que el arte siempre ha sido eso. Un experimento situado entre lo que un medio es y lo que pretende ser.
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