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Exclusividad subtitulada

MÁQUINABLANDA

Los pobres también pueden ser sexys, después de todo. Una de las tapas de revista más comentadas de los últimos tiempos así lo demuestra. Camuflada la narcosis mediática de tantos años de fulgor menemista, la ostentación se renueva y reemplaza las gotas de Chanel Nº 5 por algunas de persistente lavandina. Del “lujo de la miseria”, de su exposición sin tapujos, de la forma en que los medios hacen que la pobreza se luzca en sus pantallas, se nutre el exotismo burgués de este nuevo siglo: ese que nos permite ponernos en el lugar del “otro” hasta que llega la tanda publicitaria. La televisión nos acerca, por ejemplo, a esas personas que noche a noche revuelven la basura en nuestras veredas y con las que jamás hemos hablado. “Mediatizada profilaxis”, se podrá pensar; sobre todo si nos da asco que metan las manos ahí sin usar guantes, pero no tanto la falta de una ética por la que la injusticia social sea lo verdaderamente repulsivo. A lo sumo, hacemos un paquetito con las sobras del mediodía y lo entreveramos en los desperdicios, con cuidado de que no se rompa. Ya no le pedimos perdón a Dios por tirar comida a la basura, pues sabemos que habrá alguien (indirectas redes de caridad mediante) al que al final le hará provecho.

Una película de Godard dice al principio: “Cuando la mierda valga, los pobres nacerán sin culo”. En esa teratología alucinada, el despojo es la cifra de la pobreza. Así, en un medio como la televisión (esa “picadora de carne”, como la llaman los que están en el ambiente), los cartoneros, los villeros, los “pobres estructurales”, los chicos que van a la escuela y llegan casi desmayados de hambre, los sin techo, los presidiarios han perdido incluso el derecho a la palabra. Pero no porque se los calle o se los esconda. A los excluidos la televisión les quita la palabra en la costumbre que tiene de subtitular lo que dicen. Y no hablo de los noticieros, hoy convertidos en patrullas de asistencia social o usinas de chimentos. Hablo de ese tipo de programas que no sólo busca mostrar “la realidad”, sino que pretende vivirla: meter las patas en el barro. Aducirán algunos que a las personas que estos programas entrevistan no se les entiende casi nada; que las vocales y consonantes se les aflojan y caen al igual que sus dientes. El hecho es que los pobres –por cierto narcisismo mediático que los hace decir “yo” y personalizarse– exponen sus vidas delante de las cámaras, muestran sus prontuarios o el exceso “natural” de sus desdichas, hacen catarsis, al tiempo que se eliden las causas materiales de su situación y la necesidad de estrategias colectivas. Si a mirar televisión se le asignara el estatuto de una tarea política, sería a fin de denunciar la despolitización que en ella se concierta. Para contribuir a que los que no se escuchan entre sí, finalmente lo hagan.

Por eso el discurso –antes que las significaciones corporales– es lo que produce televisivamente al videoexcluido. La toma de la palabra es una ilusión apenas. Si el discurso es un eje de reconocimiento en las relaciones interpersonales, el subtitulado con que la TV filtra el habla de los marginados explicita la ruptura de ese reconocimiento. La nueva “barbarie” (al igual que en la tradición que nace en el Facundo) involucra también una brecha lingüística. Y no se trata aquí de analizar las formas en que habla esa gente, sino de ver cómo la TV dice que hablan cuando traduce sus voces de esa manera. Más allá de los códigos de verismo o “realismo social” desplegados en varios programas de la TV argentina, la transcripción –en el caso de los pobres– neutraliza y disfraza el desmoronamiento simbólico de su lengua. Si en la pantalla leemos y escuchamos simultáneamente, es el analfabetismo de un habla subtitulada sin faltas de ortografía lo que se pone de manifiesto. La traducción nos hace sentir cómodos (a nosotros, telespectadores) en la lengua en que ellos expresan –sin saberlo– su malestar en el mundo en que viven.

Las cámaras ocultas, salvando las distancias, también utilizan subtítulos en su estética propia. Y es a través de esos dispositivos que accedemos, en general, a manifestaciones espontáneas del delito, a la revelación del individuo hallado “con las manos en la masa”. Si bien en las cámaras ocultas hay dificultades técnicas que justifican la distorsión del audio y de la imagen, el discurso (subtitulado) del delincuente es comparable al del excluido en tanto que los dos son normalizados en la traducción que los especifica. La representación mediática sobreimprime a los que están situados al margen (de la ley, del sistema, o de ambos) y convierte lo “real” en algo traducible. Pobreza y delito comparten en TV un mismo universo estético-ideológico: la avidez voyeurista nutrida por las metamorfosis del reality televisivo alienta esas construcciones microscópicas, el entrometimiento de la cámara que busca primeros planos, la delimitación de “casos” o de “historias de vida”.

Si algo hay que tener en cuenta es que, más allá de los mecanismos de criminalización de la pobreza, en muchas ocasiones los videoexcluidos son expuestos como buenas personas. Por ellos la Argentina es un país solidario. Por ellos donamos alimentos no perecederos en cada recital de rock a beneficio, o llamamos a las 0600 de esos programas anuales para niños pobres, en que las celebridades sortean licuadoras y los niños pobres casi nunca aparecen. Es una forma de quedarnos tranquilos: la creencia de que en la solidaridad se halla el remedio de todos los males es, cada vez más, una certeza. Hasta el asistencialismo del Estado –que incluye a los beneficiarios de sus planes sociales en las estadísticas de aquellos que tienen empleo– asimila la magia de dicha panacea. Tal vez sea hora de entender que la caridad (y sus variantes posibles) es una institución harto conformista. La piedad, la compasión –parafraseando a una reconocida antropóloga– también pueden herir a aquel que las recibe. A aquel que es fijado a su posición de “débil”.

En El respeto, Richard Sennett brega por un tipo de igualdad basado en la autonomía, que consiste en aceptar en los otros lo que no alcanzamos a entender de ellos. Según esta idea, al relacionarnos con los excluidos, deberíamos tratar su autonomía en igualdad de condiciones con la nuestra. Pero si la televisión ni siquiera les permite a los pobres hablar por sí mismos, ¿cómo vamos a verlos como seres autónomos? El subtitulado –en tanto síntoma de algo más complejo– es un parásito de la expresividad de su lengua, un robo de la diferencia que la constituye, una manipulación del estigma. Quizá en el hecho de que a veces no se entienda lo que dicen esté cifrado lo que hay para entender verdaderamente. Concederles la voz, la palabra, el sentido, dejarlos que ellos hablen por sí solos, tal vez sea una forma (más que limitada) de empezar a otorgarles esa autonomía. Ojalá la televisión nos permitiese, por momentos, no entender lo que dicen. Ojalá algún día podamos escuchar sin subir el volumen.

1 Sep, 2004
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