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La gran fiesta de la marca usurpada

MÁQUINABLANDA

 

El escenario geográfico del complejo conocido como La Salada está sobre un borde de la cuenca Matanza-Riachuelo a la altura de Lomas de Zamora, pero la escenografía es la de una ciudad medieval cuyos carros, tirados por hombres numerados, nos recuerdan la antigüedad del comercio. En su infierno de transacciones, la mano de obra latinoamericana –una multinacional del copiado rápido de DVD, la confección de ropa y la usurpación general de marcas– trabaja a destajo pero prospera.

La Salada es una demostración pública de movimiento y densidad en la que se respira el mismo aire tóxico de otras capitales del Conurbano global como la Rocinha, Tijuana o los alrededores peronistas de El Cairo. Los encuentros con los compradores a granel están pactados dos veces por semana desde la medianoche hasta el alba, el turno pico de las discos en auge, las rondas de droga y el insomnio. En esas horas, el complejo comienza a brillar en la oscuridad profunda de su contexto y a descargar una música de regateos en varios acentos argentinos. Son las horas de la ganancia, lo que los cerebros de esas plataformas de consumo bueno y barato llaman “el negocio” y los detractores de la economía informal (últimamente la oficina de negocios de los Estados Unidos en la Argentina) asocian a las “mafias”, el “clientelismo” y las “patotas”.

Hacerme feriante, de Julián D’Angiolillo, da testimonio de esa fiesta nocturna y expone no sólo sus fuerzas causales sino también la necesidad ecológica de su existencia. Sin que una sola palabra en off o –en su defecto– un discurso progresista de alguno de sus protagonistas, nos adoctrinen sobre la simpatía que se debe tener frente al show de esfuerzo que nos da una comunidad de proletarios cuentapropistas, lo que revela este documental es una ironía que actúa contra la cultura del capital a través de una lección ideológica con mucho de fábula: la del parásito “parasitado”.

Una energía humana –quizás haya que decir natural– organiza de un modo infalible sus modos de producción y venta emulando a escala familiar o cooperativista los protocolos fabriles, los diseños y el supuesto prestigio de las marcas en los que el capitalismo ha creído encontrar una experiencia de originalidad. Pero el mito de la producción liberal, con sus correspondientes patentes de dominio –y a no negarlo: su espionaje industrial–, es reducido en La Salada a la experiencia de la copia y, de algún modo, a la mueca. Lo que colapsa del capitalismo clásico en La Salada, como en las calles de Asunción o de La Paz, es la idea de producto protegido por un cierto derecho aristocrático a producir. Se trata de una venganza histórica: así como el capitalismo, ejercicio papista del capital, les ha sacado trabajo –horas hombre, energía biodegradable: tiempo propio– a tantas generaciones de obreros, ahora los obreros, liberados, le sacan al capital lo único que tiene: ideas.

Esas ideas capitalistas, consagradas por su eficacia secular y debidamente divulgadas como una cultura a la que sólo satisface la secuencia producción-consumo, son recolectadas por los trabajadores que producen para la feria. Es un trabajo que consiste en recoger las sobras simbólicas de la industria, lo que queda: en esa operación vemos los resultados de un aprendizaje por saturación.

Es que es la cultura del capital lo que ha saturado su propio sistema para derramarse como inteligencia (a la que se puede acceder con sólo mirar) y como clima histórico. Hacerse feriante es también hacerse fabricante, despachante y gerente; usurpar todos los eslabones de la cadena legal de producción –y sus conocimientos sistémicos– para aplicarlos en favor de un capitalismo más humano.

La defensa ideológica de La Salada que puede verse en Hacerme feriante tiene su fundación mítica hace unos años, cuando uno de sus mentores, Jorge Castillo, apareció en un programa de televisión con un ejemplar de No logo de Naomi Klein y le preguntó a su interlocutor, que lo asediaba en nombre de las leyes fiscales, si lo había leído.

La película conserva, para que no olvidemos el modo en que la hemos conocido sin visitarla, imágenes exteriores de La Salada. Allí la feria, vista desde diferentes monitores –un punto de vista en el que el documental se aleja de sí mismo para verse a la distancia a través de imágenes prácticamente robadas–, se manifiesta como un objeto impenetrable. Pero Hacerme feriante nunca renuncia a su fuerte, el viaje al interior de los hechos, donde halla un universo de fuerza laboral y ruidos vitales del que a la mañana siguiente quedará una resaca colectiva y el recuerdo doble de los visitantes: el de haber consumido y ahorrado.

En un momento vemos llegar al Intendente de Lomas de Zamora. Viene a cerrar algún tipo de acuerdo con los feriantes. Les ofrece un pacto: que se desplacen de la costa, que debe ser liberada para trazar un camino, a cambio de lo que en dos palabras resumiremos como un blanqueo laboral. Si se olvidan los contenidos de la discusión –concentrada en un solo tema: la desconfianza mutua entre las partes– se verá que es un momento televisivo de la película, un momento de actualidad que podría representar todas las épocas en las que hubo negociaciones –y acuerdos– entre tribus.

El primitivismo comercial, pegado a la actualidad que lo restablece para aliviar los modos de producción y los intercambios modernos de bienes que reducen al máximo las calamidades de la intermediación y el sobreprecio, es el tema de Hacerme feriante. Pero ¿un mercado de qué cosas es La Salada?; ¿qué es lo que allí se compra con tanta pasión? Se compran marcas. La marca es un password monogramático capaz de sostener la ilusión, y por lo tanto el engaño, de la movilidad social. ¿Acaso no es esa la orden que ha impartido siempre el capitalismo legal? Pero si no están dadas las condiciones legales para que una sociedad de consumo baja pueda subir a las marcas, ¿por qué no bajarlas si se cuenta con las condiciones materiales para hacerlo? En La Salada se baja tanto una remera de El Cardón –que podrá usar un peón de campo– como una camiseta del Barcelona F.C. o un jean Tucci. La bajada –exactamente en el mismo sentido con que se baja música o películas– es un recurso de aproximación por el que las cosas del mercado pueden ser compradas por quienes por tradición sólo han podido mirarlas.

Lo que también vemos en Hacerme feriante es el proceso de las cosas, la ruta fabril que va de una plantilla de papel sobre una tela a una prenda terminada. Y en el proceso de la industria no hay más que un vértigo copista que repite exponencialmente una forma o una fórmula. Si algo cambia, según vemos en el testimonio de D’Angiolillo, no son justamente los procesos que, como los productos, siempre son los mismos, sino la cultura de los recursos humanos. Sin uniformes, sin la figura del patrón ni la de su sombra –la tarjeta de ingreso y egreso– y con un perfil cuentapropista que suplanta al del obrero sindicalizado (sin “aportes”), también se vuelven informales la ganancia y la ilusión de independencia que los feriantes prefieren defender frente a las políticas formalistas que desean conquistarlos.

El final de la película es el de un fin de ciclo en el que el cooperativismo de hecho se desliza hacia el cooperativismo moderno. No vemos en ese cambio de paso un progreso, sino más bien una reaparición del control que deja atrás el trabajo silvestre y lo reemplaza por un servicio estandarizado bajo los patrones del capitalismo clásico. La escena será memorable por varias razones. En primer lugar, por la destreza cinematográfica de D’Angiolillo, quien decide violentar la materia y el ritmo de su película para darnos una medida de la catástrofe del cambio. En un cuadro que toma la imagen de la maleza costera de Lomas de Zamora, irrumpe un grupo de personas con bordeadoras, mamelucos y escafandras. Llegan precedidas del zumbido de las máquinas y todo parece apuntar a lograr un efecto: el de un desembarco extraterrestre. Allí desaparece el feriante y aparece, domesticado, un ejército destinado al mantenimiento de Lo Público.

 

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