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Los efectos K y Ñ y la penosa impotencia del campo literario

MÁQUINABLANDA

Iba a escribir acerca de la perplejidad ingenua de los intelectuales. Pensaba en el mal papel desempeñado por el gremio en la cobertura del 11M. Sus intervenciones fueron eso: cobertura. Y todo estaba dispuesto como para descubrir algo. Estaba todo al alcance, para pensar y crear, salvo la voluntad de los de la casta, siempre abúlicos y tendenciosamente calculadores: medrosos. Merdosos, en su perpleja ingenuidad… Me pareció que cada colapso de los acontecimientos produce un nuevo pliegue incómodo que tironea de la manta que nos cubre a todos y que eso sería la manifestación última del malestar en la cultura, que no es un malestar psíquico sino más bien ecológico o topológico, siempre espacial y funcional.

Y etológico, diría, antes que ético. En palabras de un coronel, o de quien le escribe, ya no es más hora de éticas: pasó la hora de la espada y es hora de dar la espalda a todo: era de etiquetas y códigos de barras que, a espaldas del producto, resuelvan radicalmente la apreciación, la evaluación y el abastecimiento.

Y mientras, en el campo intelectual, chacareros, peones, arrendatarios y contratistas coinciden en horrorizarse tanto más ante las manifestaciones del terror vasco, islámico o imperialista, cuanto más naturales les parecen la emergencia del código de barras, los cultivos transgénicos y la medicina prepaga.

De eso hay mucha manifestación secundaria: en la última década se ha incrementado la cantidad de miembros del campo intelectual que cría las llamadas “mascotas hogareñas” en sus detestables departamentos atestados de libros. Y entre esa gente asombra la cantidad que ha comprado perritos de raza. Parece una tendencia concomitante a la creciente inclinación por los vinos finos y hacia la cultura de catado, deguste y dilapidación asociada a su consumo. Hoy por hoy, en la cultura, quien ignore los rudimentos de la gastronomía y la enología es un discapacitado funcional para desenvolverse exitosamente en la compleja red de decisiones del campo.

Yendo de Barrio Norte hacia Belgrano y cruzando Palermo, sorprenden los cambios verificados en el color, la textura y la consistencia de la mierda de perros que abona las aceras de la ciudad. En cierto modo, se ha urbanizado la mierda, y esto es un efecto benéfico de la intervención de las grandes corporaciones en el mercado de alimentos para mascotas. El proveedor líder es la empresa suiza Nestlé, y hace poco ha mudado a Brasil la planta elaboradora de comida para perros que abastece a todos los supermercados de la Argentina.

En cambio, las editoras multinacionales han desplazado la producción de sus libros de las casas centrales a los suburbios de la Argentina. La comuna de Avellaneda está a punto de consagrarse como la capital nacional del best-seller. Mientras, proporcionalmente, la venta de libros en supermercados e hipermercados sigue creciendo a expensas de los roñosos sucuchos libreros y estimulada por el código de barras, que facilita el rápido escaneo de precios y la rápida lectura, al tiempo que, como signo fiscal, garantiza el imprimatur de la época.

Bajo la influencia de W. G. Sebald tuve la tentación de insertar en este escrito un par de *.gif o *.jpg ilustrando alguno de los códigos de barras que fiscalizan mis últimos libros junto a un testimonio del aspecto actual de los soretes de alguno de los rottweilers que vigilan los departamentos y, sin costo alguno, dan afecto a los pequeños hijos de mis vecinos. Pero contemplando que Sebald fue desacreditado por la autoridad de Rodrigo Fresán, que probó que es una figura de moda pasajera, evito la inclusión de imágenes mientras me guardo para otra oportunidad dar cuenta de la imagen que tengo del autor del celebrado Kensington Gardens.

No es fácil concebir las callecitas y los paseos de Kensington cagados por los perros y administrados por Aníbal Ibarra. Uno imagina los de Kensington bañados por la luz matinal y recorridos por viejitas de ojos azules que pasean un perro –uno y sólo uno per canosa cápita–, con las decrépitas manos derechas envueltas en guanteletes descartables con que tarde o temprano recogerán la inglesa mierda de su mascota.

Pero uno se equivoca, y la proporción de viejas dispuestas a recoger deposiciones es tan baja en la nublosa Londres como en la próspera Barcelona y la cirujeada Buenos Aires.

La diferencia es una cuestión meramente nominal, sonora: la palabra Kensington emite una atmósfera floral que fascina a los espíritus despistados de todos los fresanes y les impide verlos como lo que son: un territorio más de la guerra de clases y de las raras formas que va asumiendo en esta fase ulterior del desarrollo humano.

Campo intelectual. Fase superior. Nestlé. Alimento balanceado para mascotas. Sopitas Duhalde balanceadas para desocupados. Viejas portadoras de zoofilia senil alimentadas por la eficiente organización de los seguros de retiro semiestatales de la Europa neocolonial. Perros que cagan en Europa y América como instrumentos de opresión para una mayoría marginada de peatones y pobres por parte de los segmentos ociosos, decrépitos y pervertidos de la sociedad. Reflexiones obscenas sobre las relaciones domésticas entre las mujeres de edad y sus caniches blancos de rugosa y rojísima lengua. Reflexiones indignadas por la práctica de la infibulación en algunos países islámicos y alusiones obscenas al uso del velo islámico en países civilizados que ni circuncidan ni infibulan pero incentivan el aborto. Y horror: ¡consternado horror ante la barbarie vasca, islámica, kasaja, narcomarxista! Todo brota en el campo intelectual y tiende sus ramitas en todo el campo de las letras…

En el campo de las letras el último grito del malestar se eleva entre dos letras atávicas y casi superfluas del español, K y Ñ.

El efecto K paraliza por la no-indignación: ¿Cómo sobrevivir a un nuevo Estado que ni indigna ni dignifica? ¿Qué hacer en la cultura o en las letras que tenga una efectividad en la misma escala que, sin hacer nada, obtiene Kirchner con sus medidas vertiginosas y telespectaculares? Como antes, como en tiempos de la asunción del olvidado Alfonsín, la consigna puede seguir siendo la receta de Jinkis: no dejarse distraer. Pero esta vez, es momento de especificarla: no dejarse distraer por las acciones y las representaciones del Estado, y mucho menos por los efectos que ambas tienen sobre la conciencia asustada del que intentó pensar.

De modo que habría que invertir la formulación leninista y preguntarse qué no hacer, cómo no hacer, cómo no hacerse y cómo deshacer lo que las acciones y las representaciones del Estado, desde las pantallas de la actualidad, han producido en la vulnerable conciencia del que alguna vez se sintió llamado a dar testimonio de algo. Y ni hablar de los que nos señalan el ranking de temas del instante, la agenda pública, el menú cultural.

Y espectar en círculos y caminar circunspectos vigilando el estado de esas veredas que son el borde del mundo que quedó a nuestro alcance. Ahí, las veredas con su incesante ir y venir de viejitas, la mierda de sus perros y el trabajo metódico de cartoneros y cirujas habilitados por el Gobierno de la Ciudad.

Las veredas no tienen antenas. En las veredas casi no hay restos de periódicos. En los periódicos queda algún reflejo de cultura. Los suplementos. Es increíble, pero desde Lugones y Mallea se han formado decenas de generaciones de argentinos entrenadas en el desprecio por el suplemento cultural de La Nación: cultura de derecha, distribución meticulosa de hojitas de laurel a los autores de derecha y a gente del entorno social del diario que redacta libros. Y sin embargo, en la era K es el único suplemento que se puede leer sin reactivar la nueva perplejidad indignada.

Por ejemplo, Radar no se puede leer. Radar es el suplemento del matutino Página/12.

Mejor dicho, son dos suplementos: uno, el Radar, dedicado a cubrir el espacio intermedio entre lo que se suele llamar cultura y la cultura pop: agenda de espectáculos, modas y tendencias sexuales, veraneos, y –muy especialmente– publicidad encubierta de eventos, grupos musicales de poco valor y sellos grabadores de muchos recursos.

De este Radar, el Radar “cultural”, queda la impresión de que utiliza lo que tendemos a llamar “cultura” para trivializarla y demostrar que en los filósofos y grandes artistas habría algo pertinente al mundo de las recomendaciones de turismo para cada verano, a los éxitos de la tele y a la excentricidad de las figuras mediáticas.

El otro suplemento Radar se llama Radar Libros y en esto Página/12 sigue la tendencia adoptada por El Mercurio de Santiago, y también copiada por Clarín de la Argentina, que consiste en mantener en compartimientos separados el interés cultural y los intereses que se suponen literarios, es decir, los de la industria editorial.

Página/12 cifra su poco éxito en la inversión de la fórmula de Timerman que proponía escribir la cultura con la izquierda y la economía con la derecha. Fue esa la inteligencia de Primera Plana y del diario La Opinión. En la estrategia de Página/12 no hay huellas de inteligencia: es como si por la inercia de su propio peso, la estética y la ética del ex director Lanata siguiesen conduciendo un matutino cuyos lectores y colaboradores imaginan progresista.

En la estrategia del suplemento Ñ de Clarín, todo debió ser calculado, excepto el malestar que su existencia e inconsistencia provocarían en la gente de letras. Clarín dio un paso más allá de El Mercurio: mientras los chilenos con sus suplementos se limitaron a tabicar cultura y letras, con su nuevo Ñ, primer suplemento de lectura optativa y condicionada a los dispuestos a pagar, avanza hasta segmentar nítidamente al público. Para acceder a Ñ hay que pagar: Ñ cuesta cincuenta centavos y no vale nada. Su posicionamiento parece obedecer a una estrategia de marketing, pero no muestra más que una táctica de cost-saving, como si respondiera a la consigna macroeconómica de “vivir con lo nuestro” del economista Aldo Ferrer. El suplemento de Clarín se hace con las sobras de su redacción, donde pululan cronistas de espectáculos, vida cotidiana, policiales y deportes dotados de fuertes inquietudes literarias y, muchos de ellos, ansiosos por figurar en un espacio cultural donde sus numerosos “libros en preparación” jamás merecerán un comentario.

Parte del malestar que Ñ produce entre la gente literaria es gremial y habrá que imputarla a la merma de changas. Con Ñ se terminaron de cortar las colaboraciones, y, con ellas, se cortaron los ínfimos honorarios que la generosidad de Clarín destinaba a gente de letras dispuesta a colaborar y capaz de redactar y de tener actualizado su código de identidad tributaria, que eran todas las condiciones requeridas para habilitar a alguien como comentarista de libros.

Como todo producto industrial, Ñ tiene su código de barras. Su ideograma y la larga cadena de dígitos y letras que representa figuran en el ángulo superior derecho de la primera página de cada edición. Hay una marca de dulce de batata y otra de alimento para gatos que tienen dígitos parecidos, de modo que, cada sábado, el personal de super e hipermercados debe calibrar la sensibilidad de sus scanners para evitar que la registradora facture a los clientes distraídos un artículo más caro, y de mayor valor proteico y cultural.

En el centro de la tercera página de Ñ hay una columna anónima y permanente destinada a censurar los malos usos del lenguaje por parte de modelos y gatos de la televisión, voceros de prensa de la policía, jugadores de fútbol y redactores semianalfabetos del diario popular Crónica. Pero en las otras tres columnas permanentes de la misma página –una destinada a recoger testimonios orales de artistas, otra a insertar y comentar testimonios fotográficos de artistas y figuras más o menos culturales, y otra, llamada “Palabras Cruzadas”, a recoger las reflexiones semanales del poeta Aulicino–, cualquier lector puede encontrar ejemplos más elocuentes de la torpeza mental que suelen indicar los errores gramaticales y de léxico. Por ejemplo, en la misma página donde se censura el error ortográfico de un diario popular, se inserta esta profunda reflexión del poeta: “el campeonato de fútbol es una metáfora reiterada, acaso vana, sobre el eterno enfrentamiento de las pasiones”. En otras ediciones, donde aparecen burlas a errores conceptuales, se pueden encontrar, compensatoriamente, uno que otro error ortográfico, en los que repararán muy pocos entre los poquísimos lectores de Ñ, más atentos a sobreponerse al horror estético que a demorarse vigilando letritas de palabras insignificantes.

Y casualmente, son redactores de Clarín y de Página/12 quienes popularizaron la expresión “vergüenza ajena” para esa emoción que el español hace siglos designa con el término “bochorno”. No es fácil elucidar la diferencia entre lo que llamé “horror estético” y lo que bien se llama “bochorno”, pero apelando a la combinatoria de los que acuñaron la “vergüenza ajena”, especificaría mi horror estético como una forma de “bochorno agredido”, que evocará la bofetada virtual que a la gente de letras espera detrás de cada página de Ñ.

Como todo artículo industrial, el suplemento de Clarín viene muy estandarizado. Siempre en sus páginas 19 y 20 despliega una agenda que aconseja siete actividades posibles para cada uno de los siete días de la semana. ¡Son cuarenta y nueve eventos culturales disponibles para todos los que tengan tiempo y carezcan de un fox terrier para pasear por la vereda…! La agenda de Clarín es una herramienta valiosísima en tiempos de subempleo y flexibilización laboral, y no en vano Buenos Aires atrae tanto turismo europeo. Pero que nadie piense que esta agenda es copia de la que desde hace años, y siempre los domingos, presenta Radar en sus páginas 10 y 11. Lo prueba el hecho de que el calendario de Radar está desplegado horizontalmente –una columna de página para cada día– mientras que el de Ñ, más optimizado, ordena los días horizontalmente, y, para mayor claridad, agrega en el borde superior de la página una réplica del mismo almanaque que la gente suele colgar en la pared del baño para notificarse de en qué día está cagando. La agenda Ñ de Clarín no es una copia, sino un emergente de la misma incapacidad de discriminar y comunicar que dio origen a la del suplemento de Página/12.

Cada medio encuentra con facilidad una metáfora de su estilo. Radar lo consiguió con su columna permanente que se llamaba “Separados al nacer” y se ha iconizado al extremo de que ya se publica sin título. En ella, en cada número, alguien enfrenta dos fotos distintas de personas parecidas (a veces son apenas dos fotos parecidas de personas…) en las que los nombres aparecen invertidos. La gracia está en notificar al lector de que el suplemento está armado para personas que encuentran graciosas las semejanzas entre personajes de mundos diferentes y gustan de burlarse de los defectos fisionómicos de personas más o menos conocidas. Por mi parte, ignoro la mayoría de los nombres y nunca reconozco las caras de los personajes retratados, de modo que deben proceder del ámbito de la televisión o de los espectáculos deportivos de masas. Es cierto que del consumo de estas fuen tes proceden los compradores de Página/12, pero tratándose de un suplemento “cultural” siempre se espera que, por algún recurso sutil, el medio interpele a otras demandas de información de los lectores. De allí viene lo que en algún párrafo anoté con las expresiones “malestar” y en otros con “horror estético” ante Ñ y Radar.

Uno se autodenigra conscientemente al someterse a la lectura de estas cosas. Masoquismo. Frivolidad. Curiosidad: ¿me nombrarán en este número? Costumbre. Pero cuando cada página está diseñada para recordarle la subordinación y la propia estupidez, sobreviene la perplejidad indignada, el malestar estético que acompaña a la fealdad de uno mismo. El maestro que guía al narrador de la excelente El jardín de las máquinas parlantes de Alberto Laiseca existió y se llamaba Enrique César Llerena de la Serna. Ante estas emergencias del malestar y de la angustia, el buen gurú recetaba cojer. Es buen método, y si uno lo logra, termina de alguna manera satisfecho y convencido de que, en algún plano, estos operadores de la prensa y los negocios han fracasado en su intención de reducirlo a la más penosa impotencia.

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