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Siempre quise escribir un artículo que empezara así: “Nunca vi a Sumo en vivo”. Creía que ese era el gesto máximo con el que retorcer un tic de legitimación que el discurso montado sobre Luca Prodan nos legó: el aura del “haber estado ahí”. Con Luca, la tendencia a la “testimonialidad” de los rockeros argentinos, en vez de desactivarse, se pronunció hasta la anécdota más hagiográfica. El chiste cuenta que todos los que hoy andan por los 30 o más alguna vez tomaron una ginebra con Luca. La leyenda, que “El Pelado” llega a estas tierras como un misionero bueno del rock inglés, con el objetivo de quitarse lo peor de aquel Rock (su adicción a la heroína) y para modernizarnos, porque él “había estado ahí en el momento y el lugar justos”, en tanto nosotros todavía creíamos que el jazzrock era la posta. Ya no creo en esa hipótesis: él se aprovechó de la diferancia (una especificidad que resulta de la distancia espaciotemporal) de nuestro rock periférico, para crear aquí su “Rockoliche” (lo suyo fue digerir aquí, a destiempo, la música antes absorbida en Gran Bretaña). La originalidad de Sumo es tan nacional como internacional, gracias a la “des-sincronía” que impone rockear acá, tan al sur del Centro angloamericano. Cuando Prodan parecía habernos sintonizado con el post-punk inglés, el movimiento ya no existía: Joy Division hacía tiempo que era New Order. En 1985, el homenaje que implica el nombre “Divididos por la felicidad” carga con la misma nostalgia que exhibió Spinetta Jade en “Siguiendo los pasos del maestro” (instrumental de 1981 –año en que se va definiendo Sumo– donde se rinde tributo a John McLaughlin, epítome del jazz-rock). Lo de Sumo es una renovación de fuentes, no una actualización (los últimos Soda Stereo llegaron hasta el esnobismo con esta segunda actitud). Por supuesto, no podría dudar de la potencia de la banda en vivo. Pero su obra en estudio es impecable, y pocos grupos en este país han logrado sonar así en una grabación, con el mismo porcentaje de soltura y de ajuste, de experiencia y experimentación; en un equilibrio envidiable entre performance y tratamiento. Este artículo tampoco se centrará en su música, como quería mediando los noventa, cuando pensé en aquel ensayo donde descartar todo el bukowskianismo acriollado que se concentró en el personaje creado por la biografía y la obra teatral de Carlos Polimeni, y que luego llevó al cine Jorge Coscia. Me gusta que ese análisis siga pendiente: protege una música única, cuyo potencial no pudo ser desarrollado por los “discípulos” de Luca. Cuando este se apropió del reggae catalizó su impureza genética en vez de estilizar su forma genérica (tarea demasiado compleja para Los Pericos y demás…).
Mejor no hablar de ciertas cosas. Pero, sin querer, me da la ilusión de crear mi propia mistificación alrededor del nombre “Luca Prodan”, un imán de imaginarios si los hubo.
Llamemos “Luca” a una condensación de mitos: 1) el de un ídolo que se ganó “el corazón de la gente” a fuerza de genialidad, carisma y una vida extrema (así se ve desde el público, visión que el populismo de turno ya ha convertido en nombre de calle, busto y una pensión declarada “de interés cultural”); 2) el del rupturista que “refundó” el rock argentino en los ochenta (versión periodística), y 3) el de modelo de rockero “auténtico” (“feo, sucio y malo”, según el eslogan de la película Luca vive) a seguir (ideal de yo de la mayoría de los músicos que vinieron después). El monumento patrio, el mesianismo parricida y el patrón: puro paternalismo, al fin y al cabo. ¿Pero el líder de Sumo no era aquel que llegó de Europa para reírse de nuestro respeto a los símbolos patrios (“Que me pisen”) y a nuestro padre San Martín (“Mañana en el Abasto”), además de entonar un irreverente inglés en plena Falkland’s War?
El crítico de rock argentino Eduardo Berti ha inaugurado una fructífera comparación de Witold Gombrowicz con Prodan. Traza paralelos en sendas vidas de outsiders de la rutina cultural argentina: mientras uno se enfrenta al statu quo de la Literatura oficial, el otro lo hace contra el establishment rockero. No coincido; no existió ningún heroísmo solitario: ya lo habían intentado con más coraje, y desde adentro, Virus, V8 y Violadores. Pero vamos a los detalles que nunca son insignificantes. Releyendo el “Diario argentino” de El Polaco, se topa uno con una muesca lingüística: escribe “goal” en vez de “gol” a la hora de hablar del tanto en un partido de fútbol. Por su parte, Luca ruge “¡Argentina!” en “La rubia tarada”, con la garganta que se exprime en estos lares para gritar un gol. De ese modo borra su origen “angloitaliano” para nacionalizarse automáticamente con su performance vocal. Gestos opuestos, el de “goal” y el de “¡Argentina!”: uno sacude la naturalidad con que se nacionalizó aquí el término inglés, mientras el otro inaugura una manera de vocalizar que será marca de legitimidad “argenta” para nuestro rock. El rock argentino siempre prefirió ver su fundación en la imposición del castellano y la temática local. Prodan desafía el rock post-Galtieri: cantar en inglés durante la guerra de Malvinas equivalía al anatema antipatrio total.
Luca contaba con la “impertenencia” a su favor: la ironía privilegiada del que no es nativo. Más aún: como busca demostrar el documental Luca (de Rodrigo Espina), nuestro ídolo arrancó con origen mixto (madre escocesa, padre italiano nacido en Turquía) y la desterritorialización fue su motor (de Italia a Gran Bretaña, de ahí por Europa hasta aterrizar en Argentina). Por eso, este nómade apátrida, en “Que me pisen”, se reía de la neurosis del argentino que quiere a su bandera “planchadita, planchadita”. Sin embargo el mayor extrañamiento se produce cuando canta, no en inglés, sino en castellano. La excepcional “Mejor no hablar de ciertas cosas”, con letra del Indio Solari, es como una “Por” (Spinetta, Artaud, 1973) de los ochenta. Junto con “Caricia azul o si no soledad carmesí” (Virus) y “Viejos patéticos” de Los Violadores, se impone como una deconstrucción de la lírica típica del rock argentino. Es más perversa aún, porque conserva el “hermetismo” spinettiano pero deshace la sintaxis, se disgrega en palabras sueltas, moviola psicótica. El colmo del malentendido llega con “Nextweek”: como el público la pedía como “Nesquik”, Prodan incluye esta marca de chocolatada en la letra. Convierte “goal” en “gol”. Y en esa traducción descarriada radica acaso toda la genética de nuestro rock. La clave es la lunfardización del inglés: así se fue folclorizando el rock en este país. Luca mismo fue nacionalizado (¡fue un desafío, pero se logró!), y en ese proceso pudimos vislumbrar cómo nuestro rock quiso naturalizarse borrando su origen anglo, igual que los equipos de fútbol o las estaciones de tren. Fíjense: como se dice “Ñuls” o “Bánfil”, Pappo escribía “blus”. Gol.
Aquí es cuando debemos volver al rugido “¡Argentina!”. Si las letras en inglés eran apenas oídas y comprendidas, si su mensaje antidisco y anticoncheto (nada nuevo en la cultura rock local, del Travolta con tomatazo de la revista Expreso Imaginario para acá) era ignorado por los conchetos que bailaban “La rubia tarada” o “Los viejos vinagres”, entonces la impronta de Luca es más que nada un meme fonético. Ricardo Mollo cuenta que, siendo él guitarrista de Sumo, una vez el italiano le hizo cantar unas estrofas y lo aprobó como cantante. Esa gola expectorante pasa como cetro a Mollo (hoy en Divididos), para reproducirse en Chizzo (La Renga), Iván Noble y Manuel Quieto (La Mancha de Rolando). Oírlos hablar y luego cantar impresiona: sus voces son más agudas que la de Luca, lo cual los condena a la impostación. La puesta en escena de la guturalidad parece legitimarlos como “rockeros”. No hay que olvidar que la frase completa de Prodan se refería a un boliche de esquina con gente despierta tomando ginebra: “¡Esta sí que es Argentina!”. “Hay diferencias entre lo autóctono y lo auténtico”, le explicaba el Sumo a Gloria Guerrero en 1986; ejemplo de lo primero eran los farsantes que usaban ponchos iguales para hacer folclore; de lo segundo, un borracho de verdad en un “lugar de última” cantando un tango.
La “curación” luquiana de lo argentino ironizó sobre los clichés simbólicos de la Patria, sí, pero también legó una imagen de Padre ante una horda rockera que lo envidiaría siempre por “saber gozar” (el “haber estado ahí”, el haber atravesado “lo feo, sucio y malo”). En aquel rugido dejó inscripta la connotación de lo “verdaderamente argentino” (“lo bajo” gombrowicziano); de ahí el esfuerzo de sus descendientes por imitarlo. Justo en esa mímica vocal al borde de la farsa –en la que se basa mucha de la acrítica credibilidad del bautizado “rock barrial” o “chabón” de los noventa– se reconoce el legado de una renacionalización “antipatriotera” del rock argentino, que tuvo a Luca Prodan como su mentor. ¿Que “rock nacional” suena a oxímoron? Piensen: un extranjero apátrida estableció que lo argentino se canta así, y cuando otro lo imita ¡es automáticamente creíble! Y todo se concentra en una texturación de la voz…
Divididos en La era de la boludez y después Bersuit en La argentinidad al palo retomarían el sarcasmo contra la institución escolar de lo patriótico y contra lo pintoresco para turistas. Otra vez, lo que parece negativo es en realidad la ratificación de nuestro profundo chauvinismo rockero. Lo “nacional(ista)” del rock argentino.
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