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En el segundo fascículo de la revista La marcha: Los muchachos peronistas, en cuyos cinco números se pueden leer diversos textos sobre el primer peronismo y la historia de la marcha, hay un artículo del director de la interesante publicación, el fallecido periodista y economista Julio Nudler, sobre la continuidad de la censura a las letras de tangos durante el primer gobierno peronista. Esta censura, que había empezado en 1943 y continuó durante unos años, consistía en el reemplazo o eliminación de términos lunfardos y expresiones que sonaran a crítica social, erotismo, alcohol, sordidez. Según señala Nudler, nada indica que a Perón le interesase especialmente la cuestión, pero lo cierto es que dejó hacer a los sectores más conservadores y retrógrados que se habían incorporado al gobierno. Quedan de esta época unas versiones pacatas y espantosas de “Mano a mano” –sólo para dar un ejemplo, se cambiaba “en mi pobre vida paria” por “en mi existencia azarosa”– y de muchos otros tangos. Pese a la inteligencia retórica que mostró al apropiarse de términos que los antiperonistas habían usado injuriosamente (“descamisado”, por ejemplo, o “cabecita negra”), y resemantizarlos como positivos y exaltadores de la propia valía, ese primer peronismo sostuvo la represión de lo obsceno, lo bajo y lo erótico en una de las producciones centrales de la cultura popular de la época, el tango, cuyo universo semiótico el propio Perón había utilizado para dar a sus discursos notas de sentimentalismo y hasta de cierto patetismo. Es evidente que, en ese punto, el peronismo no podía ir más allá de los patrones culturales del momento y reproducía desde el aparato del Estado la moral dominante –nada mejor que La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas para leer la moral reprimida y represora de aquellos tiempos–. Unos años más tarde, producto de la presión de Sadaic, la censura se fue relajando y las palabras lunfardas y obscenas pudieron volver a los tangos.
Desde su gestión en la Secretaría de Trabajo y luego como presidente, Perón se pone a la cabeza de la clase que emergía con fuerza en el posicionamiento público de sus demandas: la de los trabajadores. A través del peronismo se constituye, articula y legitima como sujeto político y social el sector que en la sociedad conservadora permanecía como lo reprimido, lo innominado. Como sostiene Daniel James en Resistencia e integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976, más tarde el Estado peronista se ocupó de institucionalizar y controlar el “desafío herético” que había desencadenado; baste recordar el célebre mandato: “de casa al trabajo y del trabajo a casa”.
Si nos remitimos, haciendo una riesgosa pirueta histórica, a nuestro presente de hegemonía del peronismo “progre”, es patente que la moralina conservadora de antaño hoy la sostienen insistentemente la Iglesia y los sectores cercanos a ella –esos que, cada tanto, como en el intento de censura a la muestra retrospectiva de León Ferrari, aparecen en el espacio público para reclamar el recorte de libertades–. Al mismo tiempo, en el acto justicialista del pasado 25 de mayo pudo observarse un intento fuerte de resucitar cierto “espíritu patriótico”. En este sentido, da la impresión de que, con un tinte “progre”, se esté reeditando el aspecto nacionalista de la retórica peronista. En el discurso oficial, lo que retorna del pasado son sintagmas como “unidad nacional” y “patria grande”. Estos eslóganes podrían hacer pensar en los “significantes vacíos” a los que refiere Laclau para definir el populismo en La razón populista; sólo que en este caso no se trataría de significantes que articulan demandas parciales, diferenciales, en una mayor, la “demanda popular” –constitutiva de eso que llamamos “pueblo”–, sino más bien de señales, más abstractas que vacías, de una estrategia de acumulación de poder desde el poder mismo. Cabe, entonces, preguntarse: ¿este peronismo está articulando las demandas de los que habitan en la precariedad? Claro que hay una caída del índice de desocupación producto del crecimiento de la economía, pero es sabido que el publicitado descenso a un dígito no es tal, ya que se está tomando como empleados a alrededor de un 3% más que reciben subsidios de 150 pesos. Por otro lado, entre los que están empleados hay casi un 50% que trabaja en negro, con todo lo que esto implica. No se vislumbra una política que tienda a modificar esta situación estructural que viene desde los años noventa. Estas parecen ser hoy las obscenidades vergonzantes que silencian eslóganes como “una patria para todos”. Si bien este peronismo, por fortuna, ya no se preocupa por reprimir lunfardas sordideces ni procacidades, esconde no obstante algunas “ropas sucias” soterradas bajo el discurso por demás triunfalista que predominó en la plaza del 25.
La plaza del ghetto se reduce a los límites del ghetto. Héctor Libertella, El árbol de Saussure. Una utopía.
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