Panelistas

MÁQUINABLANDA

 

Según el Diccionario de la Real Academia, el panel es un “grupo de personas seleccionado para tratar en público un asunto”. De acuerdo con esta acepción, el panel es una variante más de la intervención pública autorizada, papel que los intelectuales transitan desde siempre, a veces de manera crítica y revulsiva, a veces de manera aristocrática, muchas veces de manera poco edificante. El intelectual sabe de paneles, porque ha estado en congresos, debates, presentaciones de libros, mesas de actualidad. El panel fue siempre un lugar apropiado para el intelectual, un lugar permitido, legitimado y seguro. Últimamente la novedad es que el panel parece ocupar un lugar relevante en la televisión, e incluso se convirtió en el espacio para que algunos intelectuales opinen, polemicen y, básicamente, hagan de sí mismos. Ahora, y esta vez frente a cámaras, el intelectual se crispa, defiende, grita, pero además toma partido por los humores de las chicas y chicos que vegetan en el reality show más visto de la televisión argentina. Parece que, a diferencia de sus primos los intelectuales “serios”, el intelectual en el panel de televisión la pasa bien. El intelectual, por fin, es parte de la fiesta.

No se trata, sin embargo, de hacer señalamientos y dar lugar a comentarios de orden moral motivados por la presencia de tal o cual en la tele. Se trata, sí, de recordar que la televisión y los medios conforman una maquinaria que piensa y controla hasta el último detalle. Aquel que pase por los medios manejará con mayor o menor astucia, habilidad y honestidad la tensión entre los propósitos, las necesidades y las inquietudes personales y los lugares que ese aparato concede, todos ellos perfectamente supervisados y –dicho de un modo que en este caso no puede ser figurado– monitoreados. El aparato de la producción televisiva contemporánea es tan opresivo que puede enajenar cualquier atisbo de singularidad, por eso no es difícil pensarlo como una estructura que promueve y reproduce, una y otra vez, determinadas figuras de intelectual, más allá de los individuos particulares que las encarnen. De ahí que parezca posible arriesgar una suerte de tipología de intelectuales-panelistas, cada uno con su idiosincrasia. En esa tipología podrían desfilar, a veces serios, a veces sarcásticos, siempre encendidos por la enrarecida luz de la pantalla, el opinólogo, el dandy, el costumbrista, el auténtico, el pedagogo, el rebelde. Uno podría pensar dos extremos para esta tipología, que no busca ser otra cosa que una manera de expresar el sistema de papeles que configura y reparte el aparato televisivo. En uno de esos extremos estaría el intelectual kamikaze, dispuesto a casi todo y a decir y opinar de todo, se diría que movilizado por peculiares motivaciones o resentimientos. El kamikaze puede aparecer sin remordimientos en escena flanqueado por dos o tres alcahuetes del orden chismográfico-televisivo, o puede ser alternativamente pícaro, canchero, arrebatado, alucinado, atorrante, futbolero, biempensante, nacional y popular. En el otro extremo del sistema se encontraría aquel que podríamos llamar el intelectual etnógrafo, quien, en una especie de variante autoirónica del intelectual en la tele, representa en el panel televisivo la función del especialista que aporta un saber y una reflexión específicos. Algunos de estos etnógrafos, preferentemente de origen académico, han sabido ocupar en el pasado lugares destacados en los paneles del ya mencionado reality show. Lo que se produce en esos encuentros entre el panel y el etnógrafo es una especie de pacto, de negociación: el reality se ríe de sí mismo construyéndose ante las cámaras como objeto de análisis, mostrando su capacidad de adelantarse incluso a los discursos más críticos, y el etnógrafo, como ningún otro intelectual televisivo, sostiene la coartada de fundamentar su temporada en el infierno transformándola después en trabajo de campo, como si el panelista hubiese sido un pulcro observador de la tele y los chicos del reality, primitivos habitantes de un triste trópico electrónico. El etnógrafo sabe, como lo saben aquellos intelectuales que adoptan su máscara en la pantalla, que la observación y el método lo distancian de su objeto de estudio, y lo alejan también del riesgo tan temido de la contaminación y de la pérdida (de la conciencia, de la razón, de la integridad, del lugar propio).

Pese a la existencia de estas zonas de contacto, y precisamente porque piensa y se piensa de manera sistemática –de ahí la centralidad de las productoras, los productores y el rating–, la tele no es el espacio propio de los intelectuales, y decididamente no parece ser el más apropiado para ellos. El modo en que piensa la televisión actual no es muy afín al modo en que pensaron tradicionalmente los intelectuales, y por eso en la TV argentina el intelectual o bien hace el ridículo o bien debe conformarse con conseguir alguna decorosa aparición, más o menos autopromocional, en los previsibles programas “culturales”. Ciertamente, la TV no rechaza a los intelectuales; al contrario, se los apropia sin complejos. Es verdad que pocas veces se los deja solos frente a cámara, pero cientos de ellos cumplen funciones muy activas en el opaco “detrás de cámara” de la TV: los intelectuales son guionistas, productores, programadores y, en última instancia, panelistas. Si se considera a los intelectuales –desde una definición que tal vez suene antigua, pero en este caso vigente– como aquellos que se ocupan de la organización de la cultura, sería posible confeccionar una amplia lista que iría desde el joven pasante universitario hasta el jefe de programación del canal más visto del país. Visto que la TV es un influyente producto de la cultura, está claro por qué necesita a los intelectuales y por qué los devora, por qué los hace propios al costo de sustraerlos, en muchos casos, a espacios más tradicionales como el periodismo a secas, la academia o la literatura.

La televisión de masas mide, es pura instancia cuantitativa, es acumulativa como la lógica del dinero, cumple siempre una función enajenadora, y esto no puede resultar inadvertido para quien pase por ahí. Sin embargo, su presencia e influencia son realidades incontestables, y es también un dato de la realidad, por otro lado, que muchos recurren a los medios y la televisión como forma de subsistencia, tanto como en otros tiempos se recurrió al folletín, al periodismo o a otros ámbitos que para los espíritus aristocráticos en su momento pudieron resultar poco dignos. Por eso, y a pesar de todo, tal vez haya un momento de verdad en la presencia de los intelectuales en la TV. Como a menudo sugieren las intervenciones que se multiplican en blogs y sitios de Internet, quizá se trate de encontrar, ya no una dimensión crítica de los medios, pero sí un valor comunicativo, que a veces se adivina en los vagos intentos de hacer televisión cultural diferente, en las apariciones casi subterráneas de discursos singulares o hasta en ciertos gestos de buena conciencia. La pregunta será siempre cómo participar sin sucumbir a la domesticación, o cómo lograr que la palabra mantenga horizontes de libertad y autonomía. Quizás un primer paso sea reconocer que la relación con los medios electrónicos de masas sólo puede ser paradójica, conflictiva, tensa, a veces de asimilación y a veces de ruptura. Entonces sí, tal vez, se puedan volver a pensar y atravesar los medios como si fuese la primera vez.

 

1 Sep, 2007
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