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“Donde empieza el dolor físico, termina la experiencia estética”, me dijo hace un tiempo, muy serio, un amigo –un compositor de Buenos Aires, dueño, hay que aclarar, de una obra que se arriesga dentro de aguas muy poco frecuentadas por la neoacademia de la música contemporánea–. Nuestra conversación giraba alrededor de lo que se suele denominar “noise music”, “ruidismo”, “música post-concreta”, o simplemente “noise”. Este territorio se hace visible y a la vez sufre la síntesis de una etiqueta pensada, como todas, para dar nombre a una serie de fenómenos estéticos en los que quiere verse una subcultura detrás de la cual, se supone, laten un mercado y unos consumidores. Pero en realidad, más allá de cuestiones de industria cultural, en él trabajan algunos artistas notables cuya radicalidad es lo bastante seria como para separarlos de los simplemente eclécticos, los epigonales, los continuistas y los oportunistas. Es necesario, entonces, hacer nombres: Francisco López, Zbigniew Karkowski, John Duncan, Merzbow, por mencionar a algunos de los más destacados e interesantes. Con los nombres empiezan las diferencias, no sólo en modos de producción y objetivos entre unos y otros, sino entre las diversas obras en cada caso individual. No obstante, es posible intentar una aproximación a los aspectos comunes de sus prácticas y lo que estas abren para el dominio musical.
Volviendo a mi amigo, lo notable es que no había escuchado aún a ninguno de los nombrados, y sólo reaccionaba espontáneamente a mi relato –quizás demasiado entusiasta y falto de distancia para ser una crónica fiel– de un concierto del compositor polaco Karkowski, y cuyo énfasis recaía en la cualidad de las –literalmente– aplastantes masas sonoras puestas en juego. Pero en su comentario había sin duda una nota de advertencia. Me pareció ver la marcación de un límite, una última línea de defensa detrás de la que resiste el núcleo de una disciplina. Vale la pena preguntarse entonces qué es lo que provoca resistencia.
Hace ya casi un siglo que el ruido ha sido incorporado a la música occidental, en pie de igualdad con los sonidos denominados “musicales”. Con estos sonidos considerados, según una convención aún hoy ampliamente vigente, “interferencias no deseadas”, las vanguardias produjeron lo que a esta altura cabe considerar una larga y rica tradición de trabajo: desde los futuristas hasta la música concreta, desde John Cage y David Tudor hasta Cornelius Cardew y la música improvisada. Por lo tanto, ¿qué es lo diferente o novedoso en esta experiencia? Y, sobre todo, ¿qué amenaza con destruir?
Cuando se habla del trabajo con ruidos en la música contemporánea oficial –la que se produce en y para los circuitos especializados, los ámbitos universitarios y las salas de conciertos–, por lo general se alude a piezas compuestas para instrumentos acústicos tocados de modos considerados no convencionales; obras cuyo material es generado o manipulado electrónicamente, o a ambas cosas a la vez. Pero ¿todavía es posible considerar experimentales estas propuestas? Es dudoso. Intentar hacer una música basada en el ruido con instrumentos de los siglos XVIII y XIX, y al mismo tiempo suponer que se asume un riesgo artístico, es quizás hoy tan incongruente y pretencioso como la idea de crear un “solfeo concreto”, propuesta por Pierre Schaeffer en los 50, de la que se burló en su momento Cage. Porque esos instrumentos, después de décadas de extended technics, de instrucciones para soplar, rascar, golpear, desarmar, manipular, chillar e intervenir, desde adentro y desde afuera de cuerdas, puentes, cajas, tubos, orificios, embocaduras, lengüetas, etc., ya no producen “ruido” o, si se quiere, no logran producir el efecto estético de discordancia que las vanguardias asociaban al ruido: todas sus posibilidades sonoras están hipercodificadas y se estudian en workshops y en conservatorios. Otro tanto puede decirse de la música electroacústica “oficial”, salvo algunas honrosas excepciones.
En lo que respecta a la noise music, es evidente que privilegia dos parámetros en particular y a ellos subordina todos los demás, hasta casi hacerlos desaparecer: amplitud e intensidad. También está claro que trabaja con sonoridades que en circunstancias generales se consideran abrasivas, insufribles, desagradables. ¿Hasta llegar al dolor? De ninguna manera. Aunque muchos espectadores –sobre todo, curiosamente, los músicos “profesionales”– reaccionen indignados y hablen de “ataque” y “agresión” sónicos, la vivencia no difiere de la de escuchar un concierto de death metal. Se trata sí, por supuesto, de sonidos extremos, de decibeles exasperados, en el límite mismo de lo audible (aunque del lado de acá). Pero no es la cantidad de decibeles el núcleo de la polémica y la incomodidad.
Podría arriesgarse, si uno recuerda la epistemología dadaísta propuesta por Feyerabend, que la noise music abre para el arte sonoro la posibilidad de una “semiología dadaísta”: que pretende destruir la semiosis musical en dos de sus dimensiones más importantes, la poiética y la estésica, de acuerdo con la célebre tripartición de Jean-Jacques Nattiez y Jean Molino. Respecto de la primera, muestra una despreocupación por la “forma”, por la “organización del material”, tal como no se encontraba desde hace mucho en la producción sonora occidental. Se trata de una indolencia, un cuasi informalismo que se precipita, de manera consciente y entusiasta, en lo que Adorno condenó en su momento como renuncia al “proceso de articulación”; renuncia, es decir, al planteamiento de la obra como discurso y “momento expresivo”. Parece, pues, una saludable réplica al brote de control absoluto con que, desde la aparición del movimiento espectral –y su reintroducción de la idea de autor–, están comprometidos muchos compositores actuales. En cuanto a la recepción, en las reseñas de conciertos ruidistas son muy frecuentes las referencias a “muros” o “paredes” sonoras, con las que se “confronta” al oyente. Esas expresiones aluden a la densidad del material y a lo arduo de su escucha. No son metáforas, sino descripciones. Lo cierto es que en muchos casos la intención es precisamente bloquear la escucha auditiva, provocar una “sordera” temporaria, promoviendo en cambio una “escucha de inmersión”, una experiencia física abrumadora, en la que el cuerpo es expuesto a un flujo de potencia sónica que –así parece– está más allá de cualquier discurso musical.
Para seguir con las dimensiones propuestas por Nattiez/Molino: ¿qué quedaría, entonces? ¿Un puro nivel “neutro”? Pero la pregunta crucial no es esa, sino: ¿es esto música, Música? Karkowski –quien se formó, entre otros, con Messiaen, Xenakis y Aperghis– asegura impávido que muy probablemente no pueda denominarse así lo que él hace. De modo que tal vez lo más importante no sea la discusión sobre los valores “estéticos” del ruidismo. Lo decisivo sería que su “praxis de demolición” nos permite pensar hasta qué punto, como sostuvieron Vincent Dehoux y Robert Zimmerman, (en Musique en jeu, N° 32, 1978) “este vocablo [música] no hace sino funcionar como ideología”. Porque “lo difícil de soportar no son las sonoridades en sí mismas (uno llega cotidianamente a aguantar bien una multitud de sonidos), sino el hecho de que se atribuyan la palabra ‘música’ adaptándola a una modalidad de enunciación diferente”.
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