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La imagen aparece en la pantalla del televisor sintonizado en Fox y dura exactamente un segundo. En el reloj del espectador son las 22:56:11 hora argentina de un lunes de julio, digamos, pero lo que cuenta es la coincidencia exacta de minutos y segundos con el reloj digital que ocupa el centro del cuadro, y cambia al ritmo de un tictac sordo, como de latidos de un corazón acelerado. La ilusión del tiempo real multiplica la tensión electrizante de las escenas recortadas en el resto de la pantalla y el espectador, nunca más persuadido de que el tiempo vuela, sabe que sólo quedan tres minutos y cuarenta y nueve segundos para que una de las escenas se despliegue y le dé un respiro con alguna resolución inesperada, antes de que el reloj marque la hora y no le quede más remedio que esperar una semana interminable para saber cómo se resuelven las tres o cuatro situaciones que han quedado deliberadamente al filo de la cornisa (cliffhangers las llaman con literalidad perversa los norteamericanos), cuando el televisor, otra vez sintonizado en Fox, anuncie la hora siguiente del larguísimo día de 24 capítulos y 24 semanas. El dispositivo altamente adictivo es la principal innovación de 24, la serie protagonizada por el agente insomne de la Unidad Antiterrorista Jack Bauer (en el ángulo superior izquierdo de la pantalla), que a fuerza de un aumento exponencial de peripecias, elecciones dilemáticas y frustración dosificada lleva ya cinco temporadas reclutando fanáticos. Frente al vertiginoso presente ficticio de 24, la tradicional televisión “en vivo”, o incluso la realidad convertida en espectáculo –el reality show–, quedan reducidas a versiones anodinas de la monotonía cotidiana.
Cuenta el Arquímedes mediático Joel Surnow, su creador, que la idea se le ocurrió bajo la ducha una mañana de verano, cuando descubrió la coincidencia casual entre las horas del día y los capítulos de una temporada. Llamó en seguida a su coguionista Robert Cochran y le reveló su eureka entusiasmado: una serie de 24 episodios que cubriera en tiempo real las 24 horas del día. A Cochran la fórmula le pareció simpática, pero recomendó olvidarla cuando Surnow confesó no tener la menor idea de con qué llenarla. La anécdota resume bien la impronta formalista y conceptual de 24; lo que cuenta en el dispositivo de Surnow no es la gesta heroica del indisciplinado Bauer, capaz de todo por salvar a la nación (y al mundo) de las amenazas más salvajes, sino la intensidad de una narración sin tregua (las tandas publicitarias son las únicas elipsis temporales que se permite la trama), el avance simultáneo de múltiples líneas dramáticas que la pantalla dividida formaliza en cada pausa, y la ilusión de una ubicuidad mediática capaz de “cubrir” todo lo que sucede en el acto. De ahí que los últimos gadgets tecnológicos de la comunicación y el control a distancia (celulares, webcams, cámaras de infrarrojo, monitores de vigilancia) hayan reemplazado en la serie a la parafernalia logística de los clásicos de espionaje. Todo es aquí y ahora en el presente rabioso de 24, por obra de un rompecabezas narrativo que acelera y democratiza el folletín convencional (“gran directo del pueblo norteamericano”, dijo un crítico francés), mediante la arborescencia infinita de líneas argumentales, roles públicos y privados, personajes principales y secundarios. La paranoia norteamericana pre y post 11 de setiembre se encargó de darle contenido verosímil al artefacto: la reedición cíclica de megaatentados terroristas, capaces de burlar los controles cada vez más sofisticados de la inteligencia mundial, compite con la inventiva desatada de los guionistas de 24. La ideología de la Unidad Antiterrorista es por lo general reaccionaria, pero se advierte el esfuerzo de los autores por colar dosis superlativas de dilemas morales irresolubles, ansiedad y violencia desbocada, que complican la clásica catarsis del género de acción y convierten la hipnosis consentida de los programas televisivos en demanda de atención extrema, shock adrenalínico y angustia. Mucho más que el retrato simplista de narcotraficantes latinos o terroristas árabes, el efecto bola de billar que sostiene el funcionamiento del artefacto acierta a reproducir la nueva lógica imparable del terrorismo globalizado. En el exceso de alerta insomne, pulsión suicida y espasmo, 24 cala más hondo que las peores fantasías apocalípticas de Hollywood. La hora, por alguna paradoja bergsoniana de consecuencias no despreciables, corre más rápido y, sin embargo, dura semanas.
De todas las ironías sobre las posibilidades renovadoras del medio televisivo, la del director Billy Wilder fue sin duda la más lapidaria. “Me encanta la televisión”, dijo alguna vez y después explicó: “El cine era la forma más baja del arte; ahora al menos tenemos algo que despreciar con aire de superioridad”. Pero no todo está perdido, parece, en la superpoblada aldea global. Algunas series recientes (basta pensar en el absurdo trascendental de Seinfeld o en la textura novelística y la ambigüedad shakespeariana de Los Soprano) han devuelto expectativa formal a la pantalla chica, por lo demás convertida en el paraíso del festival trash y el freak show involuntario. “Mi necesidad de ficción”, confesó no hace mucho uno de los grandes experimentadores del lenguaje cinematográfico, Chris Marker, “se alimenta de lo que es de lejos su fuente más acabada: las formidables series norteamericanas. Hay allí un saber, una sensibilidad del relato, de la síntesis y la elipsis, una ciencia del montaje, el encuadre y un juego de actores que no tiene equivalente en ninguna parte, y mucho menos en Hollywood”. Cabe esperar, por qué no, que la inventiva formal resurgida en la TV dé un respiro al extenuante zapping y sacuda de una vez por todas el polvo costumbrista que cubre el aparato.
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