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Aun cuando parece históricamente constatable que lo que se conoce como progresismo recela de sublimaciones intocables y abarcatorias –las cuales, por lo general, se convierten en módicas usinas de fascismos de entrecasa–, sus idearios y programas, tan inmediatamente refractarios a aquellos de sus enemigos naturales, quizás sorprendentemente coincidan con estos en la necesidad de resguardar, más explícita o más elípticamente, la convicción política de que la patria existe del mismo modo que existe la nacionalidad. Es decir que lo que se discute no es la validez ética de esa invención, la patria, planteada siempre en términos intachables y absolutos, sino la apropiación de la idea de patria considerada en ambos bandos como algo inalienablemente propio, con argumentos perfectamente sustentables para demostrar que cada uno “es” la patria, o bien al menos la garantía de su inmaculada supervivencia, de su categórica defensa.
Ahora bien, ¿la patria tendría una imagen, una imagen que podría convenirse como única, que de algún modo representara, encarnara, por decirlo así, una noción tan arraigada y a la vez tan volátil, de manera que resultara aceptable y convincente como su emblema “universal”? ¿Podría suponerse que la heterogénea pictografía vernácula ofrece ejemplos de potente eficacia para suscitar suficiente cuota simbólica y así nutrir, con la engañosa certeza de la imagen, a ese común denominador apegado a una presunta esencialidad, superadora incluso de toda diferencia ideológica?
Empezaríamos por recordar los hitos más cristalizados y, digamos, literales, sin conflicto, ya desgastados por la costumbre y la melancolía del manual del alumno: las pinturas que escenificaron el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, la muchedumbre y los paraguas en la Plaza de Mayo, la interpretación del himno en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, la patria emancipada y emancipadora personificada en un San Martín que cruza los Andes, Manuel Belgrano enarbolando por primera vez la bandera en Rosario; una colección de reflejos de aquello sin imagen, la patria. Después, para quien prefiera la patria idílica, ahí estaría Un alto en el campo, de Prilidiano Pueyrredón, y el camino primordial trazado en la arcadia bonaerense; si no, con ingredientes mas ásperos, la patria que ya puede sumar a su patrimonio el hambre y la milicada de Sin pan y sin trabajo, de De la Cárcova, y que resuena en el pétreo reclamo colectivo de Manifestación, de Antonio Berni; la patria de la indiada, la cautiva y la cruz, de la escisión atávica en el implacable paraje civilizatorio de La vuelta del malón, de Ángel de la Valle; la patria como territorio ilimitado, circunscripto a la lógica de la batalla en las panorámicas de Cándido López. También podrían parecernos más fieles a la pulsión épica de esa imperativa y solemne hipótesis originaria los paisajes, indios y fortines en los álbumes fotográficos de Encina, Moreno y Cía.; la soldadesca y los páramos sureños de Antonio Pozzo. O bien podríamos adherir a la sanguínea plenitud figurativa de La Venus criolla de Emilio Centurión, de los morochos o las indias de Marcia Schvartz, como a las mascaradas gauchescas de Molina Campos. Cualquiera sea nuestra opción, invariablemente se trataría de una elección acomodada a conjeturas, equívocos y, en el mejor de los casos, a la práctica de una vocación crítica, en sintonía o colisión con rasgos circunstanciales que nos permitirían paradójicamente seguir reconciliados con la intocada acepción de patria, dado que esta tolera incluso aquello que en el contexto se lee como intolerable.
No obstante, en la proteica capacidad que le adjudicamos a ese punto ciego llamado patria para revestirse, en su representación, de un inacabable vestuario de convincentes ropajes, habría un límite, que aquí no trataría de lo que no se puede o no se debe representar, sino de lo que no se puede, o no se quiere, ver. Es impensable, imposible, reconocer, ver la patria en alguna eventual puesta en imagen de ese íncubo canalla que se intenta invariablemente excluir, confinar en el campo de lo negado y lo olvidado, y cuya repentina irrupción inundaría de un horror totalmente inadecuado los principios de esa entidad virginal que, sin embargo, puede asumir rasgos extremadamente reprochables, siempre y cuando pueda cobijarlos bajo el imperio de su lenguaje.
¿Dónde está la patria linchadora, fusiladora, desaparecedora, verduga, la patria de anteojos negros y vidrios polarizados, la que definen todos aquellos estigmas y lacras de los que tanto se la resguarda? ¿Dónde está la escena sin metáfora, irreductible? Busquemos, por caso, la famosamente infame foto y/o plano documental cinematográfico del anónimo muchacho izado de los pelos al palco de Ezeiza para su linchamiento, mientras varios hombres armados festejan ahí arriba. Contemplemos el cuadro de grosera ópera bufa de la patria que festeja y se festeja en la precaria, miserable victoria provisional de una facción sobre otra.
Agregaría esta imagen a aquella lista de postulantes, en primer lugar para ilustrar la patria que también es eso, y para pensar por qué toda construcción alegórica que se presume detentadora de un absoluto, y que a la vez se practica desde una moral ideologizada, se apega a una combinatoria de signos de equilibrada legibilidad, de contenidos nítidamente tipificados, y solo conflictivos en su ficción, o en su relación más o menos referencial con traumas ya suficientemente ponderados y encuadrados en los más diversos ámbitos. Consecuentemente la patria, siempre inmune, se camufla bajo toda apariencia, incluso aquella más ríspida e incómoda, sin vulnerar su núcleo prístino. Mientras tanto, con ojos bien cerrados a ese zapping ilusorio, aquí, entre nosotros, quizás todavía hay quienes sospechan que, para empezar por algo, es urgente aproximar al menos semánticamente el tejido de lo sublime a las sustancias de la abyección.
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