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Milpalabras

MILPALABRAS

 

En 1931 Eisenstein inventó una manera de hacer cine “mexicano” con una mezcla de realismo socialista de la URSS e ideales de la Revolución Mexicana de 1910, en la que el pasado indígena se yuxtapone a la cultura popular del México de esos años. ¡Que viva México! fue concebida después de que el director viajara a Hollywood buscando un contrato que no consiguió. Upton Sinclair y su mujer, Mary Craig, le propusieron filmar en México y reunieron cincuenta mil dólares para que compusiera un ensayo sobre la historia, la antropología y hasta la metafísica del país. El guión original incluía cinco episodios que Eisenstein filmó pero nunca pudo editar.

La producción resultó complicada desde el principio. Ninguno de los socios tenía experiencia en proyectos independientes y la relación de Sinclair y su mujer con el director se convirtió en un tira y afloja económico. Para agravar más las cosas, el actor protagónico mató accidentalmente a su hermana mientras filmaban en la hacienda Tetlapayac, y toda actividad quedó suspendida por varias semanas después de que lo arrestaran. Mientras esperaban que el actor saliera de la cárcel, intelectuales y artistas de la época visitaron a Eisenstein que, en banquetes y fiestas, se sintió aceptado con todas sus contradicciones por primera vez. Exploró entretanto su bisexualidad, que ilustró profusamente en dibujos y anotaciones en su diario así como en su correspondencia.

Desde su llegada a México en los años setenta Olivier Debroise tuvo un don especial para hurgar en los mitos de la modernidad vernácula. En Figuras del trópico, uno de sus primeros libros, rescató a las figuras menores de la Escuela Mexicana. La publicación coincidió con el surgimiento del neomexicanismo, una vuelta a los temas nacionales que nació como respuesta a la generación de artistas geométricos. Javier de la Garza, Germán Venegas y Julio Galán recuperaban un arte que mezclaba lo culto con lo popular, riéndose a veces de los modelos machistas de la Escuela Mexicana. A quienes lo conocimos, no nos resultó extraño que Olivier, en uno de sus típicos saltos a otras disciplinas, decidiera hacer una película sobre la estancia de Sergei Eisenstein en México. Un banquete en Tetlapayac se propuso recrear esas semanas reproduciendo minuciosamente las secuencias del capítulo filmado en el lugar. Debroise invitó a catorce amigos para que actuaran en la película, cada uno de los cuales desarrolló una investigación de su personaje y de las razones que lo habían llevado a estar ahí. Se puso en marcha así una reconsideración de la figura de Eisenstein, combinada con una serie de “paneles” teóricos en los que se discutía la repercusión que tuvo la experiencia de ¡Que viva México! en su carrera futura y su influencia en la estética del México moderno. Catorce no-actores jugaron a entrar y salir de la representación, riéndose en mitad de un parlamento y mirando a cámara, mientras mostraban documentos y fotos y recreaban escenas de la película original.

¿Qué objetivo podía tener este experimento con una película inconclusa? ¿Volverla ruina o descubrir una estructura nueva que permitiera releerla? Más cercana a la performance que al cine, esta puesta en escena revela muchas de las contradicciones del México moderno que Eisenstein filmó, entre ellas la estetización de la crueldad, un rasgo que anida en la herencia de las culturas prehispánicas y española, presente en el arte popular y en el deleite que nos provocan las fotos truculentas. Como un monumento a nuestra ambigua mística nacionalista, Olivier compuso un ensayo sobre la dificultad de romper con los mitos, aun para aquellos que descubren sus costuras. La película condensa su obsesión por el presente y el pasado, deja ver su increíble poder de seducción, su amor por la vida y los amigos. En su tiempo no recibió el reconocimiento que merecía, quizás porque era un documento demasiado personal, un autorretrato polifónico. En Un banquete en Tetlapayac los otros son él.

Se me ocurrió hace poco que la película también podría verse como monumento a un lugar perdido: está hablada en varios idiomas y muchos de los protagonistas son extranjeros. México se vuelve un pretexto para pensar lo nacional y sus dogmas implícitos, pero a la vez tiene una mirada nostálgica por algo que estaba a punto de perder sentido. Frente a las discusiones sobre los festejos del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución y los modos posibles de conmemorarlos, no puedo imaginar un monumento más adecuado. Porque a fin de cuentas, ¿qué podríamos celebrar en México hoy?

En el concurso internacional convocado para los festejos, ganó La Torre de Luz o Bicentenaria. Alta, de granito, parece más un logo corporativo que un monumento. A diferencia de la Columna de la Independencia, con su ángel dorado, o el inconcluso Monumento a la Revolución, con su aire socialista, este proyecto parece no pertenecer a ningún lugar. En cambio, descubro en la obra que Teresa Margolles mostró en la Bienal de Venecia de 2009, ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, el verdadero monumento a este momento. Teresa invitó a los parientes de las víctimas del narcotráfico a trapear con una mezcla de sangre y agua los pisos del pabellón mexicano, y a bordar con oro las amenazas dejadas junto a los cuerpos de sus seres queridos, en las telas que sirvieron para amortajarlos. Ya los aztecas tenían una deidad que nombra el trabajo que hace Margolles, Mictecacíhuatl: la que cuida los huesos de los muertos.

 

1 Dic, 2009
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