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En su edición del 18 de febrero, el diario El País reveló a sus lectores la identidad de Daniel Rivas, un emblema fotográfico de la transición española. Presentaba así a la sociedad el devenir adulto de aquel niño fotografiado mientras marchaba, puño en alto y a los hombros de un tío, durante una protesta de la izquierda contra la carestía de la vida. La primera imagen, reproducida con obsesión en cada efeméride de la democracia española, fue tomada el 23 de junio de 1976 por el reportero César Lucas sin haber sido “mirada” por el objetivo, esto es, con los brazos en alto sobre la multitud. Producida así por un azar benéfico de la tecnología, su mayor mérito es el contraste entre el primer plano del niño rubio y endomingado y el fondo de la marea de manifestantes: el futuro de la democracia aparece recortado ante medio siglo de reclamos durante el franquismo.
La locación de la imagen, la calle Preciados de Madrid, donde hoy se encuentra la Fnac y frente al Corte Inglés, entre la Puerta del Sol y la Gran Vía, también permite a los editores celebrar y refrescarle al lector la mutación de esas cuadras neurálgicas, desde esa infancia del consumo en los setenta, cuando la carestía reclamaba largas marchas, hasta la madurez de esta España europea. Las mismas filas de gente esperan hoy la apertura de los negocios en temporada de rebajas; afortunadamente para el país, los comunistas se han convertido en consumidores.
La noticia, sin embargo, es la identificación de Daniel, y es con él que el periodismo gráfico consigue extraer la penúltima plusvalía de una imagen. Si durante siglos la historiografía exaltó la figura del soldado anónimo, cuya máxima ofrenda a la patria era el servicio sin vanidad, la explosión de los medios ha hecho que la Historia ya no resista la ausencia de un nombre y una historia de vida. En el retrato del Rivas actual, de pie y redundante con el niño protestón y sonriente de la primera imagen, hoy un ex comunista, los editores de El País leen el éxito indoloro de la transición. Leen el generoso renunciamiento del Partido Comunista a echar nafta a los conflictos sociales de la transición, leen la pacificación de los opositores mediante la sociedad de bienestar, leen los créditos ventajosos de la Unión Europea y convierten al piloto treintañero en esa rara especie actual de ícono con un aura brevísima. Leen, por fin, la supremacía de la realidad sobre la política. Daniel Rivas –quien, pese a no ser de izquierda, sostiene que vale la pena seguir manifestando– es empleado como “fe de vida” del progreso de un pueblo.
Durante los años 70, los servicios de las agencias fotográficas –como la Magnum, fundada tan luego por Robert Capa– ya seguían pautas y protocolos muy establecidos para la globalización de contenidos e iconografía. El niño de Madrid, que claramente pertenece a la era de los reality shows, también encaja a la perfección en este presente, cuando el concepto de nacionalidad se encuentra en medio de una transformación radical. El mismo Daniel, su rostro actual, es documento para una reflexión colectiva sobre el “cómo nos trató la historia”.
En la era de los medios globales, cada emblema anónimo debe ser confirmado o refutado. Argentina es un país que ejercitó los diversos usos de la fotografía con muy poca brecha respecto de Europa. Su producción iconográfica es tan importante que por momentos tiene uno la impresión de que hay más fotos que historia. Entre la masa de emblemas anónimos hay dos documentos preferenciales. El primero es la imagen de los cuatro obreros, de espaldas y de tres cuartos perfil, remojándose las patas en la fuente del 17 de octubre. Quizá la segunda foto reproducida con más frecuencia es la del manifestante izado por los pelos en el puente 12 de Ezeiza, en la masacre, en 1973. La imagen es emblema de violencia, su epígrafe perfecto podría ser “La fiesta del monstruo”. Pero su naturaleza en verdad es ambigua: la imagen no dice si se lo iza para salvarlo o para darle escarmiento. La identidad del joven permanece desconocida hasta hoy y el hecho de que lo veamos de espalda ha potenciado su lectura unívoca: el sentido está dado por la identificación de quienes lo levantan, un comandante de Gendarmería e integrantes del Comando de Organización.
En cuanto a la imagen de los obreros del 45, dos de ellos descamisados, los otros dos vistiendo traje, uno de cada conjunto fue identificado en octubre de 1999 para la efeméride. En el artículo, firmado por Luis Sartori en el diario Clarín, ambos se definen como “peronistas definitivos” y aseguran no haber votado por Carlos Menem en las elecciones del 95. Armando Ponce, en la punta a la derecha, en 1962 llegó a ser cuarto candidato a diputado provincial de la Unión Popular, nombre del partido peronista en Mendoza cuando estaba proscripto. Hoy tiene una empresa que arregla techos. Juan Molina, el tercero de la derecha con los pies en la fuente, dirige desde hace años el sindicato de Sanidad de Hurlingham, que él mismo fundó. Lo que esta “fe de vida” prueba es opuesto a la que prueba Rivas: prueba la máxima de que una vez peronista, para siempre peronista, prueba la mismidad perfecta del obrero y su agrupación sindical, prueba que ser peronista paga. En otras palabras, da garantías de ascenso social para el afiliado.
La actualidad incesante de cada protagonista vuelto a fotografiar años después revela la triste plusvalía de la repetición programada: el reciclado perpetuo de la primera imagen hasta la última gota de sentido que se pueda extraer de su materia. Pero parece ser una regla que el ícono original no puede replicarse ni reproducirse. El presente de esos rostros sólo es capaz de reenviar al pasado y forzar los sentidos de la época que ya conocíamos de antemano.
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