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Uri Caine es tanto un desbordante pianista de jazz contemporáneo como un explorador del sonido. Recurriendo a instrumentistas de diversos géneros, vocalistas, DJs, efectos digitales, ruido ambiental y recitadores, Caine ha vertido la memoria de una formación musical amplísima en una obra disciplinada y entusiasta que concilia las categorías más diversas. Aquí se cuenta cómo es posible pasar al mundo Caine desde la instalación de Leopoldo Estol que se muestra en este número.
El sábado 30 de abril pasado teníamos entradas para un concierto de Uri Caine en La Trastienda. Caine es un pianista de un post hardbop fogoso y consistente que a la vez explora tonalidades no muy frecuentadas por el jazz: un deconstructor con una pizca de efervescencia tecnológica. Venera a Coltrane y tiene mucho en común con McCoy Tyner, y más con Herbie Hancock, pero puede emular el virtuosismo de Oscar Peterson. No obstante se lo conoce sobre todo por las reelaboraciones de músicos clásicos que graba para el preciosista sello alemán Winter & Winter. Lo habíamos escuchado cuatro años atrás, en el mismo lugar, en dúo con Don Byron, un clarinetista irreverente, umbrío, que intenta sacar a su instrumento del reino exclusivo del swing con un inverosímil compuesto de Schönberg, bebop bailable, klezmer, Henry Mancini, Prince y lo que venga. Por entonces ya habíamos escuchado Primal Light, el disco en que Caine probaba que, mudándolos en formas inconclusas y texturas abiertas, ciertos temas de las sinfonías o las canciones de Mahler podían prestarse a la improvisación jazzística y renovar su fuerza emotiva. Aquella noche los dos habían hecho una hora y media de música casi continua, relajada pero absorta (no se habían mirado ni una vez), atacando desde diversos ángulos un surtido de composiciones propias, standards, partes de sonatas románticas y creo que algo de Stevie Wonder. Caine había desembalado una parte módica de su formidable memoria musical para hacer lo que lo viene distinguiendo: mostrar que el corazón improvisador del jazz corre parejo a la ampliación de su lenguaje. Que si algunos músicos cuidan la herencia, otros la emplean para hacer nuevo legado. La recapitulación de la música occidental que practica Caine está más guiada por el ánimo compositivo que por la provocación. En el proceso de combinatoria algo se disipa y algo se transforma; la mayor parte, al cambiar de contexto, gana otra significación. Esa noche, a la salida, lo vimos en el hall fumando un cigarrillo. “Qué raro, ¿no?”, le decía a alguien, “cómo cuando uno vuelve mucho sobre algunas músicas a veces alguna deja de sonarle lejana y otra superconocida empieza a perder sentido”.
El mismo sábado del concierto de Caine, a la mañana, fuimos a ver Parque, una instalación en que Leopoldo Estol acumula cientos de cosas que manipulamos todos los días, usadas unas, otras todavía utilizables, las más rotas o desarmadas, en un abarrotamiento indistinto que sugiere un método pero no lo revela, quizá porque Estol no ha llegado a encontrarlo. Espejos, bombitas, un Fórmula 1 de juguete, lámparas de flexo, ventiladores, un radiocasette con música tecno, cables, tarugos, broches, packs de botellas de agua y gaseosas, tuppers, una mesa de caballete, taladro eléctrico, escalera metálica, tubo de cortina de baño, poleas, patitos. Un papel nada menor juegan los recortes de diario con titulares que el simple aislamiento vuelve grouchomarxianos. Lo primero que tranquiliza es que el montón polifacético y multicolor puede recorrerse; el hilo lo facilita la maliciosa, tentadora intuición de que no es un montón completo. Pero la intuición sufre una serie de interesantes reveses. Por ejemplo, si uno piensa que falta algo orgánico, a los cinco pasos encuentra media naranja o un balde de playa con leche agriada. No un mero sachet de leche, no: porque en Parque todas las cosas están contaminadas, la mayoría por otros elementos de la exposición, como si el artista, en vez de intervenirlas, hubiera revuelto la mecánica de los vínculos. El fenómeno se multiplica. Si acá un cochecito sostiene una inestable pila de videos, allá hay una antena que ensarta una esponja, y la mirada no puede dejar de conectarlo todo, felizmente exonerada de sacar conclusiones. Cuando parecía abrumada por la promiscuidad, cada cosa cobra una relevancia orgullosa y llama la atención, como si una conectividad impropia la redimiera del destino de basura. A la salida me encontré con EV, un amigo que semanas antes había caído en una depresión profunda. Yo habría supuesto que la muestra de Estol no iba a animarlo. Pero no. “La verdad, me hizo re-bien”, me dijo. “Es como esa música de ahora que usa ruidos y los vuelve naturales porque los mezcla con pedacitos de canciones. Cuando pensás que así cualquiera hace una pieza te das cuenta que no, que para componer primero hay que atender, elegir, aislar y después unir, y que para eso hace falta, no sé, afecto. Este muchacho se hizo un lugar raro y te abre la puerta.” EV hablaba, claro, del procedimiento de recoger cosas dispersas, en principio radicalmente opuestas, y componerlas de manera que despejen los sentidos para… algo que aún no se sabe. Hay un tipo de instalación musical llamada soundscape que se hace con fragmentos de sonidos naturales o mecánicos grabados in situ. Parte de lo que se propone es revertir la esquizofonía, la ruptura entre gran parte de lo que escuchamos todo el día y la fuente emisora. No es cierto que cualquiera pueda hacer una obra así si se toma el trabajo de grabar y montar. Puede que la tecnología se lo facilite al consumidor contemporáneo; pero, si algo del arte difunto subsiste en el artista de hoy, es una especial competencia para reanimar lo que diariamente escapa a la percepción y, en ocasiones por pura obviedad, se ha vuelto casi espectral. Esa competencia, que cada obra regenera, transforma y estimula, se parece más a la vieja síntesis imaginaria que a la capacidad de gestión; permite que sonidos y cosas se agiten en la memoria o invoquen al presente algo que está por venir. Esa competencia es lo que la depresión anula. De la multitud de puntos (hechos, cosas) que apremian al deprimido, ninguno indica nada o todos son mojones inflexibles. Por eso hoy se habla de “ataque de pánico”. No habría debido extrañarme el bienestar de mi amigo. No le habían presentado un objeto acabado para que pensara posibles relaciones, sino un aparente desquicio de relaciones de las cuales podía surgir un objeto inesperado. Esa promesa le concernía. Se fue a caminar, que en este momento es lo que le sale mejor.
Ya entregado a los deberes modernos, a la tarde estuve escuchando un CD de DJ Spooky, Optometry, que me había comprado un mes antes. Yuxtapuestos o superpuestos a las mezclas, a los samplers de chirridos urbanos, al rap y a los vinilos de Spooky, un cuarteto de afectos al free jazz encabezado por el percusivo pianista Matthew Shipp improvisa modulaciones, intervalos y transiciones que realzan un paisaje de añicos, y a la vez lo restauran. El espectro sonoro de Spooky, hecho con los mismos materiales que enturbian nuestro ambiente, matizado por la historia del jazz, esboza un horizonte donde el pánico podría acallarse y la esperanza bajar la presión. Líneas de fuga arquitectónicas, textos encriptados, fuentes sonoras ocultas, planos cruzados: la nueva música ofrece una morada. En el folletito del CD, Spooky se insufla un poco: “Las galerías de la memoria son un escenario virtual… Los sampleados y fragmentos dicen lo no dicho; la cultura del mix asciende sin quebrarse”. Quizá sólo estemos volviendo a oír el aire que habitamos. Stockhausen dijo que la nueva música se mueve entre la rivalidad con el ruido y la captura de sonidos esquivos, fantasmales. El filósofo alemán Gernot Böhme ha analizado cómo ciertos generadores de atmósfera urbana –olores, dimensión acústica, formas de vida– favorecen la experiencia compartida. Sitúa lo que llama “atmósferas acústicas” entre los rasgos del medio ambiente y la sensibilidad humana. Las atmósferas se experimentan mejor en el contraste y el movimiento de ingreso. Si algunas son de una sutileza imperceptible, el pasaje de una a otra puede disparar una conciencia dramática de la transición y de la naturaleza de cada estado. Me acordé de un concierto del improvisador Sami Abadi en una fábrica metalúrgica de Almagro, muerta y en proceso de recuperación cooperativa: solo, Abadi sampleaba sobre la marcha los breves temas que iba tocando en un saxo de juguete, una melódica, un violín, una maraca, un toctoc, etcétera, y los sumaba en armonías que agrandaban los talleres semivacíos, resonaban en rollos de membrana asfáltica y pilas de bandejitas de catering y, por un momento, avivaban la conciencia del trabajo, de la pérdida del trabajo, de la condena y la necesidad del trabajo. Böhme tiene un comentario al viejo debate sobre el efecto emotivo de la música: “La música como tal es una modificación del espacio según lo experimenta el cuerpo”.
Uri Caine se crió en Filadelfia. Fue a una escuela hebrea donde oyó cantidad de música judía de todo Cercano Oriente. Se inició en el piano con una profesora de barrio pero a los doce años, fulminado por Coltrane después de oír Crescent, buscó a Bernard Peiffer, un virtuoso francés inflexible en la exigencia técnica pero dado a sazonar raramente los acordes ajenos. Después de hincar el diente en la escuela de Viena, Caine estudió armonía y composición con George Roschenberg, un serialista estricto que sin embargo le encargaba escribir corales a lo Bach o sonatas a lo Beethoven. Un par de años más tarde estudiaba musicología en la Universidad de Pennsylvania (donde el plan era que el alumno llegase a identificar cualquier pieza escrita del siglo XVI al presente), y de noche tocaba en clubes con celebridades del jazz como Philly Joe Jones o Joe Henderson. Hizo seminarios de orquestación con George Crumb y se perfeccionó con Vladimir Sokoloff, pianista de la Orquesta de Filadelfia. Ya entonces trataba de relacionar ambos mundos, pero sentía que los proyectos de cruce diluían la música. No le gustaba Stravinsky sino “el último Stravinsky”; no Cecil Taylor en general sino Nefertiti: las expresiones intensas y singulares. Por eso no imitaba las locuras de Taylor si tenía que acompañar a Morgana King; tocaba como un pianista de Morgana King. Esta versatilidad, que podría haber derivado en diletancia, alentó un diálogo sin escrúpulos entre su archivo musical completo y algunos de los ítems excepcionales. No se trataba de perturbar al público ni acercarse al abismo. Los músicos de jazz improvisan muy a la manera en que varían los temas en una sonata, pero los desarrollos de las dos formas son diferentes. Caine no veía razón para no tratar una melodía romántica como un standard. A fines de los ochenta se fue a vivir a Nueva York. Recaló en la Knitting Factory, hizo migas con notorios adeptos a la caricatura musical como Byron y el impetuoso trompetista Dave Douglas, grabó en trío y en los noventa logró que el alemán Stephan Winter le produjera una serie de adaptaciones –de Mahler, de Wagner, de Bach, de canciones místicas judías, de Schumann–, que tratan concienzudamente los originales sin privarse de recurrir a la bandeja giradiscos, un coro de gospel, un obbligato de ruido callejero o un sample de oración tibetana hecho por un DJ. El concepto es sencillo. En las Variaciones Goldberg, por ejemplo, hay piezas cromáticas o diatónicas, complejísimas o simples, basadas en formas de danza (una giga) o en la canción de taberna. Si Bach sacó provecho de las licencias, ¿por qué no replicar sus técnicas en formas de hoy? Caine ha cumplido en grabar unas Goldberg ortodoxas en piano solo; pero en sus Goldberg, las arregladas, hay una con ritmo de mambo y otra a cargo de un coro de borrachos. Así como en su Mahler hay un lied interpretado por un cántor de sinagoga y un adagio a cargo de una banda de klezmer. Con todo, el disco más terso es The Sidewalks of New York, un caleidoscopio que reúne cantantes, músicos y efectos electrónicos para recrear la atmósfera de Tin Pan Alley, la calle donde nació la canción neoyorquina de entretenimiento, entre 1892 y 1915. Caine, esto es importante, sólo figura entre la lista de músicos y como director artístico. La selección empieza con temas de los primeros espectáculos de variedades y termina cuando la influencia del jazz, el ragtime y la opereta produjeron un híbrido nuevo en la música bailable. Hay voces blancas y negras; acentos judíos y negros, cascos de caballos, gritos de vendedores ambulantes, un uso emocionante de la música concreta. Es un disco divertido y conmovedor. Gary Giddins dijo que si la banda de Caine quería fundirse en un mosaico de otra época, comprendió que reverencia y humor no son menos compatibles que sentimiento y tecnología.
Esta vez Caine presentaba Bedrock, un trío eléctrico donde él toca el sintetizador Rhodes y a rachas un piano acústico. La formación habría pasado por grupo de funk corriente de no ser porque: 1) el bajista Tim Lefevre y el baterista Zach Danziger operan sus polirritmias bajo la influencia de beats electrónicos de hip-hop; 2) un invitado, DJ Olive, acentuaba la proverbial, inicial suciedad del funk con loops, rasguños y otros productos de sus bandejas; 3) Caine nunca se arrastraría detrás de los restos de un género que ha perdido su hipnótica aspereza original. Funk: canallismo bluesero, éxtasis de gospel, adherencias de sudor de trabajo, de sexo y de baile. Si en los setenta del siglo pasado grandes músicos como Davis, Sun Ra, Hancock o James Blood Ulmer encontraron en la funkodelia y el sintetizador un eje para rehacer el jazz, Caine toma los residuos del funk mancillados por MTV y los trata con instrumental ad hoc –vibraciones, reverberaciones, síncopas fuertes– pero con el mismo cuidado que aplica a una sonata de Schumann. Espacialidad, iteraciones, destellos, mucho groove. Desde luego que Caine no iba a limitarse a parasitar un género. Pero esto era más. Constantes cambios de acentuación del bajo. La batería asistida por varios ritmos programados. Sobre esas figuras Caine reticulaba arpegios de la mano derecha, sostenía un acorde estridente y desarrollaba largas progresiones armónicas con la izquierda. De la bandeja de Olive, con sus connotaciones de reproducción, de mediación del disco entre el cuerpo y el éter, surgían frecuencias bajas, chasquidos, clamores de aluminio, aires de jukebox y de radio, delicados ululatos, un sotobosque de vahos melódicos en donde la identidad no desdeñaba desvanecerse; el sonido de la supresión del autor. Esa música de encuentro entre dos mundos, uno de espacios físicos e interacciones humanas en tiempo real, el otro de espacio virtual y procesos digitales, se correspondía con el escenario: monitores en el teclado de Caine y la batería de Dazinger, ropa negligente, auriculares, muecas, y sobre la mesa de Olive, además de la consola y el giradiscos, una botella de agua y una manzana verde. Decibeles descomunales. Temblaban hasta los cables. A mitad del concierto la música me persuadió de que no la juzgara. No era resignación; al contrario, era una indiferencia activa y contenta al lenguaje; un intervalo propicio a una pequeña revolución semántica. De golpe me di cuenta de que cada sonido de esa espesura se ofrecía al oído claro y distinto, y me hice la ilusión de que había entrado ahí siguiendo una ruta de la instalación de Estol. Porque el arte improvisador de Caine lleva el signo de la época: la estructura, aunque rigurosa, cede todos los privilegios al sonido. Y el sonido acalla los requerimientos, neutraliza las exigencias, minimiza las dualidades. Tal vez mi amigo EV hubiera encontrado ahí un poco de silencio interior. En la sala el público se balanceaba. Al contrario de lo que sucede a veces, el recurso a la tecnología digital no divorcia a Caine del cuerpo. Ahí había computadoras pero también gestos, vigor, derroche, presencia. Desde mediados de los cincuenta, ninguno de los ensayos del jazz con la electrónica tuvo relación con la música experimental. Caine llegó a la electrónica desde su formación sentimental, que incluye el jazz, la música clásica, la contemporánea y el pop, y encontró a la electrónica en auge. Es como si entregándose a una heterogeneidad ilimitada hubiera alcanzado en un punto a la música que tiene más o menos su edad.
Caine es uno entre varios músicos de hoy que no retroceden ante la paradoja entre la manipulación quirúrgica de obras conocidas y la inmediatez de la música improvisada. La paradoja es aparente, o es un estímulo. En 1989 el saxofonista free John Oswald distribuyó gratis entre amigos, críticos, diyéis y afectados el CD Plunderphonic (Plagiofonía) en el que reconstruía grabaciones de otros artistas –dividiéndolas en fragmentos, invirtiendo el orden, condensándolas en miniaturas–. Era difícil escuchar esa obra sin preguntarse por la relación de Oswald con los compositores originales, la elección de los temas, la autoría, la psicofisiología de la percepción y los planos de sentido en la música. El hecho es que el disco filtró a la prensa y la Federación de la Industria Discográfica de Canadá demandó a Oswald por robo, exigiéndole que destruyera el stock remanente y los másters. Lo que esa gente no entendía era el papel capital que en el método de la electrocita juega la familiaridad. Para que un plagio sonoro funcione alguien tiene que reconocer el material, aunque sea por una ínfima huella en la memoria. Tal como la música se insinúa en el alma, una parte del proceso creativo pasa del autor al reconstructor. Es una relación sutil y mudable cuyos frutos no sólo son jugosos cuando el original es una pieza magna (el original puede ser la El Mesías o la Quinta de Mahler, pero también un himno nacional o, como tocó Caine esa noche, Raindrops keep falling on my head). Y los frutos se multiplican cuando la reconstrucción es modificada a su vez en tiempo real, con lo que la improvisación entraña de lucha con el estado de ánimo, la mayor o menor vehemencia y la pendiente amenaza de que no pase nada. Improvisar colectivamente sobre reconstrucciones es la respuesta que ha concebido Caine a la endogamia del jazz.
A fines del siglo XIX la invención del piano mecánico dio a toda la familia burguesa la feliz posibilidad de hacer música sin saber leer una nota. Del rollo perforado de pianola a la clonación de embriones hay un sueño de vida a distancia que sella las nupcias de la razón con el simulacro. La reconciliación de citas y materiales que la vida desecha, como barruntó en la exposición de Estol mi deprimido amigo EV, es una vía a la recuperación del contacto por medio del sobresalto perceptivo. Como cuando se reconoce un ruido sampleado: “Eso soy yo”. Requiere en iguales dosis entrega al pormenor azaroso, capacidad de abstracción, actividad analítica y un buen grado de desprendimiento. Caine no introduce la amplificación de vinilos y el scratch en un trío eléctrico de funk sólo para devolver el jazz a su interrumpido romance con el baile. Es un modo de com-poner: poner junto. Composición es una reunión que origina un lugar. Los sonidos elusivos de la música actual, el incidente en el límite de la audibilidad, las voces fantasmas, la mecánica alterada, dejan vislumbrar fenómenos y vetas de significado que subyacen al ultraje de información, mediación y consumo que es la vida diaria. No los revelan, claro. En cuanto el significado se mostrara, ese lugar que empieza a esbozarse se desvanecería. Pero mientras sea un esbozo, mientras sólo atisbe, puede que, como quería Debord, aún podamos reapasionar la vida cotidiana.
Días después del concierto me regalaron un libro sobre las cajitas donde Joseph Cornell disponía en conjuntos personales cosas que encontraba en los cambalaches y los tachos de Nueva York: bolitas, tuercas, loros embalsamados, estampas exóticas de almanaque. El prologuista atribuye a Cornell una máxima: “Hazte un mundo en el que puedas creer”.
Imágenes [en la edición impresa]. Uri Caine y Bedrock, p. 41; Leopoldo Estol, detalles de la instalación Parque (2005), p. 42.
Lecturas. David Toop, Haunted Weather: Music, Silence and Memory (Londres, Serpent’s Tail, 2004). Gary Giddins, Weather Bird. Jazz at the Dawn of its Second Century (Nueva York, Oxford, 2005). De la historia del piano mecánico trata en parte Agape Agape, la novela póstuma de William Gaddis (Nueva York, Viking, 2002).
Toda la obra importante de Uri Caine está en el sello Winter & Winter. Algunos de los títulos editados hasta 2001 se consiguen todavía en disquerías de Buenos Aires. Un buen repertorio de sonidos atmosféricos habitualmente desatendidos se encuentra en http://spaceweather.com.
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