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El inconsciente sonoro

MÚSICA

 

Ruido del mundo y viejas músicas con nuevos sentidos: los rompecabezas sonoros de John Oswald.

 

En su célebre ensayo de 1936, cuya actualidad no deja de precisarse, Walter Benjamin señaló los cambios irreversibles que la reproductibilidad por medios técnicos acarrearía a la obra de arte tradicional y a sus condiciones de producción: la puesta en evidencia de la historicidad de la percepción; el acercamiento dramático de la obra, que de ahora en más saldría “al encuentro de su destinatario” gracias a su capacidad de “depreciar el aquí y el ahora” aurático y reemplazar la “presencia irrepetible” por “presencia masiva”; el aprendizaje por parte de ese destinatario de una nueva habilidad, la “recepción en la dispersión”; la disipación de la frontera entre autor y público; y, por último, la dimensión esencialmente política que tendrían estas transformaciones, cargadas de un potencial que se quería revolucionario.

Benjamin ponía de relieve que la irrupción de la cámara había hecho saltar por los aires nuestro “mundo carcelario”, ampliando el espacio, revelando sus secretos, liberándolo, para permitirnos a partir de entonces experimentar el “inconsciente óptico”. Habría que esperar más de treinta años para que otro observador agudo señalase de manera inequívoca que era mediante el micrófono y su poder de penetración en lo “infinitamente pequeño” del sonido como podríamos adentrarnos en el inconsciente sonoro. El que nos acercó a esta idea –o, acaso mejor dicho, el que supo ponerle la oreja– fue Pierre Schaeffer. Y, paralelamente a lo que el ensayo de Rosalind Krauss postula sobre el tema para el campo visual y sus artes, la textura que predominaba a mediados de los sesenta en la superficie visible de ese inconsciente sonoro era también la racionalidad altomodernista. La misma que vertebraba la “nueva música” adorniana y que luego, pese a sus ropajes experimentales y sus variadas derivas por electrónicas y azares, heredaría buena parte de la denominada “música contemporánea”. Pero entonces como ahora, otras cosas habían comenzado a bullir y a ser percibidas allí. Lo que lo hacía posible era la intervención del dispositivo técnico en ese lado oscuro donde la masa sonora y crítica –la masa de los sonidos no escuchados, de los sonidos inescuchables e, incluso, de los sonidos que están más allá del umbral del dolor– muestra muy poco amor por la voluntad articulatoria –y en última instancia, pretendidamente “científica”– que los compositores serios y académicos consideran el alma de su práctica artística.

En el inconsciente sonoro tendría lugar esa dimensión pulsional que acompaña al “aparato musical”, como lo denomina el cineasta y musicólogo Dominique Avron. Una dimensión donde se juega la economía de la intensidad que toda música libera, pone en movimiento y desplaza junto con las masas de aire,“energía ligada o desligada cuya circulación y transformaciones es posible seguir”, dice Avron. Y continúa:“Esta circulación, estas transformaciones son las nuestras, son inmediatamente nosotros. Nosotros, héroes. Nosotros, cuerpos durante ese tiempo en jirones donde las formas toman otros cuerpos”. Pero también residen allí todos los sonidos del deseo del “progreso” humano: restos industriales, música de ciudades y cuerpos, motores, radios y televisores encendidos, electricidad y virtualidad, transmisión de datos, discos rígidos girando en el vacío, y aquella suma de los “sonidos no queridos”, carentes de intención, que John Cage descubrió como el verdadero rostro del silencio. Ya la temprana reflexión de Benjamin, aunque centrada en la fotografía y el cine, no dejaba de apuntar los modos paradójicos de esa nueva proximidad de lo lejano, ahora disponible en todo momento, que en el caso de la música, a partir del registro gramofónico, abría la posibilidad de una escucha privada, repetible a voluntad, y con ella, la síntesis de un nuevo estado de la materia sonora.

En su Tratado de los objetos musicales, Schaeffer analiza de qué manera los avances en las tecnologías de grabación y radiodifusión permitieron pensar esa nueva entidad teórica, el objeto sonoro, a partir de las operaciones de transporte y reducción abiertas por dispositivos técnicos como el microsurco, la estereofonía y el micrófono. Lo central de la novedad consiste, según explica, en la transformación del espacio acústico real de cuatro dimensiones en uno de dos (estereofonía) o de una sola (monofonía), con lo cual lo que antes eran diferencias espaciales en las fuentes sonoras se convierte para el oyente en diferencias de intensidad. Este desplazamiento, según Schaeffer, transforma de manera radical el espacio subjetivo de la escucha y da lugar a la acusmática.

La herramienta principal para intervenir en la producción sonora es el micrófono, que capta de manera indistinta el sonido directo y el reverberado sumándolos a ambos en un solo output, muy diferente del que oyen los oídos que registran el acontecimiento sonoro in praesentia. A la vez, permite que surja el detalle, que se perciba el sonido “más grande de lo que es por naturaleza”, y hace posible ofrecer close-up sonoros,“primeros planos de intensidad” que en realidad modifican las proporciones internas del sonido y en los que abundan las “rebarbas”: ruidos, silbidos e irregularidades. Así queda asegurado el acceso a un nuevo dominio audible, el de los microsonidos.

El teórico de la comunicación y filósofo francés Abraham Moles observó, más o menos en la misma época que Schaeffer, que la transmisión de la música por canales espacio-temporales había producido un “aumento de su materialidad”. Más aún, Moles cree que “la ‘materia música’ nace con las grabaciones” y llega a postular que esta transformación equivale a la que experimentó la literatura con la invención de la imprenta.

La posibilidad de escuchas sucesivas de una entidad temporal y, por lo tanto, efímera, huidiza, le otorga a esta un carácter observable. Moles fecha el comienzo de la influencia real de la técnica en lo sonoro y musical muy poco antes de 1950; se trata, pues, de un proceso mucho más tardío que el equivalente en la imagen. Y lo que esa observabilidad introduce en la música es una persistencia desconocida hasta entonces, una estabilidad que permite a su vez dividir esta materia y manipularla al infinito.

Los rasgos que determinan la nueva escucha son, para Schaeffer, notables. Luego de establecer que en adelante los técnicos de sonido deben ser considerados como intérpretes, y que en estas condiciones los músicos –es decir, los “músicos puros, sólo entrenados para la música”– deben aceptar su sordera, define esta escucha especial como indistinta de la formación técnica o musical: “el oído a secas”, pero también “el oído de unos instrumentistas cuyo instrumento es el micro”. La nueva escucha no es “técnica ni musical”, nos dice Schaeffer,“sino vigilante, prosaica” y se “volcará al éxito de la transformación sonora” poniendo en marcha una operación de traducción y también una profunda democratización auditiva. El compositor francés la caracteriza sintéticamente como una escucha práctica, a un tiempo técnica y musical.

Un caso interesante de producción sonora que de la escucha práctica y sus consecuencias extrae una estética, a la vez liberando las pulsiones del inconsciente sonoro, es el de John Oswald (Toronto, 1953). Oswald realiza su obra empezando por asumir la posibilidad de manipulación y subdivisión infinitas de la materia sonora. También asimila el concepto de “producción de consumidor” sobre el que teorizó Michel de Certeau, y que en su trabajo conlleva el uso idiosincrásico de procedimientos familiares a la cultura contemporánea, como la apropiación y la cita (o “electrocita”, como la denomina).

“Tras décadas de haber sido recipientes pasivos de música empaquetada, los oyentes tienen ahora los medios para ensamblar sus propias elecciones, para separar los placeres del relleno”, sostenía en Plunderphonics, o la piratería auditiva como prerrogativa composicional, su manifiesto de 1985. Las “piratofonías” que Oswald empezó a llevar a cabo en los años setenta se inspiraban en los cutups de William Burroughs, pero también en obras como Hymnen, de Karlheinz Stockhausen –compuesta con fragmentos de himnos nacionales de todo el mundo–, y fueron contemporáneas al surgimiento de la cultura hip hop y a la evolución y popularización de samplers, mixers y bandejas giradiscos como instrumentos musicales.

Oswald lleva a nuevos territorios la técnica del collage en música, y el género del mash-up lo reconoce como uno de sus pioneros. Pero en el fondo su tarea es, paradójicamente, más la de un purista que la de un productor de pastiches posmodernos. Su método de trabajo fija algunas constricciones básicas. Una de ellas es partir siempre de materiales accesibles a cualquiera, es decir, de copias comerciales de discos –y luego de CD–. Otra, emplear técnicas artesanales, terriblemente laboriosas, para los procesos de faenamiento sonoro y dubbing, incluso cuando emplea computadoras. La subdivisión de la materia sonora parte de la idea de que el “tema” musical, la canción o la tune dejaron de ser las unidades reconocibles de la cultura musical contemporánea. El argumento de Oswald es que “un fan puede reconocer un hit a partir de una ráfaga de diez milésimas de segundo, más rápido de lo que un Fairlight [un sampler-sintetizador] puede silbar Dixie. Notas con su propio ritmo y valores de altura son componentes triviales de la armonización corporativa de la cacofonía”.

De modo que Oswald recombina, desmonta y reconstruye líneas instrumentales y vocales, nota por nota y palabra por palabra. Y disfruta contorsionando perversamente las simples, ingenuas estructuras en que se basan el pop y el rock para mantener en movimiento su fábrica de hits. El objetivo es provocar la versión sónica del extrañamiento shklovskiano, reorganizando lo conocido hasta volverlo siniestro, inquietante o decididamente cómico, reforzando los costados absurdos, mezclando versiones originales y covers, música popular y música culta, tomando como material todo aquello que la industria discográfica iguala como mercancía.

Oswald es, en suma, un jíbaro, un reductor de cabezas que elimina repeticiones, empequeñece y poda todo lo que puede, para quedarse con concentrados esenciales: “Mis preferencias en la música tienden a destilar las redundancias. El setenta por ciento o más de la canción pop promedio es repetición redundante. Tal canción podría ser destilada de cuatro minutos o más a menos de un minuto y no se perdería nada”, sostiene. Y agrega que, en la industria musical, la repetición sólo “satisface una necesidad de banda sonora efectiva para el estilo de vida de alguien –música soporte que te hace sentir motivado en la pista de baile o banda sonora que cuela la película de tu vida–; pero si uno se pone a escuchar con cuidado, puede ser un poco tedioso”. En esos concentrados podemos reconocer, sin embargo, la potencia de los temas originales, su gestalt. Pero: “El grado en el que uno puede reconocer las canciones originales y sus palabras cambiará la inflexión de significado en ese nuevo contexto; por lo tanto, cada palabra significará algo que excede su mero sonido. Las imágenes de un rompecabezas (rebus) tienen al menos dos funciones; o, como en el método paranoico-crítico de Dalí, las pequeñas imágenes puestas juntas forman una imagen mayor cuando se las ve desde cierta distancia. Pienso que aun si el oído mental no tiene tiempo de buscar las asociaciones, ese efecto de collage da la impresión de que está sucediendo algo más”.

El procedimiento de collage sónico tiene además una contraparte gráfica que acompaña los discos de Oswald: imágenes emblemáticas de grupos, músicos y cantantes, a menudo provenientes de tapas de discos. Como la que cruza a Jim Morrison con Carly Simon, la que implanta en Frank Sinatra el rostro desencajado que grita en In Court of the Crimson King, o la que disfraza a Igor Stravinsky de integrante de la Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Los títulos de sus piezas, a su vez, acompañan la idea general en forma de anagramas que alteran los nombres de compositores e intérpretes con un humor salvaje: Led Zeppelin es Deep Zen Pill; Madonna Ciccone es Dame Conic Cannon; Michael Jackson es Alien Chasm Jock; y Sonic Youth, Cushion Toy.

Podría decirse, pues, que la obra de Oswald se cifra en la producción de metapiezas intensificadas o, en términos de Avron, en la gestión de la intensidad de la intensidad. Así consigue algo que buena parte de las obras que se dejan decir como “música contemporánea” tienen vedado, atrapadas como están en una lógica modernista cerrada. Esa lógica es también, como sabemos, una épica que no encuentra dónde posarse en el presente, ni cómo renovar sus materiales y procedimientos, y sólo puede conservar su condición disciplinar manteniendo bajo control la masa pulsional del inconsciente sonoro. Una de las maneras de escapar a este encierro es, quizás, pensar que si el dilema del hacer música hoy sigue siendo, como dijera Schaeffer, la situación de “extremo divorcio entre medios prodigiosos y fines inciertos”, se trata de prestar oídos al ruido que hace el mundo, a esa “música al revés” que “no se sabe hacer, pero que se sabe oír y hace frente a nuestra voluntad de potencia”.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Aquí todo es musical (1993), técnica mixta, 24 x 75 x 36 cm, foto del artista.

Lecturas y escuchas. Walter Benjamin, Discursos interrumpidos I (Madrid, Taurus, 1973). Pierre Schaeffer, Tratado de los objetos musicales (Madrid, Alianza, 2003). Rosalind Krauss, El inconsciente óptico (Madrid, Tecnos, 1997). Abraham Moles, Teoría de la información y percepción estética (Madrid, Júcar, 1976). Dominique Avron, L’appareil musical (París, Union Genérale D’Editions, 1979). John Oswald, Plunderphonics, or Audio Piracy as a Compositional Prerogative (Toronto, www.plunderphonics.com, 1985); Plunderphonics 69/96 (Fony/Seeland 515, 2001). 

1 Sep, 2008
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