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Lo que queda de sensualidad

MÚSICA

 

De cómo continuar o refutar la estética del fracaso de John Cage.

 

Silencio sacramental en la sala. Estamos en Buenos Aires. Pero podría –podría– ser otro lugar. Es el momento 4’33. A través de los años, más de medio siglo, esta obra de John Cage ha construido un modelo de atención; se ha refinado de manera curiosa bajo el signo del concierto. Sobre el final, sonrisas y miradas de complicidad entre parte del público que entiende esos doscientos setenta y tres segundos de suspensión del juicio como un ritual de identificación. En 1952, el año de su estreno, 4’33 fue un episodio cultural extraordinario y su autor, el nombre de una apostasía. Así lo entendió la cultura uptown neoyorquina. El 15 de julio de 1966 se realizó en el Lincoln Center el “Festival Stravinsky: su herencia y legado”. El director y compositor Lukas Foss dirigió La historia del soldado. Aaron Copland hizo de narrador. Elliot Carter fue el soldado, aquel que pacta con el diablo. Este último personaje quedó en manos de Cage, y la distribución daba cuenta del lugar que cada uno de los compositores ocupaba en la escena norteamericana. “Todo el mundo pensó que había estado muy bien darme ese papel”, recordaría.

Pero lo que se teme, se naturaliza. “El villano no puede ser más que provisorio”, dijo el octogenario Pierre Boulez, falso antagonista de Cage –hubo más semejanzas entre ellos que las reconocidas–. Se prefiere seguir igual recordando a Cage como un luciferino. La imagen congelada de sus años heroicos, los cincuenta y primeros sesenta: Music of Changes, Imaginary Landscape 4; las obras para piano preparado y, claro, 4’33. Años de notoriedad (hasta Life se ocupó de él) y de condición de gurú. Promovió un mundo de sonidos radicalmente inclusivos. Rechazó la emoción y el organicismo. Incentivó lo indeterminado, la despersonalización del estilo, la objetivación del sonido, el individualismo como salida social. Abrazó lo inesperado y lo incongruente. Este recorrido se corta en 1969 con HPSCHD, una obra creada en colaboración con el ingeniero en computación y compositor Lejaren Hiller. Su primera performance, el 16 de mayo en la Universidad de Illinois, duró cuatro horas y media y necesitó siete clavicordios, cincuenta y dos grabadores y cincuenta y dos proyectores de película. Del oráculo zen de Lecturas sobre la nada, Cage devino, tres días antes de que el Apolo xi iniciara su misión lunar, un futurista omnívoro y a la vez nostálgico, que adosó a Suzuki una capa de McLuhan. En los últimos años retornó a las composiciones determinadas, aunque basadas en procedimientos del azar. Estas obras fueron escritas con notación convencional. Algunas son muy bellas; otras, de una enorme dificultad para los intérpretes. Cuando murió, ya se había transfigurado en un señor angélico y risueño. Los primeros estudios sobre su obra lo insertan donde tal vez siempre quiso estar: dentro de la gran tradición occidental. Apenas quedaban bolsones de resistencia entre ciertos melómanos, que, por sobre todo, desaprobaban su estilo de vida.

Para Richard Taruskin, cuando Cage dejó de ser una amenaza, definió la transición de lo moderno a lo posmoderno: “fue alguien fabulosamente literal y sin sentido del humor, casi tan ascético y truculento como muchos de sus críticos, la elite de la academia modernista. Era esotérico por demás, desdeñoso de la multitud, estaba decidido a no tener ningún propósito que pueda llamarse bueno o útil. Norman Brown vio correctamente a Cage a través de sus defensas –su estudiada ingenuidad, la santa tontería– cuando lo definió como apolíneo por excelencia. Efectivamente, nunca un músico fue más cerebral o menos sensual y, a pesar de su involucramiento de toda la vida con la danza, nunca hubo nadie menos sintonizado con el impulso físico (nada, excepto tal vez la armonía encantadora, repelía tanto a Cage como el ritmo)”. Benjamin Piekut también ha observado críticamente su legado en Experimentalism Otherwise. The New York Avant-Garde and its Limits (2011). Dado el énfasis de la retórica del experimentalismo en el rol creativo del intérprete, qué pasa –se pregunta– si no se cumple con las expectativas del compositor. ¿Qué ocurre en rigor cuando ese intérprete no ha internalizado sus expectativas? Según Piekut, ha habido una concepción predeterminada de lo indeterminado. Cage sabía cómo quería que sonara su música: ya estaba codificada. Si David Tudor, su intérprete fetiche, hubiese creado una situación fuera de ese control, no habría sido Tudor.

Kyle Gann, el autor de No Such Thing as Silence. John Cage’s 4’33, tiene otra perspectiva de lo que significa su figura. “La influencia está en todas partes y en ninguna. Tan omnipresente que puede ser demasiado trivial para llamar la atención, tan inexistente que a veces puede ser imposible encontrar una idea o un dispositivo prestado de Cage en las partituras de los aún jóvenes compositores consagrados a él”.

El más allá de Cage fue definido en vida, pero siempre lo tuvo como pilar. En Experimental Music. Cage and Beyond, Michael Nyman buscó identificar y dar coherencia a un corpus que había quedado afuera de la tradición clásica y de las ortodoxias de la vanguardia. Muchos de sus nombres (Morton Feldman, Steve Reich) ya fueron aceptados. El mismo Nyman ya no es aquel de 1974, sino el au tor de músicas incidentales y empalagosas. Las definiciones, con todo, perduran: el experimentalismo como un proceso fluido. En vez de objetos estáticos, una antiteleología que establece nuevos roles para los compositores, el intérprete y el público; en lugar de la finitud temporal, la evanescencia momentánea y una ontología que destaca la performance por sobre la escritura, lo diario por encima de la trascendencia. En el prólogo a la segunda edición, de 1999, Brian Eno recuerda que, en el momento de su publicación, Experimental Music consolidó una comunidad de intereses. Los académicos estaban más preocupados por cómo estaban hechas esas cosas. Los “otros”, en cambio, hacían mayor hincapié en el proceso. “Esto dio lugar al ascenso de una música extremadamente conceptual cuyo disfrute requería de un acto de fe (o, al menos, de una entrega) más allá de lo que normalmente se esperaba de un oyente”. Sigue Eno: “Aplaudíamos, de un lado, la idea de la música como un fenómeno fuertemente físico, una entidad sensual, liberada de la narrativa y las estructuras ligadas a la tradición culta, libre para ser pura experiencia sónica. Pero, por otro lado, apoyábamos la idea de una música altamente intelectual, una experiencia espiritual, un lugar donde efectivamente podríamos ejercitar y poner a prueba proposiciones filosóficas o encapsular juegos y procedimientos fascinantes”. ¿Cuál era el experimento? “Quizá la pregunta continua por lo que también podría ser la música”. No necesariamente debía tener ritmos, melodías, armonías, estructuras, ni siquiera notas. Tampoco tenía que involucrar instrumentos, músicos ni ámbitos especiales. Para Eno, que pasaría de la Scratch Orchestra de Cornelius Cardew a Roxy Music, esta tradición se derrumbó cuando algunas de sus figuras –el propio Cardew, John Tilbury y Frederic Rzewski– devinieron “explícitamente políticos” y se abocaron a renegar de la música que habían hecho. Rzewski hizo su brahmsiana versión de “El pueblo unido jamás será vencido”, la canción emblemática de la Unidad Popular. Cardew cargó contra sus antiguos referentes: “¿A quién sirve la música de Cage?”, se interrogó en ese mismo 1974. “Podemos responder esto con simpleza echando una mirada a la audiencia, viendo quiénes apoyan su música y quiénes la atacan. Diez años atrás, los conciertos de Cage eran frecuentemente interrumpidos por melómanos enojados y críticos argumentativos. Los que protestaban eran en su mayoría los elementos de la burguesía que había en el público. Pero no tardaron en probar su propia medicina. Hoy en día un concierto de Cage se ha convertido en un evento social”.

La virulencia de Cardew es una marca de época. Ha pasado el tiempo y la palabra “experimental” nunca perdió sentido, pese a las aporías que, desde muy temprano, planteó Hans Magnus Enzensberger (un experimento debe ser verificable y todas las veces que sea repetido dar el mismo resultado. De ningún modo es un fin en sí mismo. Es un procedimiento para investigar fenómenos regidos por leyes. Cuadros, poesías, obras de teatro y musicales no llenan esos requisitos). Las apropiaciones de Cage son, a medio siglo de 4’33, literales, institucionales u oblicuas. En la primavera de 2006, G. Douglas Barrett, un compositor formado en Buffalo, donde Feldman hizo escuela, condujo en Hollywood una serie de performances que consistían en grabar los sonidos que proliferaban en dieciséis esquinas. No apeló al azar, como Cage en Five Hanau Silence. Con el plano de la ciudad estableció una grilla. Sixteen Hollywood Silence es la consecuencia final. Barrett replicó en una gran orquesta el resultado de las grabaciones callejeras. Hay otros usos sorprendentes de la herencia cageana. En 1992, el año de su muerte nació el Grupo Wandelweiser, una suerte de micro internacional de compositores intérpretes que incluyó desde el principio al flautista de origen holandés Antoine Beuger y al violinista alemán Burkhard Schlothauer. De inmediato se sumaron el pianista suizo Manfred Werder y el guitarrista estadounidense Michael Pisaro, entre otros. El grupo cuenta con una editorial y un sello discográfico propios. Funciona bajo la advocación del autor de Silence como una red de afinidades desterritorializada.

Antes de fundar Edición Wandelweiser, Beuger y Schlothauer se conocieron como miembros de la Organización Aktionsanalytische (AAO), una comuna que fue liderada en los setenta por el vienés Otto Muehl. En la que también se conoce como Comuna de Friedrichshof, a pocos kilómetros de la capital austríaca, el sexo comunal sustituyó la monogamia, la propiedad del grupo a la propiedad privada, y el “análisis accional” (una terapia de grupo basada en escenificaciones individuales y espontáneas), al psicoanálisis. Llegó a contar con dos mil adherentes. ¿La vida como arte? Los testimonios se refieren al grupo como una formación totalitaria. AAO devino un territorio distópico en el que se regulaba todo, hasta el corte de cabello. Beuger entró a la comuna después de concluir sus estudios de composición. Friedrichshof cayó en bancarrota económica y espiritual después de que su líder fuera arrestado y condenado a siete años de prisión por violación y abuso sexual de menores.

¿Cómo se pasa del amor libre al ascetismo cageano? Allí es donde irrumpe 4’33. La pieza canónica acumulaba capas de interpretaciones. Ya no se la entendía como la antítesis de una obra autónoma, a pesar de que los sonidos que se suscitan son completamente contingentes y están fuera del control del compositor (que quiso, de esta manera, enfatizar el borrado de los límites entre arte y vida). Una obra se define no sólo por su contenido sino también por los comportamientos que genera. Cage especificó que el pianista debe sentarse al piano y sostener impertérrito la performance. Una vez que esta concluye, el intérprete es aplaudido y el compositor recibe su reconocimiento. “Más allá de los cambios en nuestro entendimiento de lo que es un sonido musical, las restricciones formales del concepto obra se siguieron manteniendo. La audiencia es invitada a escuchar los sonidos naturales con la misma actitud de reverente contemplación que asumiría si escuchara a Beethoven. Se intensifica la música absoluta más allá de los materiales”, dice Taruskin. Los Wandelweiser han tratado de recuperar una fuerza que presumen latente en lo que se hizo oír por primera vez en 1952. “Nuestra música es post 4’33”. En las composiciones de los integrantes del grupo, los silencios se extienden, dominan las obras, invierten las jerarquías. Según Beuger, el silencio es un encuentro directo (no simbólico ni imaginativo) con la realidad. Three Drops of Rain / East Wind / Ocean (2006) dura dieciséis minutos que son apenas intercalados por sobrias intervenciones del piano y el clarinete. Calme Étendue (19961997) consiste en diecisiete piezas individuales, cada una de ellas para un instrumento, que parten de un mismo principio: el instrumentista toca tres minutos, que son seguidos por cinco de silencio. Las alternancias se repiten hasta que se impone un grado cero de intervención instrumental. El intérprete decide si la obra dura cuarenta y cinco minutos o nueve horas.

“La idea del público no es el objetivo del arte, es simplemente una de las condiciones”, sostiene Pisaro, y lo pone a prueba en The Locust Tree in Flower. El postcageanismo ha redoblado su apuesta por una estética del fracaso y su principal tropo, el aburrimiento. Mantiene su convicción de que algo productivo aguarda dentro de esa espiral descendente. Una astilla de conciencia. O, como creía Nietzsche, el instante de la percepción verdadera. El problema con estas definiciones, sostiene Eldritch Priest en Boring Formless Nonsense: Experimental Music and the Aesthetics of Failure (2013), es no solamente su amplitud, sino la autocomplacencia. “La estética del fracaso olvida una cuestión: que el fracaso no tiene un punto particular, es radicalmente perspectivista y, a pesar de sus regularidades, radicalmente indeterminado”.

Cage a menudo repetía que si uno asiste por un largo período a algo que es aburrido, al final encontrará que no lo era. Sugería además que dentro del horizonte experiencial del aburrimiento hay un interés oculto que promete una sublimación de proporciones hegelianas. Priest cree que esa intuición es, a estas alturas, difícil de sostener. La satisfacción trascendental encriptada en el larguísimo Cuarteto de Feldman o Strumming Music (1974), de Charlemagne Palestine, que por cuarenta y cinco minutos repite un mismo acorde tremolado, ya no es operativa. “Ni los riesgos ni las formas de atención que le darían al aburrimiento su importancia son las mismas ahora que en 1960, cuando era explícitamente calculado para su efecto estético. Después de Vejaciones (1893), de Satie, The Making of Americans, de Gertrude Stein (1925), Sleep y Empire, de Warhol (1963 y 1964), cuyas repeticiones sugieren que el aburrimiento es el corolario afectivo de la cultura del placer de la mercancía, es difícil imaginar que el desierto del aburrimiento contenga más agua”. Una hora de presentación de los ocho mil ciento setenta y ocho acordes posibles en una octava ofrecidos por Tom Johnson en The Chord Catalogue (1985) ya no es antimúsica sino, como dice Baudrillard, “un arte de la simulación”. Las prácticas contemporáneas ejemplifican un tipo de aburrimiento ambivalente que manifiesta síntomas de lo que Sianne Ngai describe como una estética stuplime, un término que permite invocar lo sublime, aunque sea negativamente, al infundirle, en vez del trascendentalismo romántico, estupidez. Por eso es que, en muchas de las obras estáticas, lentas y repetitivas, las intenciones se diluyen en “el sumidero vacío proveniente del embotamiento que impregna en actividades como mirar televisión, chequear continuamente mails o monitorear la cuenta de Twitter”.

Wandelweiser cree no obstante tener un antídoto que resignifica el sopor: cruzar a Cage nada menos que con Michel Foucault y Alan Badiou. En 2010, Werder realizó una performance cuya entera partitura constaba de un fragmento de La arqueología del saber. Beuger había escrito Badiou Tunings for Eighteen. “En la primera lectura de su obra tuve la experiencia de encontrar por fin una filosofía que en las mentes de muchos de nosotros empezaba a cobrar sentido, mediante la aplicación de las ideas iniciadas por la tradición experimental, de una manera que Cage, a pesar de su talento, no había logrado como escritor”, afirma Pisaro refiriéndose a Badiou en Eleven Theses on the State of New Music. Badiou había desarrollado la noción de “mundos atonales” para aludir a la ausencia de un significante maestro. Pero no es eso lo que le interesa a Pisaro. Para él, Cage fue un “acontecimiento”, y lo fundamenta con la teoría del francés: un punto de exceso en una situación. En una obra, más allá de su duración, siempre hay un resto. Siempre existe la posibilidad de extraer lo sensual. Y si una vez no sale, se vuelve, como Sísifo, a empujar la enorme piedra cuesta arriba por la ladera empinada. La piedra caerá al alcanzar la cima. Habrá que empezar de nuevo, una y otra vez. Dicho en términos beckettianos: “Siempre ha fallado. No importa. Intentarlo de nuevo. Fracasar de nuevo. Fracasar mejor”.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Fernanda Laguna, Los niños adolescentes, 2013, acrílico sobre tela calada, 80 x 60 cm, p. 17; El sol, 2012, acrílico sobre tela calada, 60 x 65 cm, p. 18.

Lecturas. Eldritch Priest, Boring Formless Nonsense. Experimental Music and the Aesthetics of Failure (Londres, Bloomsbury, 2013); David Nicholls (ed.), The Cambridge Companion to John Cage (Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 2002); Gann Kyle, No Such Thing as Silence. John Cage’s 4’33 (New Haven, Yale University Press, 2010); G. Douglas Barrett, “The Silent Network. The Music of Wandelweiser”, Contemporary Music Review vol. 30 N° 6 (mayo de 2012); Richard Kostelanetz, Conversing with Cage (Nueva York, Limelight, 1988); Richard Taruskin, The Danger of Music and Other Anti-Utopian Essays (Berkeley, University of California Press, 2010); Simon Shaw-Miller, Visible Deeds of Music. Art and Music from Wagner to Cage (New Haven, Yale University Press, 2002); Benjamin Piekut, Experimentalism Otherwise. The New York Avant-Garde and its Limits (Berkeley, University of California Press, 2011). Hay textos disponibles de Edición Wandelweiser en www.wandelweiser.de/texts.

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