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El drama escénico El matadero, un comentario, y su aleación de lenguajes que pasa por alto recatos y estridencias de la música contemporánea argentina.
I. Hubo un tiempo en que a “la patria” se la cantó en italiano. La ópera Aurora fue compuesta por Héctor Panizza por encargo del gobierno y se estrenó en 1908 en el Teatro Colón. Su libreto había sido escrito por Luigi Illica, nada menos que el colaborador de Giacomo Puccini en Madama Butterfly y La Bohème. Ese cocoliche ideológico fue subsanado pronto. El águila guerrera se puso al servicio de otras batallas, pedagógicas, y esa patria comenzó a cifrarse musicalmente a través de los materiales y referencias paisajísticos. Pensemos en el ballet Estancia, de Alberto Ginastera. El compositor, hijo del rancio mecenazgo, le cantó a la “inmensidad sin límites” de la pampa; pobló el escenario de “trabajadores agrícolas” y “peones de hacienda”; utilizó un malambo para ilustrar la doma de los “caballitos”. En el momento en que se estrenó Estancia, principios de la década del cuarenta, la música de tradición clásica tenía en Ginastera una de las voces más reconocidas del nacionalismo. La sobreactuación telúrica era impugnada por los cosmopolitas que, bajo la égida de Juan Carlos Paz, se mostraban más interesados en la posesión y actualización de las nuevas técnicas. Los anhelos de progreso.
La tensión entre esos dos polos se fue diluyendo con el correr de los años. Cuando en la década de los sesenta Ginastera abandona a Béla Bartók y su “folclore imaginario” e inicia su etapa “neoexpresionista”, en momentos en que Aurora precedía la entrada a las aulas, el trabajo con los símbolos y nombres de los padres fundadores se volvió más problemático. En adelante, el recurso anacrónico nunca sería inocente. La Cantata a San Martín, de Roberto Caamaño, rector de la Universidad Católica Argentina, fue dedicada en 1981 a la Junta Militar.
Pasaron las vanguardias, se impuso el “pensamiento débil”, se diseminaron tardíamente los emuladores de las escuelas norteamericanas y las técnicas extendidas, pero el interrogante sobre “qué es lo argentino” en la música nunca dejó de formularse. En abril de 1998, el musicólogo Omar Corrado publicó en Punto de Vista su provocador artículo “Del pudor y otros recatos. Apuntes sobre música contemporánea argentina”. Corrado advertía entonces una suerte de “culto de un término medio sensato”. El artículo trazaba una genealogía de la mesura y sus constantes, caracterizada, entre otras cosas, por la renuncia a los extremos y a salirse de las convenciones. “Quizás la desconfianza ante las transgresiones integrales de los límites tenga que ver con la voluntad –difusa, no explícita– de preservar el concepto de obra como objeto autocentrado, concluso, como objeto estético”, conjeturaba. Esa inclinación, en caso de ser cierta, podría explicar, a su criterio, el desinterés por “aquellas tendencias que introducen el metalenguaje, la reflexión verbal, la conceptualización explícita como elemento incorporado o paralelo a la obra propiamente dicha”. El respeto por la disciplina de los géneros termina siendo, en cierto sentido y siguiendo el razonamiento de Corrado, un rasgo nacional cuyo perfil se completaba, antes del cambio de siglo, con esa explícita aversión a proveer a una obra de sentido político o social.
II. Dos obras, con distinta eficacia, permiten ser analizadas en clave del artículo de Corrado. En 2007, la pianista Susana Kasakoff grabó Oíd, una pieza para piano, procesamiento en tiempo real y video digital que Juan Pampín había estrenado cuatro años antes en Seattle y Buenos Aires. Reducida al formato disco, Oíd pierde uno de sus soportes fundamentales, la imagen (consistente en extractos de lo que se conoce como la masacre de Avellaneda, el asesinato de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán por fuerzas policiales en junio de 2002). Se trata de compensar ese déficit con un pequeño manifiesto en el que el autor da cuenta de su escucha del Himno nacional. Oíd, dice, es “un descenso al infierno de nuestro Estado asesino. Estado que, a su vez, se hace eco de nuestro pedido de sangre joven, nuestro perpetuo y cíclico matadero nacional”. La obra es una suerte de tema con variaciones de la célula inicial de la canción patria, esa que es autosuficiente para nuestra memoria. Desde ese punto de partida, el compositor hace una proyección del fragmento y su correspondiente “doble oscuro”: una sintaxis del derrumbe. A lo largo de casi 14 minutos, la polarización se vuelve redundante, como si tradujera el tono enfático del propio programa, acaso porque Pampín quiere que Oíd trascienda su línea de tiempo para disparar otras discusiones. En ese sentido, “Ética, poética, política. Apuntes sobre la composición de Oíd” (parte de una recopilación de escritos de compositores argentinos publicada por la Biblioteca Nacional) presenta una suerte de ontología de la adversidad. Pampín cree que “el Compositor Argentino es una metáfora de nuestro fracaso como país, su propia enunciación designa un oxímoron, puesto que no existió jamás una cultura nacional que involucrara su actividad; en otras palabras, componer no es argentino”. El texto consta de tres partes, cada una precedida por una cita (de Juan José Saer, Walter Benjamin y Leónidas Lamborghini) que funciona como algo más que una declaración de procedencia: reactualiza los viejos y cíclicos atajos construidos alrededor del saber. No obstante, las citas le alcanzan a Pampín para explicar su relación “tan intensa como problemática” con la Argentina. La distancia –es docente en la Universidad de Washington– le ha permitido, dice, “desmantelar mitos” y lo ha forzado a obrar como un “criptógrafo de la realidad nacional a través de la lectura de los medios”. Así, este músico que se enorgullece de hablar el francés y el inglés sin desnudar el acento de su lengua madre, saca a luz los hechos velados de la masacre de Avellaneda, contento de haber pagado sus costos. “Mi pasión por desarrollar una actividad artística heterogénea, transversal y múltiple me ha valido reproches y reclamos de todo tipo.”
III. A fines de mayo pasado, el gobierno de Mauricio Macri eligió anticiparse al Bicentenario con un concierto masivo de canciones patrióticas recicladas frente al Obelisco. De la mano del amenizador de los teclados, Lito Vitale, el Himno a Sarmiento se convirtió en cumbia villera y Aurora, en zamba. Al mismo tiempo, en el Centro Cultural Ricardo Rojas subía a escena El matadero, un comentario, el drama escénico de Marcelo Delgado con libreto y régie de Emilio García Wehbi. La obra tuvo el desacostumbrado efecto de provocar sensaciones encontradas en una tribu dominada por la corrección de sus comentarios.
La ópera –como en un sentido el canto– siempre ha estado amenazada por la mancha de ser un arte absurdo en el que, según Voltaire, “durante la destrucción de una ciudad, se deben cantar arietas”. Cantar es, por otra parte, un límite, un hablar deformado (Mauricio Kagel dixit). ¿Cómo estetizar entonces a Esteban Echeverría? García Wehbi reconoció esa imposibilidad y se propuso convertir El matadero (una novela muy breve que es casi un tratado sociológico) en un territorio donde la civilización y la barbarie se homologan aunque, en lo manifiesto, el mazorquero de voz ronca (Matasiete) y el “cajetilla” afrancesado se disputen la primacía en un perímetro concentracionario, a la vista de una mirada bovina. Ellos, y el sexteto vocal masculino, condensan los discursos sobre una nación. El libreto de El matadero, un comentario trasciende la escritura de Echeverría. Es un largo hipertexto, una superficie intervenida, sobre la base de citas: Hilario Ascasubi, Artaud, Lautréamont, Shakespeare y Kafka, y hasta un manual de faena. El uso de la cita (la dislocación) trata de remitir a Benjamin. “Viva el cáncer”, dice y repite el “cajetilla” en el Prólogo. Después de semejante glosa, el relato no tiene retorno. Y, si bien se desarrolla sobre la base de los lugares más infames de los arquetipos, escucharlos en medio de un olor a carne chamuscada (que despide un churrasco puesto a asar al comienzo) y en una ciudad real que repite o reformula viejas invectivas (“yegua”, “puta montonera”) produce el efecto de una redundancia perturbadora. En El matadero, y al revés de lo que ocurre en la ópera, las voces funcionan como una suerte de subtitulado cantado de lo que se imprime en la pared.
“Las tumbas no son para los cuerpos, son para las conciencias.” El canto melismático, acompañado por un sexteto que alterna entre la altura fija y el susurro, es interrumpido, al principio, por una guitarra desafinada, que se rasguea de manera aleatoria. Buena parte de los materiales se presenta allí. A lo largo de la obra, el coro pasará de utilizar su propio cuerpo como resonador al entretejido polifónico, de la verticalidad a la indeterminación de la altura, de la homofonía al puntillismo o la textura ligetiana. Mientras tanto, el mazorquero y el “cajetilla” van desglosando su programa. Uno es alegórico; el otro, deja que se filtren otras formas del habla política. El séptimo cuadro, “La cabeza cercenada del niño”, es uno de los momentos más bellos e inquietantes de El matadero, un comentario. Su inicio es falsamente telúrico (como una deformación de los Huanca Hua) pero se lo da como verdadero (el campo de Delgado-Wehbi como negativo de Estancia de Ginastera). De pronto, el sexteto comienza a silbar de manera escalonada y sobre un campo esencialmente diatónico que, sin embargo, por las propias características de la emisión –el soplido–, irá produciendo diferenciales (algo así como falsas notas). Sobre ese entramado notable, el “cajetilla” canta: “Y entonces arrancarte / la camisita para hundir / mis manos en tu pecho niño / pero de manera que no mueras / y beber tu sangre”.
Parte del diminuto mundo de la “música contemporánea” tendió a condenar lo que ocurría en escena y a absolver a Delgado, asignándole a la partitura un valor autónomo. En esa destilación el compositor distinguió un síntoma. “Pensar que una obra de estas características es buena en algún aspecto y floja en otros parece dar cuenta de una irritación más general, que no llega a ser manifestada abiertamente; creo que la música es la que establece un clima general, un pathos tenso y contrastante todo el tiempo, que no da respiro al público y que afecta y determina la obra en su totalidad. Pensar entonces que la música está bien y el resto no es una reducción que termina no diciendo nada, salvo que haya habido un exceso de timidez, o de pudor.”
Se ha tratado a la vez de confinar El matadero, un comentario al casillero del “teatro político”, como si con esa taxonomía se disculparan o excusaran sus desbordes o explicaran debilidades congénitas. Pero son otras las razones que hacen a El matadero, un comentario “política”. La obra es además un comentario sobre los usos de la llamada música “contemporánea” y sus modos de circulación. Condenada en este momento a la extraterritorialidad (en vez del Colón exánime, un centro universitario al lado de un mega restaurante chino, con una calle Corrientes en penumbras, en medio de la precariedad presupuestaria), la obra permite corregir la sentencia de Pampín (“componer no es argentino”) y ofrece una posible respuesta a las cavilaciones de Corrado. Dice al respecto Delgado: “Sabíamos que nos metíamos con un tema ríspido, acerca del cual las opiniones todavía están divididas y más vigentes de lo que pudiera parecer. Si a esto le sumamos un texto no lineal, que alude al tema pero que lo bordea, y que además se sirve de fuentes de muy distinta procedencia para generar un texto nuevo –con lo cual disloca la historia original y abre otras perspectivas de interpretación–, es lógico que el malestar se haya puesto de manifiesto de manera tan evidente. Sumado a esto, el formato musical y el lenguaje utilizado están descentrados respecto de una tradición más anclada en la música clásica de raíz centroeuropea, lo cual resulta en un cóctel de digestión incómoda. ¿Las críticas tuvieron que ver con la impronta política o el malestar provino de la entidad global de la obra, que se reclama ópera pero no lo es, que tiene un texto que funciona como un caleidoscopio de otros, y cuya sonoridad se ancla más en otras tradiciones que en las habitualmente canonizadas?”.
El matadero, un comentario es también un drama musical sobre las ruinas de la ópera, y sobre un teatro de las ruinas: en una de las funciones, cuando el toro dejó el escenario, lo que rompió no fue la cuarta pared sino las ilusiones de una tradición. Esa noche, cuando como en todas las representaciones iba andando sobre las butacas, una de ellas se quebró por su peso, y el de las circunstancias.
Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, detalle de Fairytale (2007), 1001 sillas de madera de la Dinastía Qing (1644-1911).
Lecturas. Lawrence Kramer, Opera and Modern Culture. Wagner and Strauss (Londres, University of California Press, 2004). Jean-Jacques Nattiez, O combate entre Cronos e Orfeu. Ensaios de semiologia musical aplicada (San Pablo, Via Lettera, 2005). El artículo de Juan Pampín “Ética, poética, política. Apuntes sobre la composición de Oíd” se encuentra en Pablo Fessel (comp.), Nuevas poéticas en la música contemporánea argentina. Escritos de compositores (Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2007). El artículo de Corrado, publicado en Punto de Vista N° 60 (abril de 1998) fue una ponencia leída en la III Reunión de Arte Contemporáneo de Santa Fe de ese año. Las citas de Marcelo Delgado fueron tomadas de una conversación con el autor.
Escuchas. Susana Kasakoff, Piano ex machina, obras de Juan Pampín, Nicolás Varchausky, Mario Davidovsky, Mariano Cura y Jonathan Harvey, BAU Records, New Music Series.
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