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La orfandad como repetición y salida

NARRATIVA

El año pasado, el estadounidense Jonathan Lethem, hasta entonces abanderado de insólitas formas del fantástico, publicó una extensa novela de formación. La fortaleza de la soledad fue definida como un panorama de la cultura pop y la historia reciente de su país. ¿Qué necesidad lleva a un excéntrico a abordar el realismo? Quizá la idea de que aceptando una orfandad esencial, que algo marca un camino antes que los padres, puede dar nueva vida a un género agobiado por el progreso del héroe hacia alguna realización.

 

La escena es así. Década de 1970. Un chico blanco de clase media, uno de los poquísimos en una zona de Brooklyn de mayoría negra, va por la calle con una pelota de básquet o una lata de Coca Cola. Cinco negros de su edad sentados en un escalón lo llaman, le preguntan qué lleva ahí y le piden que se lo deje ver un minuto. La última frase es el umbral de una humillación. El titubeo del blancucho, para quien huir sería reconocerse culpable de racismo, propicia un crescendo psicopático. Los otros se acercan. Prestámela un rato, dale. ¿Te pensás que no vamos a devolvértela? ¿De qué tenés miedo? ¿De que te casque? Eh, blanco, te estoy hablando. ¿Vos sos sordo? ¿Qué pasa, no te gusto? ¿No serás racista, no, flaco? Silencio del indefenso. Por fin: Estrangulalo, hermano. Estrangulalo por carapálida. De modo que uno se le acerca por detrás, le agarra un brazo, se lo dobla a la espalda y, bajo amenaza de quebrárselo, lo obliga a agacharse, a apretarse contra una cadera; le hace una “llave” y, cuando lo suelta, el blanco rueda como un trompo con las piernas encogidas; y sin la pelota o la Coca. Después le dicen que era una broma y lo ayudan a levantarse. Otro día, muchos días, el peaje será un dólar.

Cantidades de varones de miles de barrios del mundo conocen esta rutina de iniciación. En La fortaleza de la soledad, la última novela de Jonathan Lethem, la “llave” se repite anodinamente, no sin un efecto truculento, como la cifra de un statu quo de ofuscación interracial y fantasmas de clase que determinará una vida de intentos de romperlo. Es la teatralización de un combate a muerte y transcurre, con variaciones, en un marco de indiferencia absoluta. La “llave” de la extorsión callejera es algo más que el encastre violento de dos soledades. Es una manifestación de la orfandad. La novela anterior de Lethem se llamaba Motherless Brooklyn. La traducción española, Huérfanos de Brooklyn, da lejos del clavo; porque la orfandad que recurre en estos libros no es un sello personal. Para los personajes –como mínimo para ellos– es un a priori, un meme, una categoría del mundo, puede que una sustancia. Algo en la trama los hará cambiar de idea. Pero entre tanto la orfandad también es el motivo homogeneizador de una obra tan versátil que da taquicardia.

Retengamos que Jonathan Lethem (1964) creció en Boerum Hill, el barrio de Brooklyn donde transcurre La fortaleza… y adonde él ha vuelto a vivir después de pasar temporadas en muchas partes. En 1994 publicó Gun, With Occasional Music, cuyo héroe es Conrad Metcalf, detective privado en una California postapocalíptica. Metcalf es contratado por un hombre a quien alguien quiere endosar el asesinato de un urólogo famoso. No tarda en descubrir que nadie quiere resolver el caso: ni la ex mujer de la víctima, ni la policía, ni el canguro matón (un canguro de verdad) a sueldo de la mafia local. En ese reino de ingeniería genética hay niños (babyheads) más astutos y cínicos que los adultos; hay animales humanizados, aunque con pocos derechos; y existe una técnica mediante la cual las parejas intercambian zonas erógenas. Metcalf, que hizo el experimento por amor, está atrapado en el aparato neurosexual de una ingrata que lo abandonó llevándose el de él. La gente es muy susceptible. Como hacer preguntas se considera muy grosero, los detectives privados son parias; si no se cuidan, pueden ir a parar a criogénesis. La radio no propaga noticias sino música ominosa. Los gángsters se presentan con banda sonora de violines. Las drogas se llaman Eludetodol o Aceptal. Este pastiche de Chandler intervenido por Lewis Carroll está escrito con una nitidez más cruel que la de su modelo y fue finalista del Nebula, el premio mayor de la ciencia ficción.

En 1995 salió Amnesia Moon, una novela de distopía múltiple, suerte de secuela de las últimas de Philip Dick, repleta de dispositivos de engaño perceptivo. En 1996 una colección de cuentos, The Wall of the Sky, the Wall of the Eye, aumentó el surtido formal de refacciones y agregados de géneros (siempre con un toque de anomalía neurofísica) aptos para los perspicaces argumentos. En “Vanilla Dunk”, por ejemplo, los basquetbolistas usan “exotrajes” que duplican las habilidades de grandes figuras históricas; la ropa se asigna por lotería, y el cuento gira sobre el rencor general hacia un mediocre ingrato que se ganó el exotraje de Michael Jordan. En “The Hardened Criminals”, a los condenados a cadena perpetua se los endurece, literalmente, como ladrillos, para construir la cárcel que albergará a otros delincuentes; un ratero va a parar a una celda donde la cara de su padre lo mira continuamente desde la pared.

De esta plétora de reflejos, esquirlas pop de un estilo de la desintegración que gira sobre la identidad, Lethem eligió a continuación el más inestable. Su novela siguiente, As She Climbed Across the Table, es una comedia romántica: trata de una física que se enamora de una anomalía espacial generada artificialmente (se llama Lack, “Falta”) y de las tribulaciones de su pareja anterior para lidiar con la competencia. A fines de los noventa Lethem publicó Girl in Landscape (Muchacha con paisaje), una historia copiada de The Searchers, el western de John Ford, pero en escenario extraterrestre. Por entonces a Lethem le preocupaba que su debilidad de coleccionista de arte popular no eclipsara las lecciones de Borges y de Kafka; que sus síntesis disfuncionales no rayaran en la extravagancia. En un ensayo de esa época decía que la concesión del Premio Nebula de 1973 a Cita con Rama de Arthur Clarke (“un esquemático diagrama en prosa”) y no a El arcoiris de la gravedad, la portentosa novela de Pynchon, había liquidado el sueño de la ciencia ficción de fundirse con la literatura a secas, alimentado por Dick, Delany, Ballard y Angela Carter; porque si la oposición de la CF al puritanismo realista estadounidense la señalaba como una poética excepcional, nunca habría conseguido ser literatura de no haber combinado lo fabuloso con la especulación filosófica y sociológica. Pero en un medio novelístico antiintelectual, la ciencia ficción volvía a encerrarse en el corral de los alienígenas, el cientificismo babieca y las sagas misticoides. Lethem se retiró del campo, no sin un suculento botín de hipótesis.

En 1999 volvió al formato policíaco, pero en presente; y sobre el realismo objetivo y recio de la novela negra implantó un detective amateur que como sujeto es un tembladeral. Lionel Essrog, el protagonista de Huérfanos de Brooklyn, tiene síndrome de Tourette, un trastorno neurológico que se manifiesta en tics múltiples, compulsión a mimar gestos, obsesión por detalles antojadizos y emisión incontrolable de sonidos que a veces forman abortos de frases aliteradas. Para el virtuosismo de Lethem, darle la voz a Lionel era probar que, cuando el contenido torrencial del cerebro se derrama, la cárcel del lenguaje circunda la realidad entera y, a la vez, la ridiculiza. “Soy un voceador de feria, un rematador, un artista de la performance, un hablador en lenguas, un senador borracho de obstrucciones.” Así se presenta Lionel, y un infierno de juego desbocado embebe la trama, la vuelve insufrible, asfixiante, enternecedora y a menudo desopilante. Lionel es parte de un cuarteto de chicos criados en un orfanato de Brooklyn a quienes el buscavidas Frank Minna, un malandra menor, redime un día del encierro para emplearlos como changadores y vigías de pálidas transacciones. Minna le abre a Lionel el reino del rumor callejero y el chiste agudo, le ofrece lo más parecido a un hermano mayor, quizá a un padre, y aunque lo tilda de freak, un día le regala un libro llamado Entendiendo el síndrome de Tourette. Minna saca a Lionel de la biblioteca del orfanato (revistas de ciencia, novelas de Dreiser y Sherwood Anderson) y le abre el hogar extenso de la cultura popular y los infinitos lazos de familiaridad que propicia. Lionel compara lo que vive con escenas de The Wild Bunch o Apocalypse Now, con letras de Pink Floyd y The Ramones. Lionel imita a Brando haciendo de Kurtz: “¡El horror, el horror!” Minna y la calle alumbran en Lionel un módico lenguaje de relación. Cuando Minna muere apuñalado, en un típico dédalo de deudas cruzadas, ambición y dobleces, Lionel Essrog asume el papel de detective para el que no se había preparado. No es el mejor cometido para un tourético. Siervo de sus tics, Lionel no puede sino alisar una y otra vez la solapa del pistolero que está a punto de despedazarlo. Cuando un policía le pregunta si está “acusando a Tony”, Lionel, como si tosiera, exclama: “¡Acusatoni! ¡Excusabonio! ¡Armonicago garchalamusa conservatorio!” Lionel es un limmerick de Edward Lear en el circuito del dinero; es un altavoz de la ansiedad ambiental neoyorquina, y su deseo de resarcimiento desgarra las apariencias que cubren los deseos más bajos. El rezongo de los duros, los poderosos y los expertos se vuelve payasada. La novela es un banquete de delicias y tristeza culpable. Desnudo el mundo, el huérfano ve mejor los vínculos que ha entablado y son su único amparo: vínculos con obras hechas para goce de muchos. Lethem no esconde que para un narrador de espacios hipotéticos, que siempre había tenido que fabricar las películas que veían o los libros que oían sus personajes, fue un alivio poder detener el relato y adjudicarle al héroe una apreciación directa de Spiderman o de “Familiar Face”, el gran tema de Prince. Pero en esos momentos –como cuando Lionel analiza un edificio de Manhattan o las virtudes de un sándwich de pavo– vuelve a afirmar el sentido y el valor de la descripción: su función insustituible en la concepción de la novela como arte polifacético, y en la elaboración de un lenguaje nuevo que responda a los retos de las paredes de la ciudad. Lethem está muy lejos del guiño chistoso, de “jugar con un género”. Sabe que el plus de contenido que hacía tan satisfactorio al policial negro (la radiografía social del deseo y el dinero, el abordaje del poder como delito, la melancolía nihilista) ha menguado en una época en que delito y poder comparten con el público el disfrute de sus desmanes. Por eso no subraya la denuncia y, en lugar del estilo zumbón y lapidario del detective de antes, pone la voz de un derrochador de palabras, una anomia parlante con la herida del alma al descubierto. El herido es el detective perfecto, el que se pierde a sí mismo en el enigma. Y la herida, el reconocimiento de la herida, permite al huérfano fundirse con la orfandad universal, olvidarse de sí y entregarse a lo ilimitado. Después de Huérfanos de Brooklyn, reconocer la herida era una opción de acceso a la realidad. Lethem abordó el realismo.

Infinidad de narradores empiezan escribiendo una novela de iniciación. Lethem escribió La fortaleza de la soledad a los cuarenta años, raro giro realista para una obra excéntrica. El uso de un alter ego no escondía la urgencia por enfrentarse con el Brooklyn de su infancia, con las guerras y las frustraciones, con la paralizante ecuación entre condicionamiento y destino. Lethem ya no podía esquivarse más a sí mismo. Pero había esperado años para que la distancia acallase el ruido psicológico, y libro a libro había “afinado los instrumentos”.

Y ahora volvamos al comienzo. La “llave” con que los chicos negros humillan y despojan al chico blanco de un barrio negro es la cifra del miedo y la herida. De la porfía por negarlos para poder hacerse una vida, de la tardía aceptación de que la herida es un tránsito al mundo, trata La fortaleza de la soledad, un panorama de la cultura pop y de la realidad histórica de Estados Unidos entre los años setenta y ahora.

La novela cuenta la historia de Dylan Ebdus –hijo de una beatnik enconada y un artista recoleto que sobrevive como ilustrador de CF– y de su amistad con Mingus Rude, un chico negro de dotes excepcionales y carácter inusualmente abierto. Transcurre durante las décadas álgidas del conflicto interracial: del final del Black Power al auge del funk; de los comienzos del rap al caso Rodney King. El barrio es Boerum Hill, un pobre conjunto de viviendas de ladrillo que una holandesa obcecada quiso transformar en residencia de profesionales blancos. A comienzos de los setenta no hay allí muchos más blancos que los Ebdus. Los padres de Dylan creen en los derechos civiles, en la integración de lo diverso; mientras, los negritos de la calle le marcan a Dylan la diferencia. Dylan esconde a sus padres que en el barrio le roban. Rabia y culpa nacen de la sensación de que merece el tormento, de que es un turista en el barrio, de que el color de la piel y las conexiones de sus padres le ofrecen una vía de escape que a los otros les está vedada. Sólo que su madre huye mucho antes que él y Dylan queda solo entre la crueldad de la calle y la escuela, con sus fugaces éxtasis estivales, y la lejanía de un padre consagrado a un experimento de ascesis digno de Rothko (una película abstracta pintada cuadro a cuadro). ¿Integración racial? Los negros saben que, cuando caigan las leyes racistas, todavía subsistirá el dominio de clase. Dylan paga en vejaciones el hecho de ser un intruso.

Pero entre huérfanos hay un lazo posible. Mingus Rude, falto de madre, hijo de un drogadicto ex astro del soul, se hace amigo y protector de Dylan. Lo que comparten son discos, historietas, colecciones. Un día Dylan se queda con el anillo de un linyera que vio caer de un techo. Cree que el anillo permite volar y se lo presta a su amigo. En un delicado sesgo de la novela, Mingus adopta la capa del superhéroe justiciero de uno de los comics que Dylan atesora; se lanza sobre pandilleros desde árboles y techos; y hasta el final Dylan mantendrá la ilusión de que el anillo permite a Mingus volar (él sólo lo consigue una vez). Pero Mingus también guía a Dylan por el nacimiento del hip-hop en parques y trenes de Brooklyn, le enseña a robar sprays y lo deja usar su ubicua firma de grafitti. Con los años, sin embargo, la máquina social convierte a Dylan en crítico de música (amargado, con novia negra) y a Mingus en adicto al crack. En una escena tardía, los vemos separados y unidos por el vidrio de la sala de visitas de una cárcel. La historia que Dylan escucha de boca de Mingus es una tragedia contemporánea de la juventud urbana, un Dickens de hoy.

En esta pauta de dos padres y dos hijos las madres son espectros. La fortaleza… es una novela magna, variada y lenta. Vuelven y vuelven hasta el tedio las escenas de robo, de humillación, y los retratos de los misántropos Abraham Ebdus, el artista purificado de contexto, y Barrett Rude, rezago de la música soul que esnifa coca en bata de seda sucia. Todo quedó jugado en una errada idea de convivencia racial. La repetición es la figura de la soledad: un loop que no cuaja en melodías cantables. Pero hay algo que cambia, y al cambiar enlaza a los solos. De la intimidad enclaustrada, encallada, la historia se libera en el disfrute sucesivo de la música (“Noviembre de 1979: ‘Rappers Delight’ acaba de coronar las listas de éxitos… El doce pulgadas de la Sugar Hill Records va en la bolsa junto con Eno, Tom Robbinson, Voivoids y la banda sonora de Quadrophenia”) o en el gasto artístico heroico: pintar grafitti. “Dylan echó un vistazo a la torre de la cárcel. En la inmensa fachada de vidrio y hormigón, a unos diez pisos por encima de la calle, había algo descaradamente imposible: el tag más grande de la historia del grafitti. La firma era un grito, una declaración innegable. La cárcel que nadie mencionaba ni miraba y el rastro de pintura goteante que cubría hasta la última superficie pública y que nadie mencionaba ni miraba: dos cosas invisibles se habían unido en una visible, al menos por un día.” En estos pasajes se vislumbra cuáles eran los instrumentos que Lethem tuvo que afinar para enfrentarse con su historia. Plásticos cambios de plano y de foco. Amplios mapeados urbanos, como visiones de un superhéroe en vuelo, con súbitos zooms al detalle sintomático. Claroscuros, agregados cubistas y esa movilidad exhaustiva, súbita, que emparenta los procedimientos de Kafka con los del relato por imágenes. La descripción como revelación, indiscernible de la historia. El eje estilístico de este realismo es la metáfora pop: la unión entre una vivencia y una obra que alumbra una burbuja de espaciotiempo: “Los deseos que nuestra pequeña familia no podía permitirse habían sido tonterías, esnobismos y errores, como las prioridades de Thurston Howell en La isla de Gilligan”.

Entre cuadros de la presentación realista, en una medialuz rara, como aportando fluidez, está la fantasía del superhéroe; el secreto del vuelo que guarda Dylan, o de la veleidad de volar y hacer justicia, no se sabe. Este hibridaje entre lo documental y lo maravilloso, ¿no será una defensa de Lethem contra la inutilidad de la representación, contra la insensata pugna del realismo por reconstruir lo perdido? Es una pregunta impertinente. El narrador se acerca a los géneros porque sus dispositivos le facilitan cuestionar las operaciones que constituyen el mundo, desarticular las capas de engaños y simulaciones. Pero hay algo que los géneros no hacen, sobre todo en su versión de masas, y es hurgar en las manchas del héroe, y en definitiva en las del escritor; eso es patrimonio del realismo. Lo que Dylan descubre es, no que él no vuela, sino que el vuelo no lleva a ninguna parte; ni a la caída, porque la caída ya sucedió. Es muy posible que Lethem haya escrito una novela realista para averiguar qué había querido decir con las anteriores. Según ha contado, el origen de La fortaleza… fue la imagen de un linyera tambaleándose en una azotea, un clásico recuerdo en sepia que reconciliaba una figura farsesca con un fondo muy real. En el final de la novela, manejando un coche por una carretera, sin rumbo, Dylan –que ya no quiere huir de la herida ni pretender que vuela–, pone Another Green World, de Brian Eno, y se da cuenta de que el “secretismo inofensivo” de ese disco conjura y habita un espacio intermedio. Descubre que la orfandad no es la ausencia de padres que avalen el-proyecto-que-somos ya al nacer; es una intuición permanente de que ese proyecto nos maneja de todos modos y nos condena a la catástrofe. Bien entendida, la orfandad libera. ¿Por qué no? Dylan comprende que, obligado a hacer de su vida una vida, el burgués en que se consumó es la ruina de un sueño; y que ese sueño, la Utopía, es “un espectáculo que siempre cierra la noche de estreno”. En su recuerdo, en cambio, un espacio intermedio tiene la amplitud de una noche de verano antes del comienzo de clases, de la música de un tocadiscos empalmado a un cable de la calle. Es un parpadeo del sueño, y es frágil y efímero. Pero entre espacios intermedios quizá no sea amargo vivir en loop. Nada amargo, si sobre la base pautada uno improvisa. En la novela de formación clásica había una partida, un aprendizaje y un regreso que consumaba a la persona-proyecto. ¿Pero adónde volver cuando se siente que la sustancia del mundo es la orfandad? Si la novela realista siempre corre el riesgo de seguir siendo el género burgués, consolidado ahora por el triunfo mundial de la burguesía, si los restos de sus experiencias de autodestrucción se invierten hoy en plúmbeas construcciones suntuosas, la única manera de arrebatarla al condicionamiento es intervenir ahí donde el condicionamiento plasma con más eficacia: en el avance de la historia, en los finales. Esto hace Lethem. Deja a sus personajes en el acuerdo entre circularidad e improvisación, que es un modo de cambio sin término, sin remedio, pero libre del yugo del desarrollo. Con La fortaleza de la soledad, la novela de formación vuelve mejorada en novela-deformación.

 

 

Lecturas. La editorial española Mondadori ha consentido en distribuir en Argentina, a un precio casi estremecedor, algunos ejemplares de La fortaleza de la soledad, y muy pocos de Cuando Alicia se subió a la mesa, ambos en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. No hemos visto, pero nos dicen que se consigue, Huérfanos de Brooklyn. De los originales (The Fortress of Solitude, Motherless Brooklyn, ambos en Vintage, Nueva York), así como de Gun, With Occasional Music y Amnesia Moon se encuentran ejemplares usados a precios baratos en librerías virtuales. Las ideas sobre la vida en loop y la circularidad narrativa están inspiradas en Diedrich Diederichsen, Personas en loop, publicado este año por Interzona, Buenos Aires, traducción de Cecilia Pavón.

 

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