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Literatura en la cuarta dimensión

NARRATIVA

 

Luis Sagasti, Bellas artes, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2011, 108 págs.

 

De manera no demasiado caprichosa, la literatura de ficción podría definirse como el conjunto de sus utopías. Parecerse más a la música, por ejemplo, o a la ciencia. Ser pura narración, o pura descripción. Parecerse a la pintura. Sacar a pasear un espejo por el camino, o poner la realidad entre comillas. Parecerse a la política. Hablar en nombre del inconsciente, o de las cosas. Inventar mundos paralelos, o decirlo todo sobre el nuestro. Decir lo menos posible. Fracasar de nuevo, fracasar mejor. Por debajo de las anteriores, está por supuesto la utopía máxima: ir más allá de la literatura misma, lo que significaría escapar de las restricciones, las convenciones heredadas, que abruman a la literatura en general y en particular a una forma como la novela, siempre a punto de desmoronarse bajo el peso de sus propios artificios.

Últimamente mucha literatura busca lo nuevo a la vera de la realidad. La crónica, se dice a menudo, está de moda; las “historias verídicas” cobran valor agregado. Pero aunque sea perfectamente legítimo, el entusiasmo actual por las “narrativas de realidad” tiene algo de amnésico: casi cincuenta años llevan a sus espaldas la non-fiction novel y el new journalism. Si han de romperse los esquemas narrativos por esa vía, se necesitará un acercamiento más sesgado a la realidad. Algo así intenta Bellas artes, un libro inclasificable, lo que es decir original, del novelista Luis Sagasti. Las cuestiones de nomenclatura son siempre secundarias, pero sería un exceso llamar a semejante hápax novela, como figura en portadilla. Relatos, al revés, se queda corto. Y tampoco se trata exactamente de un ensayo. ¿Ensayo narrativo? Quizás. Por lo pronto puede decirse que esta sucesión de escenas se emparienta con la escritura documental, incluso con documentales fílmicos (Chris Marker viene en mente) en los que narrar es a la vez mostrar y argumentar.

Bellas artes es un tejido –y la metáfora de la lana es suya– de historias que se ordenan en guardas llamativas. Todas parecen ser historias preexistentes, halladas, como si se dijera objets trouvés verbales. Quizás el autor no inventa nada. Aunque no consigna fuentes, es obvio que ha consultado biografías, historias del arte, novelas y noticias de prensa. La perspectiva, de cualquier manera, le pertenece. Entre los relatos que recicla, está el de cómo el oficial Joseph Beuys, antes de convertirse en el artista plástico más famoso de Alemania, es derribado por un caza ruso en Crimea en 1943; algunas páginas después, se cuenta el episodio, sin duda también verídico, del piloto alemán que derribó el avión de Saint-Exupéry y no pudo con el remordimiento de haber matado “al Principito”. ¿Cuál es la relación entre las dos historias? Sagasti no lo dice. Hay ecos más intrigantes: en abril de 2008, el sacerdote brasileño Adelir de Carli intentó batir el récord mundial de permanencia en el aire sostenido por globos, para desaparecer en el intento. “Por la misma fecha”, yuxtapone Sagasti, “los diarios informaron que se escapó volando en medio de un recital el chancho gigante de Pink Floyd”. Si alguien quiere ver un paralelismo entre el cura y el chancho, adelante, pero la analogía es más un efecto de sintaxis que de semántica.

Poco a poco se forman figuras en el tapiz. Uno nota que muchas de las historias encontradas hablan del vuelo o de su opuesto, la caída: a las tres personas aludidas se suman Amelia Earhart, la aviadora cuyo aeroplano cayó al mar cerca de Hawái; Miriam Stefford, la aviadora que se estrelló en el Valle de la Luna y a la que su esposo, Raúl Barón Biza, conmemoró con un cenotafio en Córdoba; el hijo de este último, Jorge Barón Biza, que se suicidó arrojándose al vacío desde un piso doce; el anónimo “hombre del salto”, que se arrojó desde el piso ciento y pico el 11 de septiembre; el astronauta Yuri Gagarin, primero en orbitar la tierra (sin estrellarse); la perra Laika, que murió en órbita; y hasta un filósofo chino de nombre Zhang Yun, enviado al espacio por el gobierno de su país para reflexionar sobre el tema. Se ven series menores. Una tiene que ver con el suicidio: de nuevo los Barón Biza, y el espíritu tutelar de Wittgenstein, que no se suicidó pero pensó constantemente en hacerlo en su juventud. Otra considera el lenguaje, o la filosofía del lenguaje, con Wittgenstein también a la cabeza; según el filósofo, “El mundo está compuesto por hechos. […] Y es el lenguaje, como aguja invisible, el que teje el sentido al unir lo hechos con la lana de su lógica”.

Un libro que contenga la frase anterior, por supuesto, se inclinará al ensayismo. Este examina dos utopías narrativas: la de hallar un orden en el mundo y la de capturar más de un hecho a la vez, “contar en un instante lo que es un decurso”. Sagasti no afirma la viabilidad final de ninguna, pero le fascina la resonancia poética de ambas. Siguiendo a Wittgenstein, Bellas artes parece adherir a una especie de constructivismo: el lenguaje, incluido el narrativo, no devela el sentido de los hechos, sino que lo crea. ¿Estamos, entonces, ante un libro sobre coincidencias? ¿Sobre series arbitrarias? ¿Cómo debemos tomar las correspondencias que narra? Si postulamos algún tipo de conexión oculta, nos acercamos a mecanismos como la paranoia o las teorías conspirativas: “pereza intelectual extraordinaria”, según Sagasti. Pero sus yuxtaposiciones se parecen bastante a las teorías conspirativas. Y no sólo las yuxtaposiciones: “El mundo es un ovillo de lana. / Una madeja a la que no es fácil encontrarle la punta. / Cuando no, se toma parte de la superficie, se la jala hacia fuera, se sostiene un pequeño tramo de hilo y se lo corta con un golpe seco. Después, si se encuentra la otra punta ya habrá tiempo de anudarlas”. Todo, siguiendo la metáfora, se vincula con todo.

Sagasti, sin embargo, no propone una verdadera metafísica del vínculo, sino que tiende a lo anecdótico. La prueba está en la escritura. Al señalar presuntas conexiones, su prosa se llena de muletillas: “Por esos días en que se perdió el cura”; “Dos días antes de ese salto”; “unos años antes de los sucesos”; y así en muchos otros casos. Pero estos puentes verbales tendidos sobre el vacío no establecen un verdadero nexo entre dos hechos: como el lenguaje de la efeméride, son pura liturgia, lana sin lógica. Un ejemplo más problemático: “Cae también con su carga atómica, justo un año antes del atentado a las Torres Gemelas, bajo el agua, en el mar de Barents, el submarino ruso Kursk”. En esa oración hay dos palabras a las que se les pide más de lo que pueden dar. Una es “justo”: no “un año antes”, sino “justo un año antes”, como si un período exacto en días le diera más peso al paralelo (incidentalmente, el submarino se fue a pique a mitad de agosto de 2000, o sea, no tan justo). La otra palabra es “cae”. Cae, claro, como las torres. Pero los submarinos rara vez caen, incluso “bajo el agua”: lo natural sería decir que se hunden. Forzando el verbo se identifica una analogía donde no hay ninguna; se disfraza el significante de significado. Algunos deslices tonales se producen al no observarse distinciones de ese tipo: “Nadie vio caer a Barón Biza sino al revés: todos veían su ascenso. Un primer y único libro bastó para llegar muy alto”. De nuevo, el contraste es sólo retórico; la caída literal del escritor y el ascenso figurado de su reputación son hechos inconmensurables.

Pese a que Bellas artes es un libro enteramente compuesto de hilos narrativos, lo más interesante no está quizás en esa red, sino en la variedad de reflexiones que la red habilita. El libro contiene una penetrante consideración de la lectura, o la manera en que se perciben las partes de un texto. Y esto nos lleva a la segunda utopía que obsesiona al autor: la escritura de la simultaneidad. Dado que existe una imposibilidad mecánica en el alfabeto, la utopía puede parecer impracticable, pero Sagasti no se limita a las ideas recibidas de Borges o Nabokov (a esta altura triviales) sobre la incompatibilidad entre lo sucesivo y lo simultáneo; al contrario, las pone en entredicho. Sus contraejemplos son dos, uno real y uno imaginario. El real lo encuentra no en la narrativa, sino en la poesía: en el haiku. ¿Cuántas palabras podemos leer al mismo tiempo?, se pregunta. ¿Tres, cuatro? Digamos que tres. En japonés, un haiku se compone de tres ideogramas que se ven de un golpe. El haiku es un drama en miniatura que “narra” una iluminación. De acuerdo con Sagasti, al ver los ideogramas se percibe de inmediato lo que es narración. “Imposible entonces traducir un haiku, escribir un haiku. Nuestro lenguaje demora, extiende, dilata lo que es un golpe ¡tac! en el madero zen”.

No se necesita saber mucho más japonés que polisílabos como tsunami o katana para levantar una ceja de incredulidad. Y este tipo de misticismo orientalista –un rasgo que Sagasti comparte con infinidad de poetas– deja de lado el modo en que la literatura occidental sí puede desarmar la linealidad. No hay ni una consideración sobre la metáfora, o el lenguaje metafórico, que es la mejor manera que tenemos de pulverizar las categorías lógicas y decir dos cosas al mismo tiempo. (El lenguaje metafórico de Sagasti tiende a la opacidad: “Las neuronas como miles de espejos quietos que reflejan sin juzgar”; “Los espejos de nieve como pequeñísimos haikus perfectos”). Tampoco se examinan recursos como el retruécano, la homofonía o los dobles sentidos, que contrabandean, precisamente, lo simultáneo en lo lineal. Al señalar esto no quiero acusar a Sagasti de omisiones: un autor es libre de escribir sobre lo que quiera en detrimento de cualquier otra cosa. Pero rehuir lo obvio es una forma de artificiosidad.

El ideal de simultaneidad narrativa de Sagasti parecería ser un caso imaginario: la literatura de los tralfamadorianos imaginada por Kurt Vonnegut en Matadero 5, una novela cuya estructura es el modelo de la de Bellas artes. Esa literatura se compone, cita Sagasti, de “pequeños montones de símbolos separados por estrellas […]. Cada montón de signos es un mensaje breve y urgente que describe una situación, una escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos de una vez y no uno después de otro”. Y también: “lo que a nosotros nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez”. El haiku sería “lo más cerca que hemos estado de escribir como en Tralfamadore”. Sagasti, sin embargo, no cita la parte más sentimentalista e iluminadora del pasaje de Vonnegut, que explicaría además el funcionamiento de Bellas artes: “No existe relación particular entre los mensajes, excepto en el sentido en que el autor los ha elegido con cuidado para que, cuando los veamos todos juntos, produzcan una imagen hermosa y sorprendente y profunda de la vida. No hay comienzo, nudo, desenlace, moraleja, causa, efectos”. Los tralfamadorianos pueden apreciar ese caos de golpe porque son capaces de ver “en la cuarta dimensión”.

El poder de la imagen de Vonnegut reside en que los no tralfamadorianos también tenemos acceso a los libros en la cuarta dimensión: si no en la lectura, sí en la memoria. Y se me ocurre que Bellas artes funciona mejor cuando la memoria lima sus asperezas. En el recuerdo exhibe “muchos momentos maravillosos” a la vez, que se perciben como una multitud de ecos. Como Matadero 5, no tiene comienzo, nudo, desenlace ni moraleja alguna: surte efecto por agregación y reverberación, igual que una rima. Pero comparar los dos textos es preguntarse por la motivación de lo que se pone a rimar. La novela de Vonnegut, basada en experiencias del autor, interroga tácitamente el sentido de la guerra, los vínculos entre trauma y ficción, la necesidad de la narración para la biografía. Las conexiones de Sagasti, como las de una paranoia, son externamente inmotivadas, un ejercicio comparatista. Esto se parece a aquello; aquello a lo de más allá. Dicho de otro modo, los descubrimientos del texto se agotan en las conexiones mismas. El narrador expresa lo que está en juego al hablar de una obra de Beuys: “¿Es que hay algo que comprender? / El arte es la respuesta, sin duda. / Lo que no sabemos muy bien es cuál es la pregunta”. Lo cual es una manera de plantear el asunto. Otra sería la de alguien como Barthes, para quien la literatura, como una de las artes, es más bien una pregunta: “¿qué significan las cosas, qué significa el mundo?”. Barthes agrega: “es esa pregunta menos la respuesta”.

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