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Panoramas

NARRATIVA

 

Sobre el magisterio casi secreto de la cuentista canadiense Alice Munro.

 

Aunque los pronósticos agoreros nunca faltan, el paisaje de la literatura sigue siendo empecinadamente diverso. Hay quien escribe intentando abrir caminos al borde o incluso fuera de la literatura, y hay también quien todavía se obstina y avanza en la dirección contraria. La canadiense Alice Munro, por ejemplo, lleva más de cuarenta años afinando hasta el prodigio los instrumentos más o menos conocidos de la narrativa moderna, sin alejarse demasiado de Huron County, un condado rural de Ontario. Combinando altas dosis de empatía con el mundo que observa y una medida de distancia que refracta el sentido y profundiza la mirada, ha escrito más de diez colecciones de cuentos, cada vez más acendradamente literarios. Es quizás la mejor cuentista en lengua inglesa viva, pero por cuestiones de género de todo tipo (es canadiense, mujer y sólo escribió una novela) no ha alcanzado la fama de algunos de sus pares hombres, ingleses o estadounidenses, novelistas. Por la ambición, la complejidad de los ataques y la amplitud del arco temporal, sus relatos se resisten a la síntesis y a la economía de las citas, pero dejan un recuerdo persistente, incluso físico. Exploran obsesivamente una materia que a nuestra literatura por lo general le resbala –las relaciones humanas–, con una destreza técnica pasmosa y sin ningún alarde estilístico ni sobrecarga autoral, una combinación de dones y faltas entre nosotros inexistente o rara. Por eso y a propósito de algunas ediciones recientes –su última colección de cuentos The View from Castle Rock, la antología Carried Away de la biblioteca Everyman y Escapada, la última traducción al español– empiezo por proponer un módico ejercicio pre (o post) apocalíptico. Mientras la literatura se desmorona o se transmuta en otra cosa, mientras acordamos qué se puede entender por realismo hoy y reconsideramos cuestiones de límite y valor, leamos los cuentos de Alice Munro. No viene mal recordar todo lo que la literatura puede hacer en buenas manos, casi sin salir de casa.

 

Más es más. Desde su primer libro, Dance of the Happy Shades (1968), y a excepción de algunos cuentos del último (2006), autobiográficamente centrados en sus ancestros escoceses emigrados a América del Norte, las historias de Munro transcurren casi siempre en pueblos y ciudades del Sowesto, una región semirrural del sudoeste canadiense regada por grandes ríos y lagos, en la que un criadero de nutrias o una granja procesadora de pavos puede alternarse con una confortable casa de verano o los restos de una comunidad hippie, con la consistencia real y al mismo tiempo vaporosa de un paisaje de Edward Hopper o un montaje suburbano de James Rosenquist. El espacio es acotado pero se corresponde con una sorprendente expansión del tiempo que permite cubrir cuarenta o cincuenta años en menos de treinta páginas, sin desatender por eso el bastidor que va tensando los fragmentos descoyuntados del relato. No es la única inversión curiosa. La geografía limitada e incluso la medianía de los personajes se corresponden con la excepcionalidad del foco y la profundidad de la mirada. “Solía abordar las fuerzas mayores de la vida”, escribe Willa Cather a propósito de Katherine Mansfield, dos escritoras de la frondosa genealogía femenina de Munro que también incluye a Eudora Welty y a Katherine Anne Porter, “mediante incidentes comparativamente triviales”. Y más: “Lo que más le interesaba eran las relaciones personales, sobre todo las incatalogables, esas aparentemente carentes de importancia”. También los cuentos de Munro se traman en torno a elecciones clásicas de mujeres poco excepcionales (la fórmula infantil con la que se deshoja la margarita y da título a una de las colecciones –Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio– es casi un catálogo), pero los encuadres y los tiempos múltiples las facetan hasta insinuar la singularidad y la complejidad de unas vidas a primera vista planas. Por obra de un formalismo sutil –desafectado– los límites del género se extienden para adecuarse a las fuerzas que mueven a los personajes. La tensión entre quietud y movimiento, permanencia y huida, lealtad y ambición, domesticidad e independencia (“Escapada”, “Transportada”, “Avances”, insisten los títulos) deriva en una concentración expansiva de espacio y tiempo, si cabe la paradoja, con la que Munro extiende la forma breve hasta alcanzar una “completud gestáltica en la representación de una vida” (la caracterización precisa es de su admirador rendido Jonathan Franzen), “con la respiración y las satisfacciones de una novela en miniatura, como un bonsái” (la comparación acertada es de Lorrie Moore, otra lectora fanática).

Intentemos una descripción más gráfica. En “Pasión”, uno de los cuentos más estremecedores de Escapada, una mujer recorre en auto el apacible valle de Ottawa con el recuerdo de una casa de verano frente a un lago, escenario de un inesperado despertar pasional cuarenta años atrás. Ni siquiera sabe bien qué busca y qué quedó de ese día en la memoria (“¿Y qué habría pasado si hubiera desaparecido del todo? Librarte de antiguos lastres o confusiones ¿no te daría una sensación de alivio?”), pero se deja llevar por carreteras secundarias hasta dar con la casa, afeada por los trastos viejos y la ropa tendida del vecindario, convertido ahora en deslucido suburbio. Munro abandona a la mujer en ese punto, sin respuesta a sus preguntas, y desgrana a partir de ahí una densa red de personajes y sentimientos engarzados: la ambición y la curiosidad intelectual de una joven moza de hotel, el avance tímido de un huésped de familia acomodada, el noviazgo y la asordinada represión sexual después de la propuesta de matrimonio, un accidente doméstico en la casa de verano durante una reunión familiar de Día de Acción de Gracias, la ausencia momentánea del novio, el protagonismo inesperado del hermanastro –diez años mayor, médico, alcohólico, infelizmente casado–, la salida de emergencia hasta una clínica, la cura rápida, la excursión que se prolonga buscando alcohol en bares al paso, la desolación de la carretera, la intimidad en el auto, el contacto mínimo de los cuerpos que no prospera pero abre o cierra compuertas (“como si una puerta se hubiera cerrado de golpe detrás de ella”), el fugaz e irreprimible despertar del deseo (“una entrega etérea que nada tenía que ver con la carne”). El recuento podría seguir sin siquiera rozar la materia escurridiza del cuento. Imposible hacer justicia a la sucesión de incidentes encadenados, diálogos breves, climas cambiantes que refractan el avance recto, anudando el juego de clases y moral social, represión y audacia, carácter y destino, hasta llegar al hecho trágico que se consigna lacónicamente en las últimas páginas. (“La única síntesis adecuada”, Franzen otra vez, inconforme ante el fracaso del crítico, “es el texto mismo. Lo que me lleva a la indicación simple del principio: ¡Lean a Munro!”). El relato, híbrido ambicioso de cuento y novela, centra su eficacia en una causalidad lábil que abunda en incidencias al modo novelístico pero nunca las anuda sino que las mantiene vibrando en una tensión ininterrumpida, imposible de sostener en la novela en términos prácticos.

“Demasiadas cosas. Demasiadas cosas que suceden al mismo tiempo; y también demasiada gente”, le dice el instructor de un taller literario a la protagonista de “Differently”, incluido en Carried Away. “Hay que pensar qué es lo importante, señalar aquello a lo que debemos prestar atención.” Puesta al comienzo del cuento, la indicación es irónica, una invectiva elegante contra la preceptiva y las fórmulas literarias. Munro no ha hecho más que desoír ese consejo olímpicamente, superpoblando sus relatos de personajes principales y secundarios, tramas y subtramas, objetos y nombres, sin énfasis pedagógicos ni dobles sentidos premeditados. La tensión irresuelta entre una historia visible y otra secreta que caracteriza al cuento moderno –la teoría del iceberg de Hemingway, la de las dos historias de Ricardo Piglia– no basta en los suyos para dar cuenta de la complejidad de los sentimientos y las relaciones. En la tradición que se abre con Chejov (con quien se la emparenta continuamente), sus historias confían en los sobreentendidos y las alusiones, pero al mismo tiempo acumulan incidentes (“el trabajo que quería hacer era más como agarrar algo en el aire que construir historias”, dice otra mujer en otro cuento) hasta alcanzar una especie de realismo barroco que enmaraña las cadenas de sucesos y vuelve irrisoria a la monocausalidad de la psicología, la sociología o la historia. La ficción funciona con otra química, otra causalidad y otra lógica. El cuento es el resultado de una observación o una introspección sostenidas (“quería ocultarme para dedicarme a mi verdadero trabajo, cortejar partes alejadas de mí misma”, dice la protagonista de otro cuento) que más tarde permite facetar la pieza hasta una suerte de aleph doméstico, un panorama, que en algún momento cobra espesor y consistencia. Casi invariablemente la destreza técnica rinde sus frutos: por efecto de una alquimia invisible o un juego de fuerzas que la narración dispara, algo se materializa en algún punto y alcanza al lector en el plexo, con un golpe de realidad que lo acerca al lugar de la ficción y lo estremece. “Nada es sencillo, simple”, dice Munro en una entrevista, “la complejidad de las cosas –las cosas dentro de las cosas– es infinita”. Es esa su contradictoria economía del espacio y el tiempo en la ficción. Menos puede ser más en el Sowesto de los cuentos, pero por lo general, como en la vida misma, todo suma.

 

Sexo es sexo. Una gama variada de sentimientos reúne a los hombres y las mujeres de Munro, pero hay un vector que direcciona las fuerzas y eriza las superficies. “Creyó que era el tacto”, piensa la protagonista de “Pasión” en medio de la escapada. “Bocas, lenguas, piel, cuerpos, choque de hueso con hueso. Pero no era eso lo que les estaba destinado. Eso era un juego de niños, comparado con cómo lo conocía, con cómo y hasta dónde había llegado ahora a verlo por dentro.” Desmintiendo el reduccionismo ingenuo de la fórmula, no hay aquí “escenas de sexo explícito”. La vibración erótica, sin embargo, todo lo trastoca y multiplica las formas en que la atracción, la curiosidad o la repulsión sexual encauzan o desvían los encuentros y desencuentros. (Munro transforma el viejo clisé de la “química de los cuerpos”, dice A. Álvarez, “en una fuerza irresistible, real y urgente”). Miradas sesgadas, roces, inflexiones de la voz, frases secas, gestos imperceptibles, silencios: el inventario de manifestaciones superficiales de la corriente erótica que reemplazan el puro sexo es inagotable y hasta quizás la tabla de elementos con la que Munro transforma la gramática del cuento. Si en la variante moderna del género hay dos historias, la historia secreta aquí es casi siempre sexual, no por efecto de un tosco freudismo, sino por una delicadísima fisiología del deseo que lleva a desplegar los indicios de la pulsión sexual como un lenguaje más universal, más rico y más directo, y conjugar la combinatoria de figuras posibles entre los sexos con los giros imprevistos de la trama y el magnetismo erótico con el suspenso. Los hombres y las mujeres siempre se registran unos a otros en tanto hombres y mujeres y por lo tanto el erotismo no sólo se registra en las parejas, los triángulos y cuadrángulos amorosos, sino que tiñe todas las relaciones. Margaret Atwood lo ve muy claro: “Las mujeres detectan inmediatamente el poder sexual de otras mujeres, y lo registran con temor o envidia. Los hombres alardean y flirtean y seducen y compiten”.

La contracultura de los sesenta templó sin duda la membrana sensible de Munro a las luchas por la libertad y la transparencia sexual (la represión y la hipocresía son males mayores que pueden torcer destinos y malograr vidas) pero no por eso se pasan por alto las simplificaciones del feminismo. Sin el cinismo de un Houellebecq pero con la perspectiva que da el tiempo (la distancia de Munro nunca es sociológica o política sino estrictamente literaria), las mujeres de muchos de sus cuentos se dejan llevar por la efervescencia libertaria, transforman su vida doméstica, pero también enfrentan las contradicciones insolubles y los efectos irreparables de la independencia. Las mujeres, de hecho, están en el centro de la mayoría de los cuentos pero sin embargo no hay ningún sexismo evidente, sino más bien una escritura femenina que no cree en la femineidad de la escritura (“esa peculiar cualidad sexual que deriva del sexo no autoconsciente”, decía Virginia Woolf), que también en este caso evita el subrayado innecesario.

Se trata, en realidad, de una falta de énfasis de mayor alcance. Munro no elude los sentimientos, las emociones, el pathos, los ribetes trágicos y hasta la truculencia, pero nunca se desbarranca en el facilismo del efecto. Sortea el exceso melodramático o mórbido con una prosa clara y precisa, sin ornamentos inútiles. Tampoco hay efusión sentimental en el recuento del pasado, sino dos tiempos que se imbrican sin más y se conectan. En “The Progress of Love”, por ejemplo, una nena encuentra a su madre subida a un banquito con una soga al cuello en el granero. “Ve a llamar a tu padre”, le dice la mujer sin alterarse. A uno de los personajes de “Carried Away”, una historia sinuosa de amores y desencuentros durante la guerra, una sierra le rebana la cabeza en una maderera. Otro de los personajes, sin saber qué hacer, se saca el saco y la envuelve. El desconsuelo de un padre por el hijo muerto se resume así en “No Advantages”: “Se reprocharía más tarde por levantar la tapa del cajón para darle un último vistazo al rostro de su hijo preferido, un niño de tres años”. Cuando la narradora de “Hired Girl” pregunta por la hija muerta de la dueña de casa, recibe esta respuesta: “Murió cuando mi marido movió la cómoda de nuestro dormitorio. No se dio cuenta de que estaba en el camino. Una de las rueditas se enganchó en la alfombra y el mueble se le cayó encima”. La protagonista de “Destino” se cambia el tampón en el baño de un tren, detenido en el medio del campo por un accidente. Sabremos después que un hombre con quien acaba de conversar se ha suicidado tirándose del tren en marcha, y entre las muchas incidencias del relato se confundirán los rastros de sangre. Hay cáncer, suicidios, muerte y sangre en los cuentos de Munro, todo dicho por su nombre. En la vida pasan esas cosas y no se explica por qué la literatura debería ocultarlo. Los trazos gruesos se mezclan con los detalles insustanciales, los momentos dilatados con los fugaces, cada lugar está habitado por muchos tiempos, nada es simple, la red de causas es infinitamente compleja: he ahí un punto de partida posible para la sobrevida no ingenua del realismo.

“Se emerge de la experiencia con la conciencia aguzada acerca de la capacidad del arte para aguzar la conciencia”, escribió no hace mucho Roberta Smith acerca de las fotografías del canadiense Jeff Wall, prodigios de un artificioso, denso y perturbador realismo. No veo mejor fórmula para definir la experiencia de la lectura de su coterránea Alice Munro, artífice magistral de algunos poderes de la literatura que en bien de su diversidad sería bueno preservar.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie “Las Princesas Vivirán, las Terroristas Morirán”.

Lecturas. The View from Castle Rock y Runaway se publicaron en Alfred A. Knopf (Nueva York, 2006 y 2004, respectivamente). Carried Away. A Selection of Stories apareció en la biblioteca Everyman de la misma editorial en 2006, con una introducción de Margaret Atwood, aquí citada. En algunas librerías porteñas es posible encontrar Secreto a voces (Bogotá, Norma, 2001), Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (Barcelona, RBA, 2003) y Escapada (Barcelona, RBA, 2005). La cita de Willa Cather es de “Katherine Mansfield”, en Para mayores de cuarenta (Barcelona, Alba, 2002). Los comentarios críticos de Jonathan Franzen, Lorrie Moore y A. Alvarez se publicaron en The New York Times (14 de noviembre de 2004) y en The New York Review of Books (vol. 49, 17 de enero de 2002 y vol. 52, 10 de febrero de 2005), respectivamente. La crítica de Roberta Smith a la retrospectiva de Jeff Wall apareció en TNYT el 24 de febrero de 2007.

1 Jun, 2007
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