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Tom McCarthy, Residuos, traducción de Andrea Vidal Escabí, Madrid, Lengua de Trapo, 2007, 320 págs.
Hay algo irreductible en Residuos, algo que no se agota en la originalidad de la trama, ni en el perfeccionismo de la ejecución, ni en la ambición de los temas que toca, ni en la multiplicidad de sentidos que se van desplegando cuanto más la novela se repliega sobre sí misma. Tampoco en el hecho de que por momentos nos saque de la lectura para hacernos pensar que lo que tenemos en las manos no es una novela sino alguna otra cosa mixta, un artefacto capaz de contener la plasticidad calculada de un film, la urgencia de una performance, la planificación de una obra conceptual, la festiva radicalidad de un manifiesto, el juego de patrones y recurrencias de alguna pieza de música contemporánea, la solidez de un objeto. Y sin embargo es una novela que se lee como un thriller, clara como el agua y extrañamente tradicional.
Un joven londinense sufre un accidente que “involucra algo que cae del cielo. Tecnología. Partes, trozos”. Después del apagón del coma, del que sale con amnesia parcial, después de los meses de rehabilitación mental y física para aprender a hacer las tareas más sencillas, el protagonista no puede relacionarse con el mundo sino desde la extrañeza, con una mirada que lo desarticula todo, la de quien sabe que para agarrar una manzana hacen falta veintisiete maniobras. Firma un acuerdo por el que recibe ocho millones y medio de libras a cambio de callar los detalles del accidente que en realidad casi no recuerda, un dinero que tampoco tiene idea de cómo va a usar. Abandona el trabajo. Su novia deja de interesarle y su único amigo no lo divierte más. La memoria vuelve, pero él no se reconoce en sus propios recuerdos. Los síntomas postraumáticos le dan una autoconciencia paralizante y una tendencia a las repeticiones. Lo habita una sensación de irrealidad, de desconexión, de vida de segunda mano. No sabemos cómo se llama ni cómo era su vida antes del accidente, aunque la intuimos más o menos insustancial.
Un día, en una fiesta, tiene una revelación. Una grieta que descubre en una pared del baño lo hace experimentar un intenso déjà vu. De la grieta va emergiendo un universo de particularidades: un edificio en el que vivió, no sabe dónde ni cuándo, con sus ocupantes, el olor que subía de algún departamento vecino donde una mujer freía hígado, los ejercicios de un pianista, gatos en los tejados, un conserje cuya cara no recuerda, pero también el ruido que hacían sus propios pasos en la escalera de madera, el tacto de la baranda, diálogos, intercambios, reminiscencias de un momento más o menos banal en el que se sintió auténtico. Lo registra todo en planos y descripciones. No quiere ir en busca del tiempo perdido; quiere “reconstruir ese lugar y habitarlo para volver a sentirme real”. Ahora sabe qué va a hacer con sus millones. Con ayuda de Naz, su “facilitador” –un indio eficacísimo empleado de Time Control, una empresa que se ocupa de solucionar cualquier problema práctico–, compra edificios, contrata a un plantel de profesionales y actores, pone a un mundo de gente, toda una maquinaria productiva, a trabajar en un capricho, lo que él llama las “recreaciones”: no sólo reproducir lo más exactamente posible lo que recordó sino ponerlo a funcionar, “en on”, todas las veces que quiera, en un loop exasperante. Es como si montara un set de filmación privado para repetir en una cinta infinita el fragmento de un recuerdo: actor principal, director y espectador en el desquiciado teatro de su memoria. Desde ese punto la novela avanza, mediante la repetición y la acumulación, replicando la lógica obsesiva de su protagonista y narrador: la concepción, preparación y ejecución de las recreaciones que se le va antojando realizar, algunas inspiradas en episodios de su vida, otras en episodios que no le pertenecen (como la muerte de un vendedor de drogas) y unas más, por último, en hechos que todavía no ocurrieron.
Residuos es el debut narrativo de este joven autor nacido en Londres en 1969.Tras ser rechazada varias veces por “demasiado literaria”, apareció por primera vez en 2005 en una pequeña editorial parisina dedicada al arte. Rápidamente se convirtió en una novela de culto y no pasó mucho tiempo antes de que consiguiera editorial en Inglaterra y Estados Unidos y luego entrara en las listas de best-sellers. Desde entonces, McCarthy ha publicado un ensayo crítico sobre la obra de Hergé (Tintín y el secreto de la literatura) y dos novelas más: Men in Space y la reciente C, que estuvo entre las finalistas del prestigioso premio Man Booker.
Pero aparte de escritor McCarthy es desde fines de los noventa el fundador y secretario general de la International Necronautical Society, una organización “semificticia” que se inspira en los modos y procedimientos de los movimientos de vanguardia de comienzos de siglo XX para investigar el papel de la muerte en el arte y la cultura contemporáneos. Sus miembros hacen esto mediante manifiestos, publicaciones y exhibiciones, pero también trasmisiones radiales y entrevistas públicas a artistas, filósofos y escritores. En su primer manifiesto, la INS declara que la muerte “es un tipo de espacio que nosotros vamos a cartografiar y al que vamos a ingresar, colonizar y, con el tiempo, habitar” y que “nuestros cuerpos no son otra cosa que vehículos que nos conducen ineluctablemente a la muerte. Todos somos necronautas, siempre, ya”. Al idealismo y el trascendentalismo oponen un materialismo a ultranza: “Lo más real para nosotros no es la forma, ni Dios, sino la materia, la cruda materialidad del mundo exterior. Celebramos la imperfección de la materia y somatizamos a diario esa imperfección”.
Muerte y materia: la melancolía es menos un estado del espíritu que una forma de conocimiento. Ahí donde un melancólico ve puras ruinas, el protagonista de esta novela –sin un yo en el que pueda reconocerse, perdido en la confusión de lo real– encuentra materia sobrante, restos, residuos. ¿Qué persigue el protagonista con la repetición absurda de sus recreaciones? ¿Qué hace que asistamos, entre conmovidos y fascinados, al despliegue minucioso de su trauma devenido en psicopatología? La novela está situada en una Londres contemporánea, inequívocamente realista; a medida que avanza en su escalada de recreaciones cada vez más complejas, la atención a los objetos, procesos, funcionamientos y acciones se va convirtiendo en la descripción del mundo desde su más pura materialidad. En su búsqueda por sentirse real, el protagonista pasa de ser un hombre común a un solipsista, un maniático del control, un asesino y, por último, con el descubrimiento del error, de lo inesperado, una suerte de esteta que accede, extasiado, a una realidad inestable y abrumadoramente material: “Volví a mirar por la ventana las hojas que caían y se fundían. Se desvanecían en el hormigón, en los puentes y pilares y pasos elevados, mientras nosotros nos fundíamos con la autopista delante de Shepherd’s Bush. El hormigón también se fundía, fluía a nuestro alrededor, ladeándose y girando sobre nosotros, inclinándose hacia abajo, disminuyendo y desapareciendo, luego volviendo a emerger un poco más tarde para fluir de nuevo, para converger, bloques que fluían, columnas, tanta materia”.
La crítica ha hecho de Residuos las más variadas interpretaciones. Alegoría del consumo o del realismo, tratado sobre la violencia y la belleza, sobre el fascismo, acerca de lo real y el simulacro, metáfora sobre la sensibilidad contemporánea, exploración de la memoria, la muerte y la felicidad. Quizás la gran hazaña de Tom McCarthy sea haber conseguido suscitar y neutralizar todas esas lecturas y otras con un mismo golpe maestro. Según el autor, “La literatura tiene que seguir frustrando –ocultar algo, permanecer incompleta– o de lo contrario ya no es literatura, sino entretenimiento, enseñanza o interpretación. La literatura se distingue por eso: por mantenerse irresuelta, por el empeño de callar sus mensajes más vitales, de crear una zona de ruido en la que se dice al mismo tiempo todo y nada”. Algo similar pasa con sus influencias. Al leer Residuos es inevitable pensar en Beckett, en Robbe-Grillet, en los ejercicios de estilo de Queneau, en Kafka y Proust, aunque quizás su referente más cercano y evidente sea Crash de Ballard; pero la novela misma, en su afán por reducirse a contar su obsesión, se desmarca de cualquier influencia y nos recuerda a cada momento que es distinta. Una novela de densidad filosófica, desafiante, hipercontemporánea que no hace guiños, que desconoce la ironía de la metaficción, que no sospecha del lenguaje, que se lanza a contar confiada en los mecanismos narrativos de las novelas tradicionales. Y es que hay algo irreductible en Residuos, algo que no se deja articular. Quizás todo se condense en el modo en que a McCarthy más le gusta describirla: “En el fondo, Residuos es muy simple: es sobre un tipo que repite cosas”.
Imagen [en la edición impresa]. Performances. Revolución Rojas, Toda esta gente de Agustina Muñoz, C.C.R. Rojas, 2010. Foto: Jorge Miño.
Lecturas. Además de Residuos, de Tom McCarthy se consigue en castellano Tintín y el secreto de la literatura (Madrid, El Tercer Nombre, 2007); sus otros libros son Men in Space (Londres, Alma Books, 2007) y C (Londres, Jonathan Cape, 2010). Hay una web dedicada a McCarthy con una amplia recopilación de reseñas y entrevistas: http://surplusmatter.com. Para más información sobre la International Necronautical Society: www.necronauts.org.
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