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Todo un detalle

NARRATIVA

 

Alexander Kluge, El hueco que deja el diablo y el relato como captura de lo que la realidad ignora de sí misma.

 

Cada mañana del mundo verificamos lo despacio que pasan las cosas en los diarios, cómo ciertos sucesos se arrastran meses enteros por páginas tan parecidas que la realidad, asfixiada por la repetición, se vuelve cada vez más inocua. En los libros, en cambio, las cosas pasan rápido, se diferencian unas de otras y afectan la emoción y el entendimiento. Sin duda fue para salvaguardar esta potencia que Italo Calvino propugnó la velocidad como uno de los atributos de una literatura venidera. Justa propuesta, aunque es raro que nunca la discutamos contra el fondo de ansiedad de la vida global. Porque, visto lo morosa que es a veces la empiria, uno se pregunta si en la lentitud de los diarios no habrá una poética, si ciertos hechos no serán de naturaleza periodística. Bueno, digamos rápidamente que no. NO. La noticia es relato, nunca hechos crudos, y con la atribución de naturalidad a un relato empiezan todas las estafas del periodismo. La literatura sabe esto muy bien, pero no ignora que hoy la realidad podría ser eso, lo manifestado en la prensa, la presunta naturaleza de los hechos, como en otro tiempo lo fue la historia. Por eso los novelistas se esforzaron en crear un sistema de representación, el “realismo”. Para Tolstoi, por ejemplo, servía para burlar las aparatosas causas con que los historiadores escondían la imposibilidad de esclarecer por qué Napoleón había fracasado en Rusia. Si desde entonces hubo muchos cambios en la narrativa, los principales conciernen al modo de acercamiento a lo inabarcable y la escala de lo que conviene abordar. Todo para honrar la realidad empírica. Más que suplantarlo, la lentitud del diario anonada lo real, y no deja rastros: en esto consiste la actualidad. El relato literario, si encuentra su método, dura: da perspectiva, inquieta, se deja relacionar con otros relatos, reevaluar o rebatir. La literatura es virtual, latente; luego intempestiva.

Elegir un dato subestimado de la experiencia ordinaria, la historia política, la ciencia, las tradiciones, los accidentes naturales o tecnológicos, los recodos del amor, la guerra y la economía, el trabajo, las peripecias de las artes, la crónica de valentías o agachadas de funcionarios o estadistas y luego acotar el momento, intervenirlo, mecharlo de invenciones, conjeturas, aforismos y miniensayos y al fin constelarlo con otros: en El hueco que deja el diablo Alexander Kluge aplica todos estos recursos de la ironía con el fin explícito de encontrar una orientación en “el mundo fantástico de los hechos objetivos”. Una vez que se ha mostrado que la realidad imagina, que produce imprevistos e inverosímiles, imaginar a nuestra vez sobre ese campo no significa tergiversarlo. Más bien es un disenso frente a las ínfulas de transparencia de otras formas de conocer; el cambio de un espectáculo por otro. “Lo que escribo depende de lo que se transforma a mi alrededor”, dice Kluge. Su erudición fervorosa, su curiosidad activa por los oficios y la materia seleccionan aspectos de la realidad y los tratan con vías a emancipar la percepción. El hueco… es un libro de historias hecho con lo que casi toda la literatura pasa por alto. La gesta jurídica de una puritana casta que asesina al marido violador. El pragmatismo sagaz con que un triángulo amoroso sobrevive a los nazis en la París ocupada. La muerte de un elefante sometido a un experimento de electrocución. Las torturadas lucubraciones que un resfrío induce en María Callas la víspera de un estreno. Un exceso de veleidad que lleva a un popular actor nazi a inmolarse a los rusos. La impotencia de un cosmólogo del MIT para convencer a la Casa Blanca de que invierta en una sonda espacial del tamaño de un salero. ¿Alguna vez un lector meditó sobre la decisión soviética de dejar morir a la perra Laika en un satélite? Sí, muchos nos indignamos. Pero después del cuento de Kluge, el sacrificio del animalito por el progreso deprime menos que los derrames de sensiblería que disparó un patinazo técnico.

El hueco… consta de unos doscientos relatos. Glosas de la historia, hallazgos de lecturas especializadas, apuntes del natural, noticias de prensa como pasadas por un photoshop verbal o por el perfeccionismo gótico de Isak Dinesen. El lenguaje es suelto, cultivado, sin adornos, y el humor, jovial aun con lo pavoroso. Raramente una pieza llega a cinco páginas; el promedio es de dos y muchas tienen pocas líneas. Pero ni sombra del rubro dudoso rotulado “microficción”: este libro fue escrito sin juicio previo sobre el valor del tamaño. Para la amplitud de las preocupaciones de Kluge, que las muchas piezas sean de diversos grados y formas de brevedad es imprescindible. Se trata de concentrar mil fenómenos en un poliedro –un talismán– que supla los hiatos de la memoria social.

Hay una tenue historia moderna de la relación entre literatura breve y hechos reales. Podría empezar con el anarcosimbolista Félix Fénéon, que desde 1906 y durante años publicó en el parisino Le matin una sección diaria llamada “Nouvelles en trois lignes”. (Por ejemplo: “Los brutales celos de H. Sainremy, vecino de Burdeos, le han valido cinco disparos de pistola por parte de su mujer”.) Otros hitos serían Hechos inquietantes, de Rodolfo Wilcock (elaboración de “noticias que, si bien pueden pasar inadvertidas, llegan a ser alegorías de la época en que se las registra”), y las piezas que James Ballard reunió en la Exhibición de atrocidades: novelitas de unos veinte capítulos de treinta líneas en las que fragmentos de paisaje urbano y psicológico, Freud y los relojes blandos de Dalí, imágenes de guerra, choques de autos, Marilyn Monroe y Ronald Reagan se funden en formaciones crípticas pero reconocibles como cuadros cubistas.

Lo que distingue a Kluge en esta saga de lo perturbador es una atención a lo elemental. De cómo una mala línea telefónica frustra el apoyo de la Mesopotamia iraní al Tercer Reich. La lluvia aplasta la gravedad de un cortejo de intelectuales en el entierro de Horkheimer. Un bombero le explica a un patólogo las razones físicas de que bajo los escombros del World Trade Center no se encontraran restos humanos sino una masa arenosa. Un astrónomo atribuye la música de violines que oye a las ondas de choque de la formación de una estrella. A la alianza con la realidad, en apoyo de su fluidez imaginativa, Kluge aporta un surtido de modos (espionaje, folletín, informe secreto, catástrofe y más), tratamientos contra la vejez precoz. Casi siempre escamotea las fechas. Sugiere grandes acontecimientos con la medialuz de un incidente o una prueba material. Inserta entre párrafos unos dialoguitos en el limbo, especie de interrogatorios a implicados en el hecho, que multiplican los sentidos y el argumento. Arranca las historias de la racionalidad de la historia y la agitación de la crónica y las acerca a la fábula, congelándolas antes de la moraleja. El bloque que es un “cuento” de Kluge se ofrece a la risa inquieta, a la discusión meditativa. A la ensoñación, incluso, como si el montaje irónico, brechtiano, antes que inducir tomas de posición, retomase una aspiración de Baudelaire: “el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y dura para adaptarse a los movimientos líricos del alma, las ondulaciones del ensueño y los sobresaltos de la conciencia”. No es tan caprichosa esta asociación. Entre el llamado de Baudelaire a una ebriedad liberadora y la dialéctica teatral de Brecht hay por lo menos dos vínculos. Uno es el uso de la metáfora para desfamiliarizar. El otro es el vanguardismo histórico-trágico de Walter Benjamin. Y bien: como agradeciendo el legado, Kluge sitúa en el centro del libro un relato, “La película preferida de Walter Benjamin”, que, por lo demás, realiza la fantasía que tantos narradores han resignado: contar lo que se dice un peliculón (aquí Soledad, de Paul Fejos, 1928) dándole una nueva vida llena de resonancias, no menos emocionante.

Una noche, junto a la cama de agonía de la madre, Beckett columbró que, así como la literatura de su maestro Joyce había sido acumulativa y exuberante, la suya debía tender a la escualidez. De ese modo, contó más tarde, habían nacido “Molloy, Malone y los demás”. Beckett resumiría su plan de despojamiento en un solo término, “lessness”, algo así como menismo o menosdad. Si no pujanza, lessness tenía un valor programático para la prolongada, sorda disputa del artista de lo breve con las obras grandiosas, sus materiales generosos y sus miras plurales, fuesen las de Wagner o la de Musil. Pero si lo mínimo da antes en la médula, si lleva la sonda directamente adonde importa de veras, muchas veces envasa la riqueza del mundo en el tarro de una alegoría. En el ahorro de detalles puede haber un cese del gasto inútil que suele enorgullecer al artista, y hasta una pereza del conocimiento. Por eso el fogoso Kluge invierte las maniobras del cuento tradicional. En vez de racionar y depurar, escribe montones de piezas, cada una sobre un detalle desdeñado. Es su política de la forma contra la reducción de la realidad.

Además de narrador Kluge es abogado, ensayista, vástago de la Escuela de Frankfurt y, como se sabe, un maestro contemporáneo del cine: original, versátil, vitriólico, indeclinable amante de las películas. En un relato de otro libro, Historias de cine, un camarógrafo ruso tiene que filmar en Brest- Litovsk las decisivas negociaciones de paz entre Trotsky y representantes de las potencias europeas. Como no hay espacio, no puede asimilar convincentemente la llegada de un tren, la caminata hasta el palacio, la tensión, los desplazamientos de los negociadores en la sala, el firme pacifismo, el antiimperialismo implacable y la retirada de los rusos. Piensa: “Imposible capturar las proporciones del mundo en un rectángulo horizontal. Cada vez que dejo algo afuera, arriba, abajo o a los costados, se me parte el corazón”. El hombre y su equipo resuelven el problema inventando la “selectividad”. Optan por filmar el penacho de humo de una locomotora, dos espaldas prusianas con bayonetas diferentes al cinto, un ojo con monóculo, los labios furiosos de Trotsky en un discurso y así, con la idea de componer todo como mejor transmita la experiencia. Después se percatarán de que han “inventado el montaje”. Si recortar la realidad no es un dolor para el periodismo, el arte es una acción contra la impotencia para incluirlo todo, o la invención de formas que la diluyan.

En la narrativa de Kluge la técnica del montaje deriva en una poética: un dominio de materiales o un hacer ilustrado que no reniega de un fundamento metafísico (como reclamaba Benjamin); un modo de acercarse a una fuente de lo sensible que se repliega sin cesar y tal vez sea puro hueco. ¿Qué es la suerte? ¿Hay una forma de contar adecuada a su intermitencia? En “Un instante peligroso”, una viejita enclenque y una chica tienen que atravesar el túnel de tela en forma de fuelle que separa dos vagones de un tren expreso. En el suelo, dos planchas de hierro articuladas se entrechocan con el avance del tren. La chica sostiene a la señora con una mano y con la otra mantiene abierta la segunda puerta. La viejita no encuentra asidero. Se cae; el tren entra en una curva; las planchas de hierro amenazan con cercenarle un pie; la chica se le echa encima para protegerla; un inspector grita “Cuidado”. Un espolón de la puerta le hiere la canilla, pero la mujer tiene “una indomable voluntad de supervivencia”. Ayudada por la suerte y su inventiva, consigue pasar al otro lado. Fin. Son dos páginas. El suspenso angustioso se combina con la reflexión sobre la tenacidad humana en la misma medida en que los componentes materiales, físicos y psicológicos del momento están montados en paralelo, como si la suerte no fuese un a priori sino el excedente de una sincronía entre elementos discretos. Así obra Kluge con historias muy distintas y en todos los planos, confiado en que sólo el pensamiento analógico está a la altura de las contingencias. No hay gramática de las consecuencias sino yuxtaposición. No se describen causas. El libro está sembrado de ilustraciones que diversifican el foco. Hay notas al pie que llegan a ser otros relatos, citas transversales, dobles títulos, uso anómalo de cursivas y mayúsculas y, sobre todo, no hay salto de página entre cuento y cuento. Todo esto trastorna la linealidad del libro; indica que no es un fresco sino una colección. Y si todas las colecciones están inconclusas, la de Kluge se regodea en su insuficiencia. El hueco… consta de cinco secciones sobre: buenas obras del diablo (azares afortunados); casos de amor en situaciones límite; hechos que inician guerras o las terminan; política y tecnociencia (con apartados sobre el cosmos, sobre submarinos, etc.) y paranoias del poder con el diablo. Es una colección muy desequilibrada. Invita a imaginar secciones que faltan, a considerar el vacío y, sobre todo, a prestar atención a lo que hace aparecer la proximidad entre ítems disímiles. Más que cualquier colección, tiene el carácter de las metáforas.

En un cuento de Historias de cine, el Premio Nobel Eric Kandel explica que el centelleo de las neuronas de un cerebro es un lenguaje que no entendemos ni depende del mundo exterior, aunque cerebro y mundo han aprendido a sintonizarse. En el cine, por una cincuentésima de segundo hay oscuridad y por otra cincuentésima una imagen. Como el cerebro llena las fases negras con signos propios y a la vez capta la “imagen” como un continuo, uno ve dos películas –una hecha por las neuronas y otra luminosa que reciben los ojos–, pero fundidas en la impresión colectiva que produce el contenido de las fotos. Si Kandel está en lo cierto, no hay mejor defensa de la hipótesis de que el placer del cine radica en que cada espectador ve una película algo distinta, un semisueño. Y esto gracias a un intervalo infinitesimal. El intervalo es el vivero de la síntesis imaginativa.

El dispositivo elemental de la imaginación es la metáfora. Huracán, suspiro de un dios encolerizado, por ejemplo, permite apreciar que la imaginación es una revuelta contra los límites del tiempo y el espacio. El motivo de la metáfora, dice un poema de Wallace Stevens, es un deseo “de regocijo en los cambios”, de acceder a “el relámpago afilado, / la vital, arrogante, fatal, dominante X”. No es tan enigmática esa X. La imaginación metafórica es el menos limitado de los impulsos humanos de incorporarse hacia lo que lo excede, lo que no sabe de condiciones. La X del poema es lo que, mediante el montaje paralelo y la analogía, tantean los cuentos de Kluge en el hueco que deja el diablo, como si el diablo fuese un subalterno del pensamiento polar, antagónico.

Salud entonces al montaje que rompe la cadena causal, al intervalo de oscuridad o el blanco entre párrafos que permite asociar dos conceptos, al surgimiento de lo que aún no estaba por el enlace entre elementos desiguales. Así el bandolero Kluge compone sus objetos y los infiltra en el mundo del conocimiento categorizado. Por algo en El hueco que deja el diablo hay tantas citas de Kant, el liquidador de la metafísica, el que estableció los límites indefectibles del contacto humano con las cosas; esplendentes citas del adalid de la ley moral y el entendimiento que, sin embargo, están ahí bajo sospecha amable.

Que la Ilustración haya desalojado a Dios del mundo no significa que no se pueda sentir la ausencia, más cuando el ateísmo contemporáneo muestra su hilacha en decenas de idolatrías miedosas. Todas las situaciones del libro de Kluge son secuelas del proyecto ilustrado de dominio, versión burguesía conquistadora o socialismo tecnoburocrático. Hoy parece que el diablo (que antaño fue el contrapeso de la bondad estúpida) hubiera unificado las dos formas en un continuo planetario de mercancía y descreimiento, un complejo de aparatos que crea los términos de toda experiencia. Pero en esta racionalidad ilusoria Kluge advierte fisuras y se propone investigarlas. Para él, una casualidad afortunada es una falla en la hegemonía del mal. (El éxito sorpresivo de una atropellada operación de salvamento ¿no se deberá a una voluntad propia de las técnicas de rescate?) Y no porque el positivismo se desentienda del asunto vamos a caer en la superchería, ¿no? Entre el chisporroteo automático de cada cerebro y la luz intermitente de los hechos objetivos (el “nerviosismo de la materia”, según Gershom Scholem), la imaginación sintetiza sus poemas: a veces dioses monumentales, a veces simples mensajes en las paredes. En cuanto a Kluge, ha patentado el poemita documental fantástico: instantáneo, veraz, cautivante, coleccionable. Es lo opuesto de la novela totalizadora, la historia entendida, no como serie, sino como coexistencia de innúmeros presentes. Es un arma eficaz contra lo que la realidad tiene de falso; y como el cine para el público de los inicios, en los azares, momentos de sorpresa y recuerdos relegados que conjura, hay –dice Kluge– un indicio de felicidad ciega.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Golfito internacional (1995), acero, papel y luces, 105 x 654 x 70 cm, foto: Anne Nixon, p. 15; Procyon (2001), madera, acrílico, plásticos, luces, etc., 230 x 180 x 230 cm, detalle, p. 16

Lecturas. El hueco que deja el diablo (Barcelona, Anagrama, 2007, traducción de Daniel Najmías) es el único libro de Kluge editado en español. En librerías virtuales se consigue toda su profusa obra en alemán y contados libros de ficción y ensayo en inglés, francés e italiano. Las citas traducidas de Cinema Stories son de la edición publicada en Nueva York en 2007 por New Directions. También se publicó en inglés una novelita de ciencia ficción, Learning Processes with a Deadly Outcome (Durham, Duke University Press, 1996). La selección más accesible y barata de las Nouvelles en trois lignes de Félix Fénéon está publicada en París, en 1997, por Mercure de France. La exhibición de atrocidades, de J.G. Ballard, fue publicada en Barcelona por Minotauro. Hechos inquietantes, de R. Wilcock, en Buenos Aires por Emecé.

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