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Un vacío central

NARRATIVA

 

La recepción de Raymond Roussel estuvo marcada por Michel Leiris. Más allá de algún artículo menor de Robert de Montesquiou, él fue el primero en escribir sobre Roussel, en darle la importancia que se merecía, en hacer una lectura aguda de sus libros. Sin su influencia, nuestro conocimiento de su obra sería diferente, incompleto, superficial. Quizás hasta se podría aventurar que, sin su trabajo de lectura y divulgación, probablemente la obra de Roussel sería hoy apenas una de las tantas rarezas que nos ofrece la literatura francesa de esos años, y no ese corpus decisivo sin el cual el nouveau roman no hubiera sido posible. La suma de los textos de Leiris sobre Roussel están reunidos en un elegante volumen de la editorial Fata Morgana, titulado simplemente Roussel l’ingénu. El primero, Documents sur Raymond Roussel, fue publicado en la NRF en abril de 1935 y el último –Entretien sur Raymond Roussel–, en 1986. En total, son siete artículos, que sumados dan 101 páginas. ¿A cuento de qué viene todo esto? De que en esas páginas, Leiris sólo le dedica dos a la famosa cuestión del procédé en Roussel.

Es bien conocido que en Cómo escribí algunos libros míos, Roussel declara haber inventado un procedimiento muy peculiar, que consistía en escoger dos palabras semejantes, por ejemplo billard (billar) y pillard (bandido), y a continuación añadir palabras idénticas, pero tomadas en sentidos diferentes, para obtener frases casi iguales. Así: a) Les lettres du blanc sur les bandes du vieux billard… b) Les lettres du blanc sur les bandes du vieux pillard… En la primera frase, aclara Roussel, lettres tenía la acepción de “signos tipográficos” (letras), blanc la de “tiza” y bandes, la de “orlas”. En la segunda, lettres significaba “cartas”, blanc, “hombre de raza blanca” y bandes, “hordas guerreras”. Luego Roussel explica que ese procedimiento guía su libro Impresiones de África y algunos pocos textos más. Es decir, una parte ínfima de su obra. ¿Entonces cómo fue que llegó a leerse a Roussel como “el” escritor del procedimiento? ¿Por qué se desoyó la intuición de Leiris, que colocaba el tema en un lugar marginal? La respuesta es larga, pero para resumir: la lectura de la obra de Roussel –y la del propio Leiris– está marcada por dos corrientes. Una, de cuño surrealista, criptográfica, levemente esotérica –como la de Annie Le Brun–, prioriza las dimensiones del sueño, la ensoñación, la potencialidad onírica del juego de palabras. Otra, de tipo filosófico, académica y posestructuralista –como la de Foucault– encuentra en los desdoblamientos lingüísticos un punto de fuga a la implacable lógica racionalista de la modernidad. Ahora bien, ambas corrientes convergen en un aspecto, comparten un error: colocan el procedimiento como el tema central en la obra de Roussel. En las pocas páginas que le dedica al tema, Leiris menciona el procedimiento rousseliano como cercano a Mallarmé. No es esta una observación menor. Como en Mallarmé, la potencia de la noción de procedimiento reside en la utopía de escribir un texto sin autor, sin médium. Una literatura liberada del fetichismo romántico de la genialidad, de la inspiración, de las musas nocturnas. Bajo el paradigma del procedimiento, el romanticismo se revela ya no como la antítesis de la modernidad racionalista, sino al contrario, como su continuidad, como el estilo más avanzado del modo burgués de comprender la literatura. Lo que el paradigma del procedimiento enseña es que el romanticismo no está, como se ha repetido tantas veces, en la génesis de la vanguardia, sino que, al contrario, la vanguardia, cuando es radical, se opone al romanticismo y a cualquiera de sus herencias.

Pero Leiris sugiere algo más; algo que suelen olvidar quienes más lejos pensaron el tema, de Robbe-Grillet a César Aira: que el procedimiento nunca es real. Nunca funciona realmente. A ningún libro se le aplica realmente el método. El procedimiento es un horizonte de llegada, una alegoría, un desplazamiento; jamás es un punto de partida, ni mucho menos una regla invariante, una ley del texto. Cuando se supone el procedimiento como algo real, entonces se convierte en una trampa. Este malentendido –el de suponer la existencia real del procedimiento– genera, en la crítica, la voluntad de repertoriar el procedimiento, de tipificarlo, de describir el modo en que funciona en el texto. Grave error. El procedimiento, cuando existe, se desplaza, salta, resbala. Y cada procedimiento tiene su forma específica de desplazarse.

Tomemos, para entrar ya en la literatura argentina, el caso de Alejandra Pizarnik. Se ha dicho que el paradigma del procedimiento gobierna buena parte de su obra. El poema en prosa “Cantora nocturna”, del comienzo de Extracción de la piedra de locura, podría servir de ejemplo: “La que murió de su vestido azul está cantando”. Aquí el procedimiento residiría en escribir una frase completa y luego, azarosamente, quitarle palabras. De tal modo, es probable que Pizarnik haya escrito primero una frase como “la señora de enfrente murió de una intoxicación, con su vestido azul puesto. En el cielo, ahora está cantando”; para luego eliminar una serie de palabras, y así obtener la primera línea de su poema. Esta situación puede interpretarse de dos maneras: como verdadera o como falsa. Roguemos que sea la segunda opción. En caso de que no sea así, de que sea verdadera, estaríamos en presencia del procedimiento más trivial en la historia de la literatura moderna. En caso de ser falsa (personalmente creo que lo es), quien haya creído que ese procedimiento era interesante, seguramente confundió a Pizarnik con Antonio Porchia o con algún surrealista principiante (el fracaso de su obra reside en que, precisamente, es una surrealista tardía).

Nuevamente, ¿a cuento de qué viene todo esto? Sencillamente de que nada es más difícil en literatura que la invención de un procedimiento. Parece fácil, porque una vez que está en marcha, las frases surgen solas y la organización interna se desliza como por un tubo. Pero no lo es: fáciles son los efectos del procedimiento; irremediablemente complicada es su invención.

Permítaseme una última digresión, ahora a partir de la obra del filósofo político Claude Lefort. En un artículo llamado La question de la démocratie, de 1983, Lefort escribe una frase enigmática: “el lugar del poder se vuelve un lugar vacío […] inocupado –de modo que ningún individuo ni ningún grupo puede volverse sustancial–, el lugar del poder se revela irrepresentable. Sólo son visibles los mecanismos de su ejercicio”. Vale aclarar que, más allá de la intención del autor, me gusta imaginar que cuando Lefort habla de democracia lo hace en el sentido de 1789, en el sentido de una democracia revolucionaria. Es decir: mientras que lo propio de la monarquía reside en concentrar el poder en un solo sitio (sólo el rey puede proferir “el Estado soy yo”), el momento instituyente de la revolución implica, a la vez, volver visibles los mecanismos de su ejercicio, y vacíos e irrepresentables el lugar del poder y de la ley. La revolución lleva al extremo el caso de la carta robada, con el que tanto se divirtió Lacan: la carta está tan cercana que no la podemos encontrar; ofrecerla a la vista es la mejor forma de esconderla.

Eso mismo es un procedimiento en literatura. Es el momento instituyente en que la escritura funciona de un modo radical, pero no sabemos cómo lo hace. Es evidente, por ejemplo, que El resorte de novia y otros cuentos, de Sebastián Bianchi, se basa en un procedimiento, sólo que no sabemos en cuál. Su centro está vacío y sólo percibimos los efectos de su desplazamiento: una mezcla asombrosa de referencias culturales –capa sobre capa– hasta desembocar en una prosa que no se parece a nada que la literatura argentina haya escrito recientemente (si hubiera que encontrar su filiación argentina –pero, ¿por qué buscarla?– formaría parte de una historia de la excentricidad literaria, y habría que hallarla en textos como La máquina para leer a Raymond Roussel, del genial patafísico local Juan Esteban Fassio, en Para contribuir a la confusión general, de Aldo Pellegrini, en los Discursos de Norah Lange, y sobre todo en algunos magníficos textos de Héctor Libertella como El paseo internacional del perverso o El árbol de Saussure).

Los relatos de Bianchi apuntan a demoler la idea convencional de lo que es un cuento. El modelo introducción-desarrollo-conclusión (esa ley de hierro oxidado que parece seguir rigiendo la inmensa masa de cuentos argentinos) es ignorado. Ni siquiera es desafiado, transgredido o perforado; sencillamente es obviado. Porque en realidad, lo que Bianchi desafía es la sintaxis misma. Todo ocurre como si en su prosa un rayo hubiera partido la relación entre el significado y el significante. Como si el cuento fuera una especie de semiología loca y erudita, donde, de repente, irrumpe lo real: el primer número de la revista Tía Vicenta; la fábula de Esopo, los alfajores Amalfi, Dubuffet, la Universidad de Morón. Pero es lo real desprovisto de realidad, lo real vaciado; sin centro. Sin referencia. ¿Qué es lo único real? El texto, se diría luego de leer El resorte de novia y otros cuentos. El texto en su dimensión material, como cosa, artefacto, puro procedimiento. Al vaciar lo real, lo que ocurre es que también se vacía el contexto. Después de leer a Bianchi da mucha gracia leer novelas o cuentos que tratan de esto o aquello, de tal época o tal evento. Mientras ese tipo de literatura convencional se imagina como un ente entre los otros entes del mundo, y por lo tanto, dialogando con un afuera llamado habitualmente contexto, en relatos como los de Bianchi, donde el texto se presenta como cosa, como una red que se expande hasta el infinito, el texto mismo absorbe el contexto y lo disuelve. No hay adentro y afuera. Todo es adentro. El texto es el mundo y el mundo un procedimiento. Todo cabe en él y afuera no queda nada. ¿Es un procedimiento imposible? ¿Un proyecto ambicioso? ¿Demasiado ambicioso? Bueno, sí: pero cuando es radical, literatura y ambición intelectual son sinónimos.

Un punto más antes de terminar, una reflexión en primera persona: publicado en 2002, hasta donde sé, El resorte de novia y otros cuentos fue reseñado en muy pocos medios, o directamente en ninguno (alguien me dice que en la revista Veintitrés, otro que en algún suplemento literario pero no recuerda en cuál; en Internet no encontré nada). A esta altura de mi vida, felicito al autor por esa situación. La indiferencia periodística no hace más que señalar que va por el buen camino.

 

Lecturas. Sebastián Bianchi, El resorte de novia y otros cuentos (Paradiso, 2003). De Raymond Roussel puede conseguirse aún la edición de Impresiones de África de De la Flor, traducida por Estela Canto, 1975. Locus Solus fue publicada en 2004 por Interzona, en traducción de Marcelo Cohen. Circula casi soterradamente Flio, traducida por el autor de este artículo para Ediciones del Insomne.

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