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De cómo se podría transformar la ciudad del sistema cerrado en espacio urbano de participación.
El sistema cerrado y la Ciudad Frágil. Las ciudades donde todos quisieran vivir deberían ser limpias y seguras, tener servicios públicos eficientes, apoyarse en una economía dinámica, proveer estímulos culturales y, al mismo tiempo, esforzarse por remediar las divisiones sociales de raza, clase y origen étnico. No son las ciudades en que vivimos. Las ciudades fracasan en todos estos aspectos a causa de políticas gubernamentales, males sociales irreparables y fuerzas económicas que escapan al control local. La ciudad no es dueña de sí misma. Aun así, algo ha fallado, y radicalmente, en relación con nuestra idea de lo que debería ser la ciudad como tal. Es necesario que imaginemos qué aspecto tendría en concreto una ciudad limpia, segura, eficiente, dinámica, estimulante y justa –y que esas imágenes enfrenten críticamente a nuestras autoridades con lo que deberían hacer–, pero precisamente la imaginación crítica de la ciudad es débil. Esa debilidad es un problema particularmente moderno: el arte de diseñar ciudades decayó de manera drástica a mitad del siglo XX. He aquí una paradoja, ya que los que hoy planifican cuentan con un arsenal de herramientas tecnológicas –desde la iluminación hasta la edificación de puentes y túneles, pasando por los materiales de construcción– que hace apenas cien años los urbanistas no habían empezado siquiera a concebir: disponemos de más recursos que en el pasado, pero no los usamos con gran creatividad.
Podemos seguir el rastro de esa paradoja hasta llegar a una gran falla: la sobredeterminación, tanto de las formas visuales de la ciudad como de sus funciones sociales. Las tecnologías, que hacen que la experimentación sea posible, han sido subordinadas a un régimen de poder que necesita orden y control. En todo el mundo, los urbanistas previeron la “manía del control” del Nuevo Laborismo con más de medio siglo de antelación; atenazada por imágenes rígidas y trazados precisos, la imaginación urbana perdió vitalidad. En particular, lo que falta en el urbanismo moderno es sentido del tiempo; no el de la retrospección nostálgica sino el tiempo con miras al futuro, la ciudad entendida como proceso y con el imaginario que cambia por el uso, un producto de la imaginación urbana formado por la anticipación, abierto a la sorpresa. A mediados de los veinte, el Plan Voisin que Le Corbusier concibió para París fue un presagio del congelamiento de la imaginación urbana. Se trataba de reemplazar una amplia franja del centro histórico de la ciudad con edificios uniformes en forma de X; se eliminaría la vida pública del nivel de la calle y el uso de todos los edificios estaría coordinado por un único plan maestro. No sólo es que su arquitectura sea una especie de manufactura industrial de edificios; con el Plan Voisin, Le Corbusier intentó, eliminando la vida no regulada a nivel del suelo, destruir precisamente aquellos elementos sociales de la ciudad que obran cambios a lo largo del tiempo; la gente vive y trabaja, aislada, más arriba.
Esta distopía se materializó de varias maneras. El tipo de edificación del Plan modeló la vivienda pública desde Chicago hasta Moscú, en forma de urbanizaciones cuyas viviendas parecían galpones para los pobres. La destrucción deliberada de la vibrante vida callejera propuesta por Le Corbusier se hizo realidad en el crecimiento de suburbios para las clases medias, donde las calles comerciales fueron reemplazadas por shopping malls monofuncionales, por comunidades cercadas, por escuelas y hospitales construidos como campus aislados. La proliferación de regulaciones de zonificación durante el siglo XX no tiene precedentes en la historia del diseño urbano, y esa sobreabundancia de reglas y regulaciones burocráticas ha imposibilitado la innovación local y el crecimiento y ha congelado la ciudad en el tiempo.
El resultado de la sobredeterminación es lo que podría llamarse Ciudad Frágil: los ambientes urbanos modernos se deterioran con mucha más rapidez que el tejido urbano heredado de otros tiempos. Hoy, a medida que los usos cambian, se destruye los edificios en vez de adaptarlos; la sobreespecificación de forma y función vuelve el ambiente urbano moderno especialmente susceptible al deterioro. En Gran Bretaña, la vida útil promedio de las nuevas viviendas públicas es de 40 años; la de los nuevos rascacielos neoyorquinos es de 35.
Podría parecer que en realidad la Ciudad Frágil estimula el crecimiento urbano, hoy que lo nuevo arrasa más rápidamente con lo viejo, pero los hechos también refutan esta impresión. En Estados Unidos la gente huye de los suburbios en decadencia en lugar de reinvertir en ellos; en Gran Bretaña y el resto de Europa, como en Estados Unidos, “renovar” zonas urbanas deprimidas significa a menudo desplazar a quienes han vivido allí hasta el momento. El “crecimiento” en un ambiente urbano consiste en algo mucho más complicado que el simple reemplazo de lo precedente; requiere de un diálogo entre el pasado y el presente, es un asunto de evolución antes que de supresión. Este principio vale tanto para lo social como para lo arquitectónico. No se puede invocar los lazos comunitarios en un instante, con un trazo del lápiz del que planifica; también ellos requieren tiempo para desarrollarse. Los modos actuales de construir ciudades –segregar funciones, homogeneizar la población, ocupar por medio de la zonificación y la regulación del significado del lugar a fin de ejercer la opción de compra– no consiguen proveer a las comunidades del tiempo y el espacio necesarios para el crecimiento. La Ciudad Frágil es un síntoma: representa una visión de la sociedad misma como sistema cerrado. El concepto de sistema cerrado persiguió al socialismo de Estado durante todo el siglo XX tanto como dio forma al capitalismo burocrático. Es una visión de la sociedad con dos atributos esenciales: equilibrio e integración.
El sistema cerrado regido por el equilibrio deriva de una idea prekeynesiana de cómo funciona el mercado. Supone la existencia de algo así como un resultado final en el que ingresos y gastos se equilibran. En la planificación estatal, se presume, los circuitos de retroalimentación de la información y los mercados internos aseguran que en los programas no “se asigne de más” ni que “un agujero negro trague recursos”; este es el lenguaje que se empleó en reformas recientes al servicio de salud, y los urbanistas lo conocen por el modo en que se asignan los recursos para infraestructura de transporte. Los límites para hacer algo realmente bien los marca el temor de dejar de hacer otras tareas. En un sistema cerrado sucede un poco de todo al mismo tiempo. En segundo lugar, se supone que un sistema cerrado debe ser un sistema integrado. Idealmente, cada parte del sistema tiene un lugar en el diseño total; la consecuencia de ese ideal es el rechazo, la expulsión de las experiencias que se destacan porque contestan o desorientan; se resta valor a las cosas que “no encajan”. Evidentemente, el énfasis en la integración es un obstáculo para el experimento; como observó una vez John Seely Brown, el inventor del ícono de computadora, el nacimiento de cada avance tecnológico plantea una amenaza de trastorno y disfunción a un sistema más amplio. Las mismas excepciones amenazadoras se producen en el ambiente urbano, y la ciudad moderna ha tratado de evitarlas acumulando una montaña de reglas que definen el contexto histórico, arquitectónico, económico y social; “contexto” es una palabra amable pero potente para reprimir cualquier cosa que no encaje, en tanto el contexto asegura que nada sobresalga, ofenda o presente un desafío. Así, la coherencia está plagada de los pecados del equilibrio y la integración, tanto para los planificadores educativos como para los urbanistas, ya que los pecados de la planificación han cruzado la línea que divide el capitalismo de Estado y el socialismo de Estado. De este modo el sistema cerrado delata el horror que el burócrata del siglo XX le tiene al desorden.
Lo que contrasta socialmente con el sistema cerrado no es el mercado libre; tampoco un lugar regido por promotores inmobiliarios es la alternativa a la Ciudad Frágil. Esa oposición no es en realidad lo que parece. La astucia del neoliberalismo en general, y del thatcherismo en particular, consistió en hablar el lenguaje de la libertad mientras manipulaba sistemas burocráticos cerrados para beneficio particular de una elite. Del mismo modo, de acuerdo con mi experiencia como planificador, los promotores inmobiliarios de Londres y de Nueva York que más ruidosamente se quejan de las restricciones de zonificación son especialistas en utilizarlas a expensas de las comunidades. Lo opuesto al sistema cerrado consiste no en una brutal iniciativa privada sino en otro tipo de sistema social, un sistema social abierto. En este ensayo me propongo explorar las características de este sistema y su implementación en una ciudad abierta.
El sistema abierto. La idea de una ciudad abierta no es mía; es mérito de la gran urbanista Jane Jacobs y forma parte de sus argumentos contra la visión urbana de Le Corbusier. Jacobs intentó comprender qué ocurre cuando los espacios se vuelven a un tiempo densos y diversos, como las calles y plazas repletas, y sus funciones son a la vez públicas y privadas; de condiciones tales surgen el encuentro inesperado, el descubrimiento fortuito, la innovación. Creía, según la feliz síntesis de William Empson que “las artes surgen de la superpoblación”. Jacobs intentó definir estrategias particulares para el desarrollo urbano, una vez que se libera a una ciudad tanto de las restricciones del equilibrio como de las de la integración. Algunas de ellas eran alentar los agregados o adaptaciones estrafalarias y mal construidas a edificios existentes; propiciar usos del espacio público no del todo compatibles entre sí, como el de instalar un asilo para enfermos de sida en medio de una calle comercial. En su opinión, el gran capitalismo y los poderosos promotores inmobiliarios tienden a favorecer la homogeneidad: determinada, predecible y equilibrada en su forma. El papel del planificador radical, entonces, es el de paladín de la disonancia. Como dice en su famosa declaración: “Si la densidad y la diversidad dan vida, la vida que alimentan es desordenada”. La ciudad abierta recuerda a Nápoles; la cerrada, Francfort.
Por mucho tiempo trabajé felizmente a la sombra de Jacobs, tanto por su enemistad hacia el sistema cerrado (el concepto formal es mío, en realidad) como por su defensa de la complejidad, la diversidad y la disonancia. Pero hace poco, releyendo su trabajo, detecté destellos de algo latente bajo ese marcado contraste. Si Jane Jacobs es una anarquista urbana, como a menudo se dice, entonces es una anarquista muy particular cuyos lazos espirituales la acercan más a Edmund Burke que a Emma Goldmann. Para Jacobs, en una ciudad abierta, así como en el mundo natural, las formas sociales y visuales mutan a través de variaciones fortuitas; la gente puede absorber el cambio, participar de él y adaptarse mejor si sucede al paso de la vida. Se trata del tiempo urbano evolutivo, el lento tiempo necesario para que una cultura urbana arraigue, y luego acoja el azar y el cambio y los asimile. Es por esta razón que Nápoles, El Cairo o el Lower East Side de Nueva York, pese a su pobreza de recursos, todavía “funcionan”, en el sentido de que a sus habitantes les importa mucho el lugar en que viven. La gente vive dentro de esos espacios, como si anidara en ellos. El tiempo alimenta ese apego al lugar. En mi propia reflexión, me he preguntado qué tipo de formas visuales podrían promover esa experiencia del tiempo. ¿Pueden los arquitectos diseñar ese apego? ¿Qué diseños podrían inducir relaciones sociales perdurables, precisamente por su capacidad de evolucionar y mutar? Una de las propiedades del sistema de la ciudad abierta es la de estructurar visualmente el tiempo evolutivo. Para hacer más concreta esta afirmación, quisiera describir tres elementos sistemáticos de una ciudad abierta: 1) los territorios de pasaje, 2) la forma incompleta y 3) los relatos de desarrollo.
1) Los territorios de pasaje. Quisiera describir con cierto detalle la experiencia de atravesar diferentes territorios de una ciudad, no sólo porque ese acto nos hace conocer la ciudad como un todo, sino también por las dificultades que tienen planificadores y arquitectos para diseñar la experiencia del pasaje de un lugar a otro. Comenzaré con los muros, que en apariencia son estructuras que inhiben el pasaje, y luego exploraré las formas en que los bordes del territorio urbano funcionan como muros.
Sorprenderá que incluya aquí el muro, una construcción urbana que literalmente encierra a la ciudad. Hasta la invención de la artillería, la gente se refugiaba tras los muros durante los ataques; las puertas que se les abrían servían además para regular el comercio entrante y a menudo como lugares para la recaudación de impuestos. Tal vez las grandes murallas medievales, como las que sobreviven en Aix-en-Provence o en Roma, proporcionen una imagen general engañosa; las antiguas murallas griegas eran más bajas y delgadas. Pero también nos imaginamos erróneamente cómo funcionaban las murallas medievales. Si bien se cerraban por completo, servían también como sedes del desarrollo no regulado de la ciudad: a ambos lados de las murallas de la ciudad medieval se construían viviendas; a su amparo brotaban mercados informales donde se vendían bienes libres de impuestos o propios del mercado negro; y en los aledaños de las murallas tendían a gravitar los herejes, los extranjeros exiliados y otros inadaptados, ellos también lejos de los controles del centro. Eran espacios que habrían atraído a la anárquica Jane Jacobs, pero también territorios que podrían haberse ajustado a su temperamento orgánico. En buena medida los muros funcionaban como membranas celulares, a la vez porosas y resistentes. La cualidad dual de la membrana es, en mi opinión, un principio importante para visualizar otras formas de vida urbana moderna. Siempre que se construye una barrera, hay que prever que sea porosa; la distinción entre el interior y el exterior debe ser transgredible, si no ambigua.
El uso contemporáneo de placas de vidrio para la construcción de muros no satisface ese requerimiento; es verdad que a nivel del suele se puede ver lo que hay dentro del edificio, pero no es posible tocar, oler ni oír nada. Habitualmente las placas se fijan de manera rígida, con lo que sólo existe un acceso regulado al interior. La consecuencia es que a ambos lados de esos muros transparentes no se desarrolla gran cosa, como en el edificio Seagram de Mies van der Rohe, en Nueva York, o en el nuevo ayuntamiento de Londres diseñado por Norman Foster: a ambos lados del muro hay espacio muerto; la vida del edificio se acumula allí. Por el contrario, en el siglo XIX el arquitecto Louis Sullivan utilizó placas de vidrio mucho más primitivas de un modo más flexible, como invitaciones a reunirse, a ingresar en el edificio o morar en los bordes; sus paneles de vidrio funcionan como muros porosos. Este contraste resalta la actual falta de imaginación para que un material moderno tenga efectos sociales. La idea de una pared celular, a la vez porosa y resistente, puede extenderse desde edificios aislados hasta zonas en que se reúnen las diferentes comunidades de una ciudad.
2) La forma incompleta. La discusión sobre los muros y las fronteras conduce por lógica a una segunda característica sistemática de la ciudad abierta: la forma incompleta. El inacabado puede parecer enemigo de la estructura, pero no es así. El diseñador necesita crear formas físicas de tipo particular, “incompletas” de una manera especial. Cuando se diseña una calle, por ejemplo, con la intención de que los edificios queden retirados respecto de un muro callejero, el espacio abierto que se deja al frente no es espacio público; lo que en verdad pasa es que el edificio ha sido retirado de la calle. Se conocen bien las consecuencias prácticas: los peatones tienden a evitar esos recovecos. El diseño mejora si el edificio se levanta más adelante, en el contexto de otros edificios; si bien se volverá parte del tejido urbano, ahora algunos de sus elementos volumétricos quedarán a la vista en forma incompleta. Hay algo inacabado en la percepción del objeto. El carácter incompleto de la forma se extiende al propio contexto de los edificios. En la Roma clásica, el Panteón de Adriano coexistía con los edificios menos distinguidos que lo rodeaban en el tejido urbano, pese a que los arquitectos del emperador lo habían concebido como un objeto autorreferencial. La misma coexistencia se aprecia en muchos otros monumentos arquitectónicos: la catedral de Saint Paul en Londres, el Rockefeller Center en Nueva York, la Maison Arabe en París, todos ellos grandes obras que estimulan la construcción a su alrededor. En términos urbanos cuenta más ese estímulo que el hecho de que los edificios sean de menor calidad: la existencia de un edificio localizado de tal modo que aliente el crecimiento de otras construcciones a su alrededor. El valor específicamente urbano de los edificios deriva hoy de su relación mutua; considerados aisladamente, por sí mismos, con el tiempo se vuelven formas incompletas.
La forma incompleta es sobre todo un credo creativo. En las artes plásticas, se manifiesta en la escultura que se deja deliberadamente inacabada; en la poesía, para utilizar la frase de Wallace Stevens, se manifiesta en “la ingeniería del fragmento”. El arquitecto Peter Eisenman apela en parte al mismo credo en la expresión “arquitectura liviana”, referida a una arquitectura diseñada para soportar añadidos o, más importante, para que pueda ser revisada internamente según cambien las necesidades habitacionales. Este credo se opone al simple reemplazo de formas que caracteriza a la Ciudad Frágil.
3) Los relatos de desarrollo. Nuestro trabajo como urbanistas apunta antes que nada a dar forma a los relatos del desarrollo urbano. Con esto quiero decir que nos concentramos en las etapas en que un proyecto se despliega. Específicamente, intentamos entender qué elementos deben tener lugar primero y cuáles son las consecuencias del movimiento inicial. Más que marchar a paso firme hacia el logro de un fin único, observamos las posibilidades diferentes y conflictivas que debería abrir cada etapa del proceso. Mantener intactas esas posibilidades, poner en juego los elementos de conflicto, son actitudes que abren el sistema de diseño. No pretendemos que esta concepción sea original. Si un novelista empezara el relato diciendo “pasará esto, a los personajes les sucederá aquello y la historia significa esto otro”, inmediatamente cerraríamos el libro. Toda buena narración tiene la propiedad del descubrimiento, de explorar lo imprevisto; el arte del novelista es dar forma al proceso de esa exploración. El arte del diseñador urbano es afín. En suma, se puede definir un sistema abierto como aquel en el cual el crecimiento admite el conflicto y la disonancia. Esta definición se encuentra en el núcleo del modo en que Darwin explica la evolución; en vez de poner el énfasis en la supervivencia del más apto (o del más bello), Darwin lo puso en el proceso de crecimiento como lucha continua entre el equilibrio y el desequilibrio. Un ambiente rígido en su forma y estático en su programa está condenado en el tiempo; en cambio la biodiversidad otorga al mundo natural los recursos para cambiar el sustento. Esta visión ecológica es igualmente válida para los asentamientos humanos, pero no es la que guió la planificación estatal del siglo XX. Ni el capitalismo de Estado ni el socialismo de Estado adoptaron el crecimiento tal como lo había entendido Darwin para el mundo natural, en medios que permitieran interactuar a organismos con diferentes funciones y dotados de poderes distintos.
4) El espacio democrático. Cuando la ciudad funciona como un sistema abierto –incorporando los principios de porosidad del territorio, indeterminación narrativa y forma incompleta–, se vuelve democrática, no en un sentido legal sino en tanto experiencia física. En el pasado, el pensamiento sobre la democracia se concentraba en cuestiones de gobernabilidad formal; hoy, en la ciudadanía y en cuestiones de participación. Este último es un tema muy relacionado con la ciudad física y su diseño. Por ejemplo, en la antigua polis, los atenienses hacían un uso político del teatro semicircular, una forma arquitectónica que proveía de buena acústica y permitía ver claramente a los oradores durante los debates; aun más, hacía posible oír las respuestas de otras personas. En los tiempos modernos no existe un modelo similar de espacio democrático ni, ciertamente, una concepción clara de espacio urbano democrático. John Locke definió la democracia en términos de un cuerpo de leyes que podían llevarse a la práctica en cualquier lugar. Para Thomas Jefferson, la democracia era enemiga de la vida en las ciudades; pensaba que los espacios que requería no podían ser mayores que una aldea. Su concepción persiste. A lo largo de los siglos XIX y XX, los defensores de las prácticas democráticas las han identificado con las comunidades pequeñas, locales, y con las relaciones cara a cara. La ciudad de hoy es enorme, está repleta de migrantes y etnias diversas, y los habitantes pertenecen a muchas comunidades diferentes a la vez: por trabajo, familia, hábitos de consumo y preferencias de diversión. Para ciudades como Londres y Nueva York, cuya escala las ha transformado en globales, el problema de la participación ciudadana radica en cómo cada cual puede sentirse conectado con los demás cuando es necesariamente imposible que lo conozcan. “Espacio democrático” significa crear un foro para que estos extraños interactúen.
Un buen ejemplo de cómo puede implementarse esto se ha dado en Londres, con la creación del corredor que conecta la catedral de Saint Paul y la Tate Modern Gallery mediante el nuevo Puente del Milenio. Si bien está altamente definido, el corredor no es una forma cerrada; a lo largo de ambas márgenes del Támesis está incentivando la regeneración de edificios laterales no relacionados con sus propios objetivos y su diseño. Casi inmediatamente después de su apertura, el corredor ha estimulado mezclas informales y conexiones entre las personas que lo cruzan a pie y ha propiciado cierta facilidad de trato entre extraños, que es el fundamento para un sentido verdaderamente moderno del “nosotros”. He ahí un espacio democrático. El problema que enfrentan hoy las ciudades participativas es cómo crear, en ámbitos menos ceremoniales, algo de ese sentido de familiaridad entre extraños. Es un problema del diseño de espacios públicos que atañe a los hospitales, la construcción de escuelas urbanas, los grandes complejos de oficinas, la renovación de las calles comerciales y particularmente a las sedes de trabajo gubernamental. ¿Cómo abrir esos espacios? ¿Cómo tender un puente entre el interior y el exterior? ¿Cómo generar nuevo crecimiento a partir del diseño? ¿Cómo hacer para que la forma visual invite al compromiso y la identificación? Estas son las apremiantes preguntas que el diseño urbano debe responder en la Edad Urbana.
Traducción de Silvina Cucchi
Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie "Las Princesas Vivirán, Las Terroristas Morirán".
Lecturas. Richard Sennett es autor de numerosos artículos y libros, entre ellos: Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental (Madrid, Alianza, 1997); La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (Barcelona, Anagrama, 2000); Vida urbana e identidad personal (Barcelona, Península, 2001); El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad (Barcelona, Anagrama, 2003); La cultura del nuevo capitalismo (Barcelona, Anagrama, 2006). También ha escrito tres novelas: The Frog Who Dared to Croak (Nueva York, Farrar, Strauss & Giroux, 1982), An Evening of Brahms (Nueva York, Knopf, 1984) y Palais-Royal (Nueva York, Knopf, 1986; Barcelona, Versal, 1988).
Richard Sennett (Chicago, 1943) es profesor de Sociología en la London School of Economics (donde dirige el Programa Ciudades) y en el Massachusetts Institute of Technology. Este ensayo apareció en Towards an Urban Age, publicación del ciclo Urban Age (Berlín, noviembre de 2006). Se publica en Otra Parte por primera vez en español con autorización del autor.
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