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Política del alma perfecta

PERIODISMO

 

Joaquín Morales Solá, Los Kirchner. La política de la desmesura (2003-2008), Buenos Aires, Sudamericana, 264 págs.

 

En el programa Desde el llano que se emite por el canal Todo Noticias puede verse el semblante papal que exuda la imagen de su conductor, Joaquín Morales Solá. Es una imagen controlada por lo que los maestros de urbanidad conocen como el arte (dramático) de guardar las formas, una hipereducación o una sobreeducación y, por añadidura, una infrasensibilidad o una distancia que desplaza hacia un territorio blanco la materia que Morales Solá juzga a través de métodos de análisis que giran sobre un eje de oro: el perfeccionismo para observar la democracia liberal, es decir un ideal de funcionamiento y eficacia institucional cuyos umbrales morales y teóricos son tan elevados que no encuentran nunca o casi nunca su realidad.

La materia que juzga Morales Solá está hecha, como se sabe, de los avatares cambiantes de la política nacional, refrendados o desmentidos cada siete días –o menos, si surge alguna crisis inesperada durante la semana– en sus columnas de tono editorial publicadas por el diario La Nación. Es una materia sometida a un doble tratamiento de negación: porque su realidad es incompatible con los ideales que el autor le exige como horizonte de sus prácticas; y porque al margen de esa referencia (la perfección funcional, la política como ejercicio de virtud) hay otra referencia, en este caso externa, en la que estos ideales se inspiran: la realidad idealizada de Washington.

En su libro Los Kirchner. La política de la desmesura (2003-2008), el autor escribe alrededor de ochenta veces la palabra Washington, lo que no tendría ninguna importancia semántica si no fuese porque aparece como una palabra que no necesita ser explicada. Washington: ya no es un distrito federal, tampoco la sede de un imperio; es un pack conceptual que reúne un ideal de poderes políticos, militares y financieros extendidos por el mundo mediante la violencia y la cultura, vehículos cruceros en los que “Washington” delega, respectivamente, sus envíos de acción y representación, los ejercicios de la política y su manera tradicional de guardar esos ejercicios debajo de una forma. Pero, sobre todo, Washington es una mirada a la que se le debe dar una imagen que nunca podrá ser turbia o inestable.

¿Qué ve la mirada de Washington? Lo mismo que ve ese sujeto fantasmático y disciplinario que Joaquín Morales Solá, con una cuota de temor y reverencia, llama “mundo”. ¿Y qué es el mundo? El mundo es un sistema, un orden, una organización con aires de gerencia que, como la palabra “Washington” –fetichizada por los brillos de un expresionismo positivo–, no requiere ninguna correspondencia de sentido: habla por sí misma. En cambio, aquello que el mundo no es sí hay que adjetivarlo. Refiriendo en tono crítico la política de relaciones exteriores de los últimos años, dice Morales Solá del gobierno: “Salió a buscar inversiones en la imprevisible Venezuela, en la rígida y pretenciosa China, en la pobre Angola y en la autoritaria Rusia. Estados Unidos, España y Francia lideran el ranking histórico de inversiones extranjeras en el país. La Argentina volverá a estos países cuando caiga por cansancio en la sensatez”.

Como vemos, el adjetivo –una unidad que funciona como calificadora de riesgo ambulante– es el recurso por el que la retórica de Morales Solá se desliza con mayor comodidad; y si empleamos aquí el término “retórica” y no “discurso” es porque la construcción de un discurso, referida en un sentido moderno –aunque no tanto: el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure es de 1916–, implica la administración de elementos más sofisticados que vuelven más compleja la construcción de sentido. Y en la escritura de Morales Solá aparecen materiales que niegan la modernidad del discurso en favor de un falso clasicismo en el que no faltan palabras como trasegar, piélago, órdago, pasteleo, enjuagues, inopinada, respingo y tantas otras, muchas de ellas situadas en el curso de una vibración melodramática.

Si el estilo de los artículos de Morales Solá es menos discursivo que retórico, se debe a que se inscribe en el género editorial, una especialidad moralizante que funciona como la voz institucional de un medio, una especie de house organ encriptado que actúa de enlace entre el interés corporativo y la sociedad y que, algo despreocupado de la historia, se preocupa mucho más por practicar la advertencia y profetizar hechos que no siempre se cumplen. Por lo general se lo ejerce desde ciertas cumbres: desde la autoridad del nombre propio construido políticamente (a veces sucede que no es el periodista más capaz de un diario quien se encarga de interpretar y divulgar el pensamiento de la corporación que lo emplea, sino el más conectado); o desde la autoridad de la marca (las tristes editoriales sin firma que ningún diario se da el lujo de desdeñar).

En cuanto a “los Kirchner”, el objeto de estudio que Morales Solá ilumina con las luces del “mundo” y de “Washington”, hay que decir que aquellos se han venido deslizando por una pendiente de desprestigio y descrédito incesante: la pendiente del poder. Sin embargo, el autor no les endilga tanto los escándalos de corrupción relacionados con la valija de Antonini Wilson, las coimas a la empresa sueca Skanska o la bolsa de dinero negro encontrada en el baño de la ex ministra de Economía de la Nación, Felisa Miceli –ni, mucho menos, las falsas promesas de redistribución del ingreso–, como la exhibición, especialmente en Néstor Kirchner, de un carácter desbordado, un ánimo salvaje que el ex presidente ha inclinado hacia la fricción, la paranoia y el personalismo, pero gracias al cual hemos podido acceder a su identidad y ver, detrás de la investidura, los desarreglos profundos que operan en el interior de un sujeto romántico.

Primero por voluntad, y luego por descontrol, Néstor Kirchner ha perforado el tabique que divide el decir de la política del hacer de la política. Ha habido en su yo público una transparencia sorpresiva, vía regia de acceso a su yo privado, y un esquema de filtraciones que nos ha dejado ver casi todos los componentes de la experiencia política: incontinencia y reserva, gestos de grandeza y miseria, alardes confesionales y manipulación, sinceridad y cinismo. Hemos visto, sencillamente, la política como un teatro de contradicciones, lo contrario de lo que Morales Solá hubiera deseado ver: el bloque, la pieza, la Gradiva de mármol de Jensen dándonos siempre el mismo sentido para que podamos depositar en él alguna confianza.

Pero además de cuestionar las infracciones de Néstor Kirchner al doble formalismo del decir y el hacer como remisiones automáticas de diplomacia dadas en el teatro de la civilización, también cuestiona sus incursiones en el ejercicio de lo que no puede no considerarse a esta altura como una experiencia ordinaria y básica de la política, a la que se rinden tanto los países civilizados como los bárbaros: la de decir una cosa y hacer otra. Ni la doble formalidad –inaplicable–, ni el híbrido que habitualmente convierte a la política en un monstruo de dos cabezas (¿por qué causa, si no, se aceptan los secretos o las razones de Estado?), lo que no acepta Morales Solá de los Kirchner es lo que llama “cierta estética”.

Lo dice al cuestionar el perfil del chofer-magnate Rudy Ulloa, en cuyo semblante desaliñado podemos ver elementos de una informalidad “latinoamericana”: “Cada uno puede tener los amigos que quiera, pero la administración del país necesita de una mínima calidad y de cierta estética”. Que la administración del país necesita de una calidad mínima es indiscutible, pero ¿de cierta estética? Asociada vagamente a la belleza, y más directamente a la apariencia, la palabra “estética” remite a veces a alguna ciencia secundaria relacionada con el mantenimiento de la imagen personal –por ejemplo la cosmetología– pero nunca deja de señalar una singularidad dentro de la pluralidad (allí la estética equivale apenas a un gusto individual). ¿Cuál es la estética a la que alude en su imaginación Morales Solá? ¿Una estética administrativa? ¿O una estética racial?

Muchas de estas ideas van acompañadas de una posición temerosa frente al uso del lenguaje. Para Joaquín Morales Solá el lenguaje, mal usado, constituye un peligro político, acaso su peligro mayor y, por supuesto, siempre que ese peligro sea definido por una autoridad no académica sino política: “La cadena internacional de televisión CNN describió desde su sede central, en Atlanta, el discurso de D’Elía como el más peligroso que se haya escuchado en los últimos años”. Acabamos de ver a la CNN como una Real Academia de la Lengua Liberal, pero de todas sus advertencias respecto de la política aplicada como verbo, hay una que se destaca en la página 64 de Los Kirchner…, porque se trata de una recomendación técnica que Morales Solá le hace a Néstor Kirchner a propósito de su incontinencia: “Si las sensibilidades de su alma hacen incontrolables sus palabras, debería escribir sus discursos cuando pone en juego las exactitudes de la historia”. Como si no existiesen los errores por escrito, lo que el autor recomienda es secuestrar a la política de sus deslices inconscientes (de las debilidades por las que los políticos podrían revelar accidentalmente sus verdades o sus intereses ocultos, algo con lo que sueñan todos los contribuyentes) y devolverla al campo de la conciencia como quien vuelve en sí después de un desmayo. En esa unidad de medida –la de la reserva y la conveniencia– radica la mesura que Joaquín Morales Solá solicita para los editoriales del domingo, para el ejercicio de la política y para el funcionamiento ordenado de un mundo que, por principio, debe conservarse siempre tal como está.

 

Lecturas. Un libro que conviene leer como antídoto al de Morales Solá es Martín Sivak, Jefazo. Retrato íntimo de Evo Morales (Buenos Aires, Debate/Sudamericana, 2008).

1 Dic, 2008

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