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Los futuros del pasado. A propósito de “El arte contemporáneo y la incomodidad del público”

PLÁSTICA

 

Inspirado por el desconcierto frente a la obra temprana de Jasper Johns, el historiador del arte Leo Steinberg –el primero en hablar de posmodernidad en pintura– escribió una serie de ensayos pioneros en la consideración crítica de las transformaciones del arte en los sesenta. Cuarenta años más tarde, la relectura de “El arte contemporáneo y la incomodidad del público”, hasta ahora inédito en español, alerta sobre los dudosos méritos de la “seguridad” en la discusión sobre el valor del arte nuevo.

 

Que la experiencia del pasado puede alumbrar el presente es una verdad incontestable de la historia y la sabiduría popular. Con la misma convicción y un leve cambio de enfoque, la literatura y el arte, en cambio, han encontrado formas más sutiles de esclarecer el presente, a la luz de lo que el tiempo va dejando atrás. Basta pensar en la sinuosa evocación de Proust o en el reloj que adelanta de Kafka: recuperado en el movimiento que lo impulsa hacia adelante, el pasado resulta menos ajeno y distante, más revelador. Los futuros del pasado, para usar la paradoja del alemán Reinhardt Koselleck, dejan ver con ventajosa perspectiva los aciertos y desaciertos de la imaginación del porvenir, y revisar las certezas del presente, oportunamente alertados sobre su irremediable fragilidad.

El ejercicio puede resultar instructivo aplicado a la historia del arte. Aunque el siglo xx abunda en giros y saltos bruscos, no hay quizás escena más pródiga en desconcierto que la repentina efervescencia de un arte nuevo que se dispara en los sesenta pero se anticipa a fines de los cincuenta. Los efectos de esa onda expansiva nos alcanzan todavía y, para apreciar mejor el impacto, quizá convenga acercar la lente y atender a los futuros del pasado que se abren, pongamos por caso, una tarde de febrero de 1958 en Nueva York. En la recién inaugurada galería Leo Castelli, un joven pintor entra en la escena del arte sin más credenciales que las veinte obras que reúne por primera vez y su amistad con un grupo de artistas, igualmente jóvenes e ignotos todavía, Robert Rauschenberg, John Cage y Merce Cunningham. Criado por sus abuelos entre granjeros de Georgia, dibuja desde los tres años y quiere ser artista desde los seis. Pinta en los ratos libres que le deja el trabajo a destajo en Nueva York, pero ha destruido toda su pintura anterior al 54, para empezar de nuevo sin parecerse a nadie. Lo deslumbra la obra de Picasso, Cézanne, Pollock y Magritte, pero también la del inclasificable Joseph Cornell y, sobre todo, la de un artista que ha descubierto cómo hacer arte sin hacer arte, Marcel Duchamp. Tiene sólo veintiocho años y lleva el mismo nombre de su padre, Jasper Johns.

Para el ojo finalmente adiestrado al desafío extremo de la pintura como pintura del expresionismo triunfante –pura, chorreante, viscosa e invariablemente abstracta– las veinte obras de Johns no pueden sino desconcertar: series de números en telas monocromas, letras regularmente dispuestas, incrustaciones escultóricas en la tela plana y una serie de objetos “despersonalizados, exteriores”, invisibles ya de tan convencionales –blancos de tiro, perchas, cajones, un bastidor invertido, la bandera norteamericana–, presentados más que representados, transformados pictóricamente sin ninguna estilización evidente, ni alardes de subjetividad ni sobrecarga de sentido. Muy lejos de la interioridad densa y la desnudez sublime de la última vanguardia consagrada, más lejos todavía de la ostentación del puro plano convertido en dogma, son pinturas literales, repetitivas, obsesivas, a veces impuramente escultóricas, de una materialidad poco condescendiente con la ilusión de la representación, y sin embargo atentas al tiempo, el movimiento y el espacio, en el proceso concreto del trabajo. El sentido, en todo caso, se manifiesta en términos físicos, materiales y directos: para apreciar el blanco de tiro tricolor y los rostros humanos aprisionados en las cajas de madera de Target with Four Faces (Blanco de tiro con cuatro caras, p. 33), por ejemplo, el ojo debe desenfocarse literalmente y adecuarse a una tensión perturbadoramente irresuelta entre la totalidad del ícono y la fragmentación de las partes descoyuntadas. En el intento de reconciliación entre abstracción y representación, en el cambio de foco hacia la cultura convencionalizada, en la fe en una materialidad no reñida con la preocupación por el lenguaje, el pensamiento y la autoconciencia, la obra inventa una tradición personal que reúne los legados aparentemente inconciliables de Picasso y de Duchamp. Es imposible saberlo en el 58 pero, sea cual fuere el juicio de la posteridad, mucho de lo que vendrá después –el pop, el minimalismo, el arte conceptual o, si se quiere, gran parte de lo que llamamos posmodernidad– se prefigura ya en la primera muestra de Johns.

Claro que en la inmediatez del presente, el futuro puede resultar más ominoso y los gritos de alarma no se hacen esperar. El catálogo de juicios irritados sobre la primera muestra de Johns es variado pero no difiere demasiado del repertorio clásico de cualquier reacción: retroceso vacuo y empobrecedor, resurrección aggiornada de otros ismos, engaño (fantasma supremo del poder conservador) y la infaltable coartada de la descalificación técnica con la que suele cubrirse la ignorancia suficiente o la simple pereza mental. Mirados desde lo que vendrá, los argumentos resultan pobres, desesperados, patéticos por momentos en su obcecada rigidez, pero nadie está librado de enceguecerse en defensa de las convicciones heredadas. Es por eso que la reacción de un historiador del arte neoyorquino –ruso de origen, formado en artes en Londres, en realidad–, brilla en el conjunto como una inesperada excepción. Leo Steinberg completa por entonces su posgrado en arte renacentista, pero tentado por el paisaje neoyorquino más próximo, escribe de tanto en tanto sobre arte contemporáneo. Su desconcierto frente a la primera muestra de Johns, precisamente, inspira una serie de conferencias publicadas en marzo de 1962 en Harper’s Magazine con el título de “El arte contemporáneo y la incomodidad del público” y uno de los primeros artículos extensos sobre el arte de Johns, exégesis parciales que preparan una especulación histórica, teórica y crítica más amplia sobre el viraje del arte en los sesenta, condensada en un ensayo del 68, desde entonces clásico, Otros criterios. En medio del griterío indignado de los custodios de la teleología modernista, sorprende la respuesta firme de Steinberg, su reposado pero enérgico desdén por la “función cautelar y prohibitiva” de un formalismo mal entendido (“la actitud que lleva a decirle a un artista lo que no debe hacer y al espectador lo que no debe mirar”) y, sobre todo, una extraordinaria sensibilidad que lo lleva a enfrentarse a su propio rechazo y suspender el juicio, hasta encontrar otros criterios sugeridos por la misma obra, refractaria a las viejas herramientas críticas e irreductible a las fórmulas del pasado. Jasper Johns es el primer sorprendido. (“Los comentarios de Steinberg”, dirá,“me impresionaron muchísimo; me pareció que trataba de adentrarse en la obra sin imponerle su propio mapa de prejuicios, algo extremadamente difícil”.) Años más tarde, de hecho, Steinberg confesará que, entre otros motivos, se impuso el ejercicio como un intento de sobreponerse a uno de los típicos síntomas de la mediana edad, “una tendencia a hablar de los artistas más jóvenes del mismo modo en que se habla de los delincuentes juveniles, es decir, en plural”. El enigma de Johns le ofrece una ocasión de aceptar con entusiasmo que el arte ha cambiado y le sugiere que las nuevas formas exigen pensamiento fresco. De ahí su dilatada reflexión sobre el “sacrificio” y el “exilio repentino” en el primer ensayo, el empeño del pensamiento en marcha lidiando contra la amenaza prepotente del prejuicio y el tono casi dramático con que describe la soledad del crítico, tambaleándose en el desconcierto frente a lo que nunca antes se ha visto. La honestidad con la que se transparenta la vacilación activa frente a la novedad es casi una definición de la sabiduría del crítico y conviene citar el pasaje entero, como un conjuro contra las falacias del juicio:

“Lo que he dicho, ¿surge de las obras o es una sobreinterpretación? ¿Acuerda con las intenciones del artista? ¿Refleja la experiencia de otros y por lo tanto garantiza que mis impresiones tienen fundamento? No lo sé. Entiendo que estas pinturas no necesariamente parecen obras de arte, cosa que, se sabe, ha resuelto en el pasado problemas mucho más difíciles que éste. Ni siquiera sé si son arte en realidad, si son extraordinarias, buenas o si se cotizarán en el mercado. Al mismo tiempo, toda la experiencia que he adquirido en relación con la pintura, sea cual fuere, puede resultar un obstáculo o una ayuda y, por lo tanto, estimar el valor estético de un cajón adosado a una tela, por ejemplo, es todo un desafío para mí. Pero nada de lo que he visto en mi vida puede enseñarme cómo hacerlo. Estoy solo en esto, y depende exclusivamente de mí poder valorar lo que veo sin recurrir a las convenciones al uso. El valor que le otorgue a estas pinturas pone a prueba mi coraje personal. Queda en mis manos descubrir si estoy preparado para soportar el choque con una experiencia nueva. ¿El exceso de análisis es una coartada? ¿Me dejo llevar por lo que he oído? Los sentidos que veo en esta obra e intento formular, ¿son elaboraciones para demostrar algo sobre mí o son de por sí una experiencia auténtica? Preguntas que no tienen fin, para las que no hay respuestas disponibles en ninguna parte. Es la clase de autoanálisis al que puede llevarnos una imagen novedosa, y por eso, ante todo, la obra me inspira gratitud. Me ha sumido en un estado de incertidumbre angustiosa que alcanza al cuadro, a la pintura en general y a mí mismo, pero sospecho que está bien que sea así. De hecho, desconfío de quienes, enfrentados al arte nuevo, suelen saber qué es una gran obra de arte y qué sobrevivirá al paso del tiempo.”

Steinberg no lo sabe todavía pero, con su defensa apasionada del “salto de fe” capaz de ampliar el campo de la mirada, acaba de alentar la reflexión teórica de muchos críticos e historiadores del arte que, distanciándose del pesimismo de una versión reductora del modernismo, auscultarán el arte del futuro. La coincidencia de firmeza polémica del juicio y exhibición generosa de la duda como motor legítimo del pensamiento no abunda demasiado en la crítica, y quizás sea un buen punto de partida para especular sobre la inseguridad de críticos y espectadores frente al desconcertante paisaje del arte actual.

 

Cuarenta años más tarde, los desafíos que desvelaban a Steinberg se han multiplicado por motivos no del todo ajenos al arte de Jasper Johns. Para muchos, se abrió allí una era de extinciones y pluralismos descentrados que liquidó impunemente las certezas del arte de la modernidad. (“Decadencia”, respondió el último adalid del modernismo, Clement Greenberg, a principios de los noventa, cuando le preguntaron qué veía en el futuro.) Otros, en cambio, reconocieron en su obra un híbrido fértil de la herencia vivificada de Duchamp y de sus aparentes Otros inconciliables, Picasso y Cézanne. Desde la redefinición del arte propulsada por Duchamp, en cualquier caso, hasta las más módicas revoluciones de Johns, Rauschenberg, el pop, el minimalismo y el arte conceptual, la crítica sufrió los embates de un arte dispuesto a pensarse a sí mismo y a embarcar al espectador en la aventura, sin la mediación de un poder hermenéutico y legitimador. Pero la utopía posmoderna de un arte democrático y transparente que Apollinaire vio prefigurarse en Duchamp (“un artista capaz de reconciliar al Arte con el Pueblo”) y que alumbraría a un nuevo espectador –y a un nuevo lector– nunca se cumplió, y el crítico tuvo que vérselas desde entonces con un arte fundado en destrezas estéticas alternativas. Posmodernamente, reconoció la imposibilidad de definir los nuevos objetos estéticos en términos estrictamente visuales, renegó de la identificación entre crítica y juicio que había dado poderes irrestrictos a los mandarines del pasado, y se abrió a otros saberes, alentado por la nueva crítica, el culturalismo, los nuevos protocolos psicoanalíticos y filosóficos. La discusión sobre los límites y el valor del arte, es cierto, se volvió, por momentos, problemática, y mucha crítica, restringida a la mera descripción o a la aplicación de modelos, tautológica y anodina. El arte, mientras tanto, liberado de las constricciones formalistas y esencialistas de los cánones del pasado, la jerarquía inflexible del gusto y la autarquía del estilo personal, amplió su horizonte y la ductilidad de sus medios, y exigió, también al espectador y al crítico, destrezas alternativas.

En la confusión, se diría, el poder legitimador de la crítica se debilitó frente a los agentes más o menos visibles del mercado: los coleccionistas, los galeristas, e inclusive los curadores o los propios artistas. Pero el riesgo de que el arte se convierta en pura mercancía no es una invención de la posmodernidad y puede funcionar en cambio como una coartada defensiva para eludir el debate responsable sobre la definición del arte y el valor en el panorama actual. Si el concepto de “calidad” ha perdido legitimidad como fundamento del juicio, ¿qué criterios alternativos pueden reemplazarlo? ¿La relación entre el “adentro” y el “afuera” del arte se ha vuelto deliberadamente inestable? Y sobre todo, ¿cuáles son las nuevas tareas del crítico? ¿Es posible ir más allá de la simple descripción sin volver a la hipertrofia mandarinesca del juicio? ¿Dónde reside hoy el poder legitimador? Se podría argumentar que la discusión genuina sobre el valor estético está a resguardo en algunas instituciones del arte incontaminadas por el mercado, pero ¿existe realmente ese resguardo? El mercado de bienes culturales opera con trampas sutiles y aun el prestigio sustentado en la negatividad sostenida puede acumularse y venderse más tarde como un bien escaso. El capital simbólico, se sabe, siempre puede transformarse en capital real, a cambio de engalanar espacios institucionales e inclusive medios culturales que sustentan valores estéticos encontrados.

Es posible que el paisaje irreversiblemente ampliado del arte haya vuelto la tarea del crítico que se niegue al facilismo de un pluralismo pueril más ardua y más desafiante. El futuro del pasado en la prédica de Steinberg puede, también en ese sentido, resultar instructivo. Si se atiende a su porosidad simpática ante lo nunca visto examinado con rigor, su amplitud en la polémica y, sobre todo, su deseo de anteponer la aventura intelectual y estética que el arte nuevo puede regalar al simple debate faccioso, se comprobará que los atributos distintivos del juicio crítico que hace avanzar el arte no han cambiado demasiado en realidad.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Jasper Johns en el estudio de Pearl Street en 1955 (foto: George Moffet); en el estudio de Front Street en 1959; junto con (de izquierda a derecha) Merce Cunningham, Robert Rauschenberg, John Cage y M. C. Richards en 1958 (foto: Bob Cato) y en Nueva York en 1955 (foto: Robert Rauschenberg).

Lecturas. Las citas de Leo Steinberg pertenecen a “El arte contemporáneo y la incomodidad del público” (ver página siguiente) y al “Prefacio” de Other Criteria. Confrontations with Twentieth- Century Art (Nueva York, Oxford University Press, 1972). Para un análisis de la obra de Jasper Johns y una cronología exhaustiva, se puede consultar el catálogo de la Retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (1996), editado por el MoMA y Harry N. Abrams, Nueva York.

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