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Las traducciones de Freud al castellano probaron que lo que cierta escolástica juzgaba incorrecto podía ser feliz tributo a la lengua peculiar del original. Ante las invenciones forzadas por los juegos verbales de Lacan, la crítica “revisionista” rayó en el delirio o el melodrama. Pero torrentes de notas no han ocultado la poca justicia que el traductor sometido hace al humor rabelesiano del maestro.
Durante décadas leímos, entre otras traducciones, la de López Ballesteros que se había convertido en la voz castellana de Sigmund Freud. Tan invisible como visible, su nombre se imponía sobre el de otros traductores.
La llegada de Jacques Lacan a nuestras costas, con su consabida costumbre de volver sobre ciertos términos de Sigmund Freud, introdujo una sospecha anacrónica: términos que Freud había usado de manera coloquial se tornaron técnicos, de modo que cualquier sinónimo vio que su pretensión de elegancia disfrazaba la traición de un pensamiento. Así ocurrió con Trieb, que López Ballesteros tradujo por instinto y que Lacan convirtió en “pulsión” (término que existe en español clásico y es usado por Macedonio Fernández).
Los lectores de Freud que aceptan la autoridad de Lacan piensan que sólo pueden salvarse por la “pulsión”. Pero Jacques Lacan ha dicho que “pulsión”, en su lengua, es una solución desesperada y que sería preciso un término como drive (con todas sus resonancias en inglés). Y así de seguido, diría Vonnegut.
Lo cierto es que el argentino José Luis Etcheverry volvió a traducir a Freud, sin la elegancia de López Ballesteros. En cambio su trabajo abunda en términos alemanes entre paréntesis, lo que produce una apariencia de precisión con la que no sabemos qué podrá hacer cada cual.
Recuerdo una observación: Karl Kraus era difícil de leer fuera de Viena porque el vocabulario y el habla de esa ciudad diferían de cualquier otro de la misma lengua. ¿Qué pasaba con Sigmund Freud? Un germanista afirmó que antes de que el inconsciente fuera estructurado como un lenguaje, ya Sigmund Freud había estructurado como un lenguaje el propio psicoanálisis. Y Starobinsky dice que el encanto de ese lenguaje era la clave de la difusión de la doctrina y de la práctica del psicoanálisis. Como sabemos, otro fue el gusto de Jacques Lacan.
L’Acudit. Con su gusto por las afirmaciones perentorias, no es de extrañar que Jacques Lacan haya dicho que no hay metalenguaje, para agregar enseguida que sólo se puede hablar una lengua en otra lengua. Es decir que existiría una traducción generalizada.
Entre nosotros el idiolecto Lacan fue traducido por Roberto Bixio, en la “segunda mano” de varios discípulos, en el libro titulado El deseo y la perversión (Sudamericana, 1968). Recuerdo que Néstor Sánchez, lector de Jung y de cosas más oscuras todavía, me dijo que se había negado a traducir semejante disparate. La traducción de Bixio tiene algunas rarezas que se notaban ya entonces, en relación con lo que se venía elaborando en otras traducciones, fuera de la circulación comercial, realizadas en los grupos de estudio de Oscar Masotta (recuerdo que Ricardo Zelarayán hizo algunas).
No se planteaba el problema de la traducción como tal, porque el problema era entender el estilo y el modo de exposición de Jacques Lacan (yo, como tantos otros, aprendía a leer francés en los Écrits sin pronunciar una sola palabra, porque en aquel momento me hubiese parecido una pérdida de tiempo).
Cuando una parte de Escritos fue traducido con el título Lectura estructuralista de Freud (título que, según dicen, no le gustó nada a Lacan) se impuso cierto “vocabulario” (béance encontró, por invención de Tomás Segovia, la inusual hiancia).
Juan David Nasio hizo algunas propuestas que al parecer no convencieron a Segovia, quien aclara en la nueva edición de Escritos, ahora completos, lo siguiente: “El traductor, naturalmente, adoptó todos aquellos [cambios] que le parecieron inmediatamente convincentes, así como aquellos en que el autor insistió, como era, pensamos, su derecho”.
Según dice Tomás Segovia, Jacques Lacan argumentaba sobre términos que para él “tienen en su discurso un valor conceptual”. Así, por ejemplo, Lacan impone “demanda”, a pesar de que su sentido jurídico en castellano evoca más el pleito que el pedido. Lacan pide también que no se traduzca moi por “yo sustancial” ni je por “yo formal”, sino que en los dos casos se traduzca por “yo” y se aclare entre corchetes.
Tomás Segovia da una explicación de la diferencia je/moi que vale la pena leer. También explica cuando sigue a Lacan y acuña ciertos neologismos, tales como “inatividad”, “remitencia”, “vehicular”, “completud”, “instintual”, “presentificar”, etc. (algunos de amplia circulación en la actualidad).
Hay quienes luchan hoy por sustituir el tecnicismo retórico hiante/hiancia que Segovia usa para traducir béant/béance, por la bella palabra oquedad. Me parece algo tarde.
Como se ve, la intervención de nuestro compatriota Nasio no pasó a mayores y, para que quede claro, Tomás Segovia reitera su agradecimiento a los consejos de Armando Suárez (entonces director de la colección) y su gratitud por las muestras de amistad de Jacques Lacan.
Acudit, en catalán, equivale (sabemos que no hay equivalencia) al Witz de Freud, al mot d’esprit francés, a la palabra ingeniosa (chiste) de nuestra lengua. Y es eso lo que está ocurriendo: los mayores disparates gramaticales, los galicismos salvajes y las sustituciones de términos ya establecidos por otros que sólo aportan disonancias, son moneda corriente, contraseña obligada.
Una digresión. L’Acudit fue una revista que salía en Barcelona. Yo encontré el título en el Pompeu Fabra, porque ese diccionario me ponía en consonancia con quienes estudiaban psicoanálisis conmigo. También organicé lo que llamamos Vector Translingüisme, ya que la existencia de una ciudad bífida inquietaba los espíritus.
En sus cinco números L’Acudit publicó apellidos catalanes. Y en cada número yo publiqué algo, de manera que mi apellido descompletaba el “conjunto”. Mis compañeros de aventura eran Miquel Bassols, Jordi Ballabriga, Rosa María Calvet, Elvira Guilañá, Graciela Monés, Frances Tosquelles (maestro en psiquiatría institucional), etc. Por supuesto, no tardamos en publicar algún texto de Jacques Lacan.
En ese clima me interesé por el problema de la traducción y nuestra Institución invitó a Joaquín Mallafré, traductor de Ulises al catalán; y a José María Valverde (que realizó una de las traducciones de Ulises al español).
Un libro de Mario Wandruska (Interlingüística), el número 1/2 de la revista Márgenes (Murcia, 1980) y el número 338 de la revista Sur (Buenos Aires, 1976) fueron parte de nuestro material de discusión, a partir de los tres tipos de traducción propuestos por Jakobson (inter, intra, trans).
Glanz auf der Nase, Sigmund Freud descifra un fetiche al traducir esa frase, jugando con el alemán y el inglés que su paciente había aprendido de niño.
Pero además Übersetzung (transferencia/traducción) es clave en las configuraciones de cualquier sentido, tramado por el deseo.
El Witz de mi digresión es el siguiente: fui a Barcelona para trabajar con argentinos y españoles y me encontré con catalanes. Entonces llamé a un libro de ocasión Oscar Masotta y el psicoanálisis del castellano.
Nadie reparó en la partícula “del”. El Witz decía que analizaríamos el castellano universal, tanto como la propia lengua castellana. Lo haríamos nosotros, catalanes y sudacas.
El Witz, l’acudit, no bastó. Para los otros se trataba de un delirio, de querer hacer psicoanálisis en castellano. De nada valió que yo dijera que había escrito La entrada del psicoanálisis en la Argentina, y no algo que podría haberse llamado “El origen de la pulsión pampeana”.
Deferencia y repetición. Ya instalado en nuestra lengua, ya traducido casi en simultáneo, ya dividido en tantos grupos como los que existen en Francia, Jacques Lacan ha provocado un incierto “revisionismo” de sus traducciones.
Es un trabajo que transcurre “entre” México y Madrid. En la primera de estas ciudades hay argentinos y en la segunda españoles ligados a París por una vía que no parece cercana a los argentinos instalados en la madre patria.
Por ejemplo, Marcelo Pasternac –argentino en México– escribe un título desolador: 1236 errores, erratas, omisiones y discrepancias en los escritos de Lacan en español (Buenos Aires, Oficio Analítico, 2000). Un ejemplo: Lacan escribe jouis-sens (goce-sentido) que se pronuncia igual que jouissance (goce). Como el libro de Pasternac tiene trescientas páginas, uno puede imaginar que el procedimiento era habitual en el autor. Hasta el momento, los intentos de transferir esos juegos fueron un fracaso.
Por ejemplo, encontré en Oliverio Girondo el término gociferar, que a pesar de condensar el goce, la fonación y el grito, no causó ninguna impresión.
Lacan escribe L’etourdit, y con sólo agregar esa “t” a la palabra francesa l’etourdi (el aturdido, el atolondrado) altera un conocido título de Molière en algo que se terminó por convertir en la traducción en un monstruo semántico: El atolondradicho.
Yo había propuesto aturdicho, ya que nuestra lengua mantiene el “tour”, con su sentido de vuelta, en su pronunciación. Y en este caso se trata de las vueltas de lo dicho, de lo que el lenguaje aturde a cada uno.
No tardé en aceptar que la significación es el uso, cosa que no hicieron Ignacio Gárate y José Miguel Marinas, quienes ya publicaron dos libros tratando de “torcer el destino” (como diría el tango), de seguir luchando contra el conformismo que acompaña la expansión de la enseñanza de Lacan en nuestra lengua.
El primer libro de nuestros autores se llama Lacan en castellano, tránsito razonado por algunas voces (Madrid, Quipú, 1996). Está prefaciado por dos franceses, Jöel Dor y Francoise Bétourné, una dupla muy poética: “Traducir es cosa de transferencia. Dicho de otro modo, de amor… Este libro respira amor por todos los poros de su piel de libro: amor a la lengua francesa, amor del idioma castellano, amor de Lacan, amor de su lengua”.
El segundo libro, Lacan en español (breviario de lectura) (Madrid, Biblioteca Nueva, 2003), está editado por Biblioteca Nueva y es lo que su título anuncia. Pero el problema de la traducción está presente en esta nueva escritura del primer libro ya desde el segundo prefacio de Elise Guidoni, que se agrega al prefacio que vuelven a firmar Jöel Dor y Francoise Bétourné.
Guidoni escribe: “La tarea de traducir a Lacan enlaza cuatro experiencias, la experiencia propia del psicoanálisis, la experiencia y la singularidad específicamente lacaniana, de la marca lacaniana del francés, la experiencia sedimentada de la lengua castellana y la experiencia propia del traductor, que llamaré la experiencia del ‘entre dos lenguas’, que se encuentra aquí elevada al nivel de una experiencia auténtica, original y no servil” (p.11).
De vuelta a casa. La cita anterior introducía por la negación la fantasía de un servilismo que confiesa algo de lo servil que ha sido la traducción de Jacques Lacan realizada por aquellos que se encuentran intimidados por la autoridad del psicoanalista.
La excepción de Tomás Segovia, que entendió que las resonancias “cómicas” de J. Lacan congeniaban con las de Rabelais, es un privilegio para quienes lo leen en castellano.
De mi experiencia catalana quedó un artículo publicado en una revista sobre la traducción de la Universidad de Bellaterra. Rescato de aquel artículo haber subrayado esta observación de Borges: mientras que el traductor sigue escuchando la resonancia de la lengua que traduce, dice, el lector no tiene más que su propia lengua. El traductor se encuentra entre dos lenguas, el lector sólo tiene la propia. Es por eso que las notas a pie de página, que revelan los límites del traductor, lejos de exhibir su conocimiento de la otra lengua y/o las limitaciones de la propia, hablan de cierto fracaso en la operación de traducir.
Y esto dicho por alguien que está convencido de que es mejor leer una traducción antes que un original, cuando se conoce poco la lengua en que está escrito.
Para volver al espíritu del Witz, estoy seguro de que pocos serán los que alguna vez no escucharon decir de alguien que habla un correcto francés y un perfecto inglés. Correcto y perfecto usados siempre de esta manera. Mi explicación es que un inglés deja pasar lo que decimos, mientras que un francés tiene un repertorio de gestos para dar a entender lo poco correcto de nuestro correcto francés.
Pero, como dijo Lacan, cada lengua tiene su propia debilidad mental. Y su genio, digo yo.
Imágenes [en la edición impresa]. Hiroshi Sugimoto, William Shakespeare.
Lecturas. Además de los libros citados, sobre el estilo de Jacques Lacan puede consultarse “Discurso sobre Lacan” en Jean-Baptiste Fages, Para comprender a Lacan (Buenos Aires, Amorrortu, 1973). Y para una visión de conjunto: JacquesAlain Miller, Elucidación de Lacan (Buenos Aires, Paidós, 1998).
Germán García es analista de la Escuela de la Orientación Lacaniana y director de enseñanza de la Fundación Descartes. Ha escrito varias novelas, entre ellas Nanina, Perdido y La fortuna (de próxima aparición).
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