Carrusel

TELEVISIÓN

 

Mad Men, dentro de la historia.

 

Puede que Henry James tuviera razón. Quizás, en una ficción histórica, “los pequeños hechos que se consiguen en pinturas, documentos y reliquias” no alcancen para capturar “lo real”. James era incapaz, sin embargo, de imaginar cuánta realidad puede capturarse cuando una cadena de televisión destina dos millones de dólares por episodio a la producción de una serie de época. La multipremiada Mad Men (ACM) sin duda debe contarse entre las pruebas. ¿Existe una reconstrucción visual más minuciosa de los años sesenta? Pero la serie no se limita al impulso anticuario. Es además un intento de revisionismo histórico, que presenta el pasado con plena conciencia de estar interpretándolo y, mientras consigna detalles precisos, expone preocupaciones –éticas, políticas, ideológicas– propias de nuestro tiempo. El entonces y el ahora se ponen mutuamente de relieve.

Aunque la acción empieza a principios de los sesenta, uno de los aciertos de su creador, Matthew Weiner, es señalar la continuidad de esa década con la anterior: ahí están las madres con sus vestidos acampanados y brushings indestructibles, los oficinistas de camisa blanca y sombrero de fieltro, los convertibles de paragolpes cromados y, sobre todo, los idílicos paisajes de los suburbios. Lo que en ningún momento se nos da a entender, sin embargo, es que nos hallamos en un paraíso perdido. Weiner sugiere más bien que la revolución cultural subsecuente fue posible porque el paraíso era en gran medida imaginario. Las amas de casa, como la serie las retrata, ya estaban desesperadas. Y los respetables padres de familia rara vez vivían a la altura del adjetivo. En la sociedad estadounidense de mediados de siglo se abría una brecha entre una autoimagen de tarjeta postal y una realidad anfractuosa, multifacética y cargada de ansiedades.

El planteo en sí no es muy novedoso. Quizás la televisión no lo haya explorado lo suficiente, pero varias novelas, desde la influyente El hombre del traje gris (1955) de Sloan Wilson hasta Algo ocurrió (1974) de Joseph Heller, pasando por Revolutionary Road de Richard Yates (1961), se han encargado de raspar el barniz del período con una filosa espátula crítica. La particularidad de Mad Men, que transcurre en la ficticia agencia de publicidad Sterling Cooper, en pleno Manhattan, es la de concentrarse precisamente en los profesionales encargados de vender a los demás las imágenes y los objetos con que todos aspiraban a definirse. El paralelo implícito es, como cabe esperar, entre los subterfugios de la publicidad y la hipocresía de una época que se pinta color de rosa mientras oculta sus peores impulsos y deja sin examinar costumbres que van de lo ofensivo a lo tóxico.

En las cuatro temporadas que lleva en el aire, la serie ha ensayado diferentes maneras de subrayar ese paralelo, no siempre con éxito. Uno de sus problemas es la presteza con la que tiende a la condena moral o el didacticismo. La temporada uno, sobre todo, pone a desfilar estereotipos cuyo objetivo principal parecería ser mostrarnos cuán horrendas eran las cosas de aquel entonces comparadas con las de ahora. Sólo en el primer episodio vemos ejemplos de racismo, alcoholismo, sexismo, homofobia, antisemitismo, adulterio y, el súmmum del horror, considerando que estamos en Estados Unidos, tabaquismo generalizado. Hay incluso personajes semigrotescos que, mientras tosen, carraspean y por poco expectoran, niegan que fumar pueda ser perjudicial para la salud. El inconveniente no es sólo que la serie emita juicios basados en la ventaja de la retrospección (“¡qué ignorantes eran en los sesenta!”), sino que los veredictos llegan de manera antidramática. Una caricatura es una condena instantánea. Tiende también a ser enemiga de la sutileza, una contracción de la imaginación narrativa.

Aunque los estereotipos de época abundan, es justo decir que el guión suele mantenerse moralmente imparcial en lo que hace a sus protagonistas. Las subtramas son variadas y rara vez se cae en el reparto folletinesco de castigos y recompensas. Como la mayoría de las series, Mad Men avanza gracias al motor de dos tiempos de conflicto y resolución, pero algunos conflictos duran varios capítulos y otros son atractivamente irresolubles. Las falencias más obvias, en este sentido, pasan por los personajes. Supuestamente envidiables y misteriosos, exhiben a menudo una preocupante delgadez ontológica. Y a mayor protagonismo menor sustancia: la pareja central, Don Draper (Jon Hamm) y su esposa Betty (January Jones), son personajes a los que ni la seductora presencia escénica de los actores resarce de un guión con frecuencia chato y monocorde. Don, insiste la serie, es un ejecutivo brillante, el Shakespeare de la redacción publicitaria. Pero si se insiste en ello es porque casi nunca se lo muestra como tal. “Mi trabajo es destilar la comunicación a sus elementos más simples”, afirma Don. Tan destilada es en su caso, que el guión sólo pone en su boca oraciones breves y gnómicas (“Si no te gusta lo que se dice, cambia de tema”) que, bien miradas, rayan con lo banal. Aaron Sorkin, el creador de The West Wing, hubiera podido darle a Don réplicas matadoras. Weiner, por desgracia, no es Sorkin.

Tampoco la dirección actoral de Mad Men tiene el ritmo de la de The West Wing. Por alguna razón, se le ha instruido a Hamm que espere un segundo antes de pronunciar cada réplica, o de levantarse de su sillón cuando hace falta, o de despegar un ojo si la cámara lo sorprende en alguna cama que no es el lecho conyugal. Supongo que la caracterización quiere transmitir el altísimo hastío de un individuo que está de vuelta de todo. La desafortunada consecuencia es la representación de una mente que anda a dos por hora. Hamm, sin duda, es fabuloso a la hora de ponerse en pose o calzarse unas gafas Ray Ban, y puede que a ningún actor post-Clark Gable le quede tan bien la gomina en el pelo negro; pero su cara no tiene la expresión más inteligente de la tierra. Y a menudo el director le inflige la tarea de mirar absorto el vacío o leer un libro con el ceño fruncido en señal de compenetración. Don Draper, claro, no puede sólo leer: tiene que leer activamente.

Se sabe lo difícil que es dramatizar una idea, un movimiento mental. La serie lo compensa con la dramatización de secretos, utilizando flashbacks para develarlos. Así, el personaje de Don cumple con el postulado general de que la superficie es lo opuesto de la esencia. Don tiene un pasado oscuro: hace unos años se robó la identidad de un soldado muerto para poder regresar de la guerra de Corea. Es un impostor y, técnicamente, un desertor. En realidad, se llama Dick Whitman. Pero hay más. A diferencia del hombre al que le robó los documentos, es el hijo de un campesino paupérrimo y una prostituta, lo que equivale, en la escala de valores que defiende, a alguien nada respetable. La mentira, en otras palabras, sirve para salvaguardar la dignidad social. Pero la serie no investiga la psicología de la mentira: sólo une puntos argumentales, que pasan con facilidad del drama al melodrama.

En parte por esta razón, muchos de los personajes secundarios son intrínsecamente más interesantes que Don, o que su esposa Betty, un personaje tan poco desarrollado por los guionistas como mal actuado por January Jones. (Betty cumple el obligado rol de ama de casa frustrada y algo bovarista, aunque su evolución, de manera bastante interesante, es opuesta a la de Emma Bovary: cuanto más avanza la serie menos simpatía despierta.) Expresa o irónicamente, Mad Men retrata un mundo de hombres en el que los modelos más interesantes son mujeres. Dos personajes (y dos actrices) se llevan las palmas: la secretaria y luego redactora Peggy Olson (Elisabeth Moss) y la directora administrativa Joan Holloway, luego Harriss (Christina Hendricks). A diferencia de lo que ocurre con Don, o con su némesis Pete Campbell, las historias de Peggy y Joan encuentran resonancia en la Historia. Y estas resonancias son algo que una serie puede transmitir con más sutileza que por ejemplo un ensayo histórico, mostrando aspectos contradictorios de los personajes, no sólo momentos representativos.

La trama registra el avance no siempre lineal del feminismo. Peggy y Joan son mujeres fuertes, pero al principio una de ellas tiene que descubrirlo y la otra reina bajo un simulacro de sumisión. Entre las primeras oraciones que Joan le dirige a Peggy, frente a una máquina de escribir eléctrica, está la siguiente perla: “No te preocupes, los hombres que diseñaron este aparato lo hicieron tan simple que incluso una mujer puede usarlo”. ¡Ja! Después le recomienda que se arregle más y muestre un poco las piernas, porque si no nunca va a conseguir marido. Las ironías que flotan alrededor del personaje de Joan no sólo son verosímiles, sino que nos recuerdan que una época es mucho más que un conjunto de roles determinados. Joan, que por un buen rato es la amante del jefe y cuya figura hace que Marilyn Monroe parezca Twiggy, puede verse como la pesadilla del feminismo. Pero es al mismo tiempo dueña de la independencia, la libertad sexual y la lucidez que el feminismo reclamaba para muñequitas como Betty.

Lo que nos lleva a la figura de Peggy. Hasta ahora, ha sido un poco subaprovechada, a pesar de que el cierre de la cuarta temporada le pertenece. Si Weiner y los demás guionistas no se pierden siguiendo a Don, es de esperar que la quinta le dé más espacio; mientras tanto, conviene recordar la curva de este personaje que –tras el vergonzoso episodio con la máquina de escribir y otro no menos perjudicial a su ego en el que por poco se le entregó a Don– tuvo un affair con un colega, quedó embarazada, le dejó su bebé a su madre, obtuvo un ascenso y una oficina (¡un cuarto propio!), pasó a dirigir su propio equipo, empezó a ganar más dinero, se mudó a Manhattan, disfrutó de varias aventuras más y, en los últimos episodios, se codeó con el radical chic del Village. Go girl! Es una historia llena de incidentes, magistralmente contada en tramas breves; acaso no fuera posible en ninguna otra década. Pero aunque el personaje Peggy, como el de Joan, vive dentro de la Historia, no rema ni obstinadamente a favor ni en contra de la corriente: pendula entre la inconformidad y el inconformismo.

Peggy no parece del todo satisfecha, por ejemplo, con la contracultura. Una escena clave tiene lugar en una fiesta llena de hippies, artistas de poca monta, fumones, borrachines de fin de semana y demás tiros al aire, cuando un poeta le pregunta a qué se dedica. “I’m a writer”, dice ella (si no se especifica copywriter, “escritora” puede equivaler a “redactora”). “¿Y qué escribes?” Eslóganes publicitarios. El poeta le responde con una diatriba contra la sucia sociedad burguesa y sus inmundas presiones capitalistas. Pero a los ojos de Peggy, verdes de ambición, la sociedad burguesa no es precisamente sucia. “Tienes tanto, y yo tan poco”, le dice ella en un momento a Don. Peggy no sólo quiere derechos, sino derechos que le den acceso a bienes. Y la serie registra paso a paso cómo va consiguiéndolos. Una mención especial merecen los vestuaristas por la revolucionaria transformación de su guardarropa; en la última temporada, Peggy lleva sistemáticamente maquillaje experto, blusas de seda y tacos aguja, lo que la convierte no tanto en una contemporánea de Betty Friedan como en una precursora de la Carry Bradshaw de Sex and the City. Sí, lo personal es político, pero como notó Virginia Woolf, la primera emancipación es económica.

El ascenso de Peggy ilustra un aspecto sociológico de la entonces flamante sociedad de consumo. Quizás, como propone una novela, en los sesenta “era casi una regla desear siempre más de lo que se podía adquirir […]; se trataba de una ley de la civilización, un dato del que la publicidad en general, las revistas, el arte de las vidrieras, el espectáculo de la calle […] el conjunto de las producciones comúnmente llamadas culturales, eran las expresiones más conformes”. La novela es Las cosas, de Georges Perec, e incluye una crítica implacable de aquella supuesta ley. Mad Men pone a los espectadores en una posición más ambigua, que es a grandes rasgos la posición en la que seguimos estando como consumidores: receptivos a la crítica, pero incapaces de escapar a los desiderata. Y sin duda el éxito de la serie pasa en gran parte por haber creado una imagen codiciable. Hasta sus críticos más acérrimos –y los hay– reconocen que su calidad visual, sus decorados, sus detalles materiales, los ambientes por donde se mueven los personajes, no tienen parangón en la televisión actual. Hay que ser un anticapitalista muy empedernido, por ejemplo, para no apreciar los estupendos trajes de Don o las sillas Charles Eames de su oficina. Mad Men es, en ese sentido, su propia publicidad. Atrae espectadores con la trampa del glamour.

Pero también impugna esa trampa. En el episodio que cierra la primera temporada, Sterling Cooper tiene que idear una campaña publicitaria para un proyector de diapositivas Kodak, que la empresa llama “la rueda”. Tras mucho mirar al vacío y fruncir el ceño, Don lo rebautiza “el carrusel”, una palabra cuyos ecos apuntan claramente a la infancia; más tarde, al presentarle la idea al cliente, ilustra con sus propias fotos familiares cómo la máquina permite circular por la memoria, rememorar momentos felices sin interrupción. La ironía que se nos invita a considerar es que en ese mismo momento la familia de Don se está desmoronando a causa de sus secretos y adulterios. De inmediato se captan las corrientes emocionales, el conflicto intransferible del personaje, el tira y afloje de lo que alguien quiere ser y no puede. Pero después pasa algo más interesante: la ironía se expande. La escena no sólo da a entender que la publicidad promete aquello que la realidad niega, sino además que aceptamos incurablemente la renovación de la promesa.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Ropa, p. 47; Toalla, p. 48.

Lecturas. Mad Men (Estados Unidos, 2007) fue creada por Matthew Weiner y producida por Radical Media, Lionsgate Television, Weiner Bros., American Movie Classics (AMC), U.R.O.K. Productions. Para más datos se puede consultar www.amctv.com/originals/madmen.

1 Mar, 2011
  • 0

    El arte de construir el enemigo

    Silvia Schwarzböck
    1 Jun

     

    Acerca de Fringe y los mundos paralelos.

     

    Los mundos paralelos, como idea-límite para la imaginación humana, han reemplazado al apocalipsis. Desde Second Life...

  • 0

    Teorías del final televisivo

    Jorge Carrión
    1 Jun

     

    Lost y el camino de la teleserie hacia el Más Allá por la fusión total de sistemas narrativos.

     

    En los orígenes de la...

  • 0

    Apuntes de una persona criada por las grúas

    Carlos Busqued
    1 Mar

     

    Diario de un televidente.

     

    1. Hay un libro de David Leavitt que se llama El lenguaje perdido de las grúas. Lo leí hace...

  • Send this to friend