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Persecución

TRADUCCIÓN

 

Pormenores de la mañana de un traductor.

 

A las 7 a.m. suena el despertador y varios dolores post-sesenta me indican que no estoy muerto. Beso a Graciela, me desperezo y me levanto. Todavía es de noche. Una vez aliviado y lavado, echo un vistazo por la ventana para que el cerebro se abra de su cine hermético a la realidad: un gajo de luna sobre techos y ramas desnudas. Como me cuesta hospedarla, porque la conciencia lanza su horda de memorándums y cargos, saludo al sol y mezclo unas asanas de yoga con grosera calistenia. Después salgo a correr veinte minutos, a ver si las células queman azúcar morbogeneradora. No debe hacer más de cinco grados. La rigidez mental se afloja en la calle desarticulada del alba. Paro la oreja a la energía desatada y las sombras de los sonidos, con un zorzal alardeando de primadona, pero de cada cosa que veo irrumpe una palabra termitante: los muñones de los plátanos dicen podar, los tajos rojos en el cielo dicen nublado. Vuelvo escabulléndome entre padres de colegiales. Entonado por las endorfinas, me empapo la cabeza y me siento a meditar, para que la circulación del aire acalle las presuntas ideas, pero el vacío eternamente generador no se hace del todo. Me inyecto insulina, despierto a Graciela y mientras preparo el desayuno calculo cuánto puedo zamparme sin estropear los cuidados. Con la lectura de los diarios, papel y pantalla, se cumplen la participación en el mundo, la presunción de favorecer las causas justas y la barbarie de paladear la tostada ante la foto de cincuenta cadáveres egipcios o el hacha neolítica que han descubierto en Shanghái, porque si algo da este rito laico es un gusto amoral de empezar el día con historias. Pero hoy continúa el cabaret chillón de las elecciones primarias nacionales. En la literatura las cosas pasan muy rápido; en los diarios, la tele y los blogs las mismas noticias se arrastran semanas enteras hacia un desvanecimiento insípido. Es un mecanismo tradicional para implantarlas, al traductor no le cabe duda, y la realidad del ciudadano informado se adapta de arriba abajo al yeso del lenguaje. El candidato Massa dice: “Si no endurecemos las penas de la trata, la violación y el abuso, nos encontramos con que queremos seguir demorando el problema”. No, intendente: el supuesto deseo de demorar el problema (¿no la solución?) no se encuentra; es previo a la decisión de endurecer o no las penas. Y las penas, si hablamos de ley, son a la trata; las penas de la trata son las de las prostitutas, con las que nunca va a empatizar el que desdeñe las preposiciones. La crónica sobre un accidente empieza con un “Escuché el teléfono”, que electrocuta las finas distinciones perceptivas que pueden hacer las redes neurales. Un titular de Clarín encuentra los “Primeros vestigios de una pelea por la candidatura de 2015”, como si una elección futura fuese una ciudad sepultada. Mucho, me entero, “viene sucediendo desde hace años atrás”; nada, por suerte, desde hace varios años adelante. Suficiente. Munido de mate y fruta, subo a ejercer de deshollinador de la lengua; con una escala en el excusado, como Leopold Bloom.

En mi altillo idílico, el papelerío vario, libros de todo género y postura, mamotretos de referencia, dosieres, recortes de prensa, facturas, libretas, es el retrato de un desarreglo mental que el oficio sabe instrumentar para sus fines. Lenguas, gramática, hermenéutica, ejecución, orden de los componentes, argumentación, sucesiones y sincronías, tonos, trayectos, criaturas, culturas, técnicas, lugares: la traducción me ha pautado la vida en una suerte de nomadismo sedentario. Nueve y diez. El original va a sostenerme mejor que una costumbre.

El libro es I Love Dick, una novela de la estadounidense Chris Kraus, cineasta, videasta, performer, profesora de cine en Suiza y de escritura creativa en San Diego, editora de Semiotext(e); una vanguardista temeraria que impulsó un feminismo herético, animó la escena experimental neoyorquina de los setenta y, en tiempos de Reagan y el yuppismo, vio morir de amargura, sida o suicidio a muchos amigos suyos de talento inoportuno. He mirado fotos en la web: temibles ojos claros de judía; un menudo volcán de energía práctica. La novela empieza la noche de 1994 en que Chris Kraus, cineasta con un proyecto encallado, y su marido el profesor Sylvère Lotringer cenan con el conocido y algo misántropo crítico de arte y teórico cultural Dick y toman unas copas en la casa de él. Chris va a cumplir cuarenta. De vuelta en el hotel, dice que se enamoró de Dick. Para que prospere un sentimiento que la saca del letargo espíritu-sexual, decide seducirlo. Sin empacho, le deja llamadas en el contestador, le envía faxes y lo bombardea con algunas de las cartas complejas y descarnadas que escribe, muchas a medias con Sylvère, que lo toma como un juego de solidaridad con ella. Dick jamás contesta. El proceso, con incidentes y un par de ambiguos encuentros fugaces de los tres, termina cuando ella decide separarse. Fin del patetismo. En la segunda parte Chris se obstina sola en persuadir a Dick de que un tipo inteligente como él no puede fingir indiferencia ante tan brutal ataque del deseo de otro (otra). A mí, la veleidad juguetona de esa pareja libresca me repugnaba un poco; ahora admiro la valentía de Kraus –porque los tres personajes son reales– y la vehemencia por tocar fondo. ILD es un libro pleno de situaciones cambiantes, sentimiento terco, síntomas, manía, retratos generosos y venganzas, de arte, literatura e imaginación analítica, de paisajes, esnobismo y dolor: la experiencia de una mujer que destroza su personalidad y la expone impúdicamente sin escatimar enfermedades ni sordidez, porfiando por rehacerse en una escritura en primera persona veraz. Qué suerte: es importante que este libro se lea en castellano. Pero lo único que la vibrante editorial Alpha Decay consiguió del agente es un infecto pdf de pruebas sin corregir. Me lo paso detectando títulos inexactos, nombres mal escritos, inconsecuencias temporales, diferencias de número gramatical; pero Kraus reparte su abundancia en una prosa fina, desenvuelta, jovial: un peligro para el traductor. El mero título ya es un aprieto: aunque quise ponerle Me encanta Dick, ya que Dick es no sólo el diminutivo de Richard (origen germánico; significado: “rey poderoso”), sino también polla, pija, etc., me conformaría con Quiero a Dick pero la editora pide que me incline por Amo a Dick, que es pertinente pero me incrusta en esa delicuescencia culebronera que exclama tanto “Te amo” como “Amo el helado”. Igual allá voy, expectante porque, como suelo hacer para agregar interés, no leí todo el libro. Hoy Chris, después de estrellarse dos años con la mudez de Dick y de haber cruzado Estados Unidos en unas semanas, maneja (conduce) rumbo a una cita crucial que él le ha concedido en su recoleta casa de Antelope Valley, California. Leo: The story of Route 126 reads like a secret story of Southern California. It runs West into Ventura Country from Valencia, a former Indian burial ground. Uf, ese it de la segunda frase designa route, cuando el sujeto de la anterior es the story. Voy a infringir la norma castellana; adhiero más a la idea de alterar el idioma de llegada con formas ajenas que a la de forzar el original a una naturalidad autóctona; hay que rascar la corteza. Además, quizá sea el cuento el que corre, junto con la carretera. Para más, acá decimos ruta, claro; pero traduzco para España. Así que: El cuento de la carretera 126 se lee como una historia secreta del sur de California. Rumbo al oeste desde Valencia, entra en el condado de Ventura, en otros tiempos un cementerio indio. Doy un paseíto googliano por el condado de Ventura. Me acuerdo de que hace muchos años, cuando traducía a máquina con la copia en carbónico que me exigían, corregir era tan engorroso que pensaba el párrafo en conjunto, algo esencial si por ejemplo eran párrafos de Harold Brodkey. Así desarrollé un golpe de vista que ahora, que en la pantalla es tan fácil enmendar sobre la marcha, me permite montarme en la frase como un ciclista con canasta, corrigiendo la dirección con manubrio, un poco de freno y cambios. Uno siempre está en medio de una frase; y entre lo que ya escribió, y es pasado, y el descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexorable es la fatiga del oficio, pero también la dádiva. El tiempo pasa en períodos gramaticales de una mente que se ha vuelto transporte. A la vez, entre cada término y su traducción el referente se desdibuja, o más bien se amplía, y como en las metáforas segrega algo más. Traducir es cometer fatalmente una anexactitud – así dice Deleuze– fecunda tras otra; pero, entregado a la sucesión de frases, al rato uno ya no sabe quién las está cometiendo. También compone, visto que el ritmo de una prosa está en el orden de los componentes de la frase, y el ordenamiento de las frases es distinto y característico en cada idioma. A la vez uno escucha una historia y aprende, aprende. En realidad es la mezcla de atención, reflexión, entretenimiento y abandono al ritmo la que escande, no el tiempo sino la frase que se obtendrá una vez distribuida la carga. En la desmesurada carta que le escribe a Dick mientras viaja a la cita, Chris alterna el relato de un viaje a Guatemala, el genocidio y la lucha de una periodista neoyorquina casada con un dirigente indio –lo asesinaron– con recuerdos de un programa de arte feminista de 1972. De golpe tropiezo. Artists in the program wanted, according to Faith Wilding, to “represent our sexuality in different, more assertive ways”. “Cunt” signified to us an awakened consciousness of the body. Escribo Según Faith Wilding las artistas del programa…, y tardo unos segundos en optar por coño. No es que la palabra me arredre, y tampoco que me apene ceder. He vivido dos décadas en España, cuatro en Argentina y he oído centenares de doblajes a muchas variedades del español, así que tan natural me resulta coño como concha, chocho o mamey. Qué precioso es el idioma. Pero me pesa la sombra de la traición a la localidad, un cargo que se ha sumado a la histórica vileza del tradittore. Cuántas veces oigo a enteraditos rezongar porque leen chaval o gilipollas o cerilla. Ya podrían entender que las diferencias insalvables entre formas locales no son de léxico. La concepción de un mundo local está inscrita en la entonación, la prosodia, en los usos de los tiempos verbales y los pronombres demostrativos, en el montaje de la frase. La diferencia es entre ¿Ha traído usted un mechero, Ailín?, con inflexión en mechero, y Ailín, ¿usted trajo un encendedor?, con acento suspicaz en “trajo”. A lo sumo, entre nuestro fluido Luis debe estar ahí y el correcto pero adiposo debe de estar allí. El ochenta por ciento de los coloquialismos son tan vanidosos como efímeros. Mi ilusión no es el ya descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones, si lograse colársela a un editor, porque a fin de cuentas el contexto aclara sentidos, el oído del menguante número de lectores está habituado a argots diversos y sobre todo porque, si bien las variedades regionales difieren cada vez más, los vínculos de cada traducción no son con una identidad cultural basada en localismos sino con la lengua politonal creada por la historia y el corpus de las traducciones; y es ahí donde la riqueza de la tradición se deja revolver por las novedades y contravenciones. Las lentas metamorfosis de ese tejido, hecho de cuidados, rigor, fracasos, escrutinio, rabia y amor, son la mejor posibilidad de que el español vuelva a ser la lengua franca de desarraigados que fue en origen. También de que mantenga la densidad histórica de las palabras, la sintaxis pragmática y la plasticidad que hoy pierde para reducción de los matices de lo real y creciente impotencia imaginativa e inopia del usuario. No es lo mismo tocó su hombro que le tocó el hombro, ni que se tocó el hombro. No es lo mismo malicia que perversión. Fascismo, nazismo, populismo y autoritarismo son fenómenos diferentes, como lo son la ambición, la pretensión y la codicia, un despistado, un incauto, un papanatas y un pelotudo. Algo mucho más político se juega en estos detalles que en importar un coño. Y, políticamente, en todo caso, el problema no radica en qué es lo culturalmente auténtico y acaso liberador, sino que la corrección venga impuesta por una alianza entre la Real Academia y los grandes grupos editoriales españoles que a través de instituciones truculentas, como la Fundación del Español Urgente, quieren dictar las normas que aseguren la preponderancia de la industria centralista sobre la bulliciosa hueste de pequeñas editoriales latinoamericanas y españolas. Aceptaremos todas las contaminaciones si son mutuas; pero exigimos que cada país pueda elegir qué libros traduce, obtener los derechos, distribuirlos en toda la geografía del idioma.

Suena el teléfono. Es una promoción. Vuelve a sonar y atiende Graciela. Vuelve a sonar. Es la contadora, que me pide datos para la recategorización del monotributo. Así no se puede. Anoto: limpiar los quemadores de la caldera. Pero no conviene exagerar la autoficción. Llamar a mi hija, hablar con un amigo, descargar la vejiga; uno no se pasa todo el tiempo trabajando.

Las 11.30. Para Chris, las 8.05 p.m. ya, y Dick la esperaba a las 8. Cuando al fin deja la carretera 126 en la salida a Antelope Valley siente unas ganas terribles de orinar (¿o mear?; ya veré). I didn´t want to have to do it the moment I walked into your house, how gauche, a telltale sign of female nervousness. Estas frases con sintagmas yuxtapuestos me huelen mal. Probemos: No quería hacerlo… No: No quería tener que hacerlo no bien entrara a tu casa, vaya torpeza (para no repetir que), un signo delator de nerviosismo femenino. Desde la escalera Graciela pregunta, ¿Cómo? No, nada, hablaba solo. Es que constantemente digo las frases en voz alta, sin percatarme, y me lo apruebo pensando cuánto de oración tiene este trabajo. Más: la oración, la lectura constante en voz alta o en silencio, un uso de las horas que no es del mundo pero obedece a una regla, la pertenencia a una especie de cenobio disperso, la atención concentrada en cada acción pequeña o grande (“como el herrero que golpea el metal”, dice Basilio) lo acercan bastante a los “deberes del oficio” del monje. Un ascetismo inmerso en la palabra. La fusión de tiempo y vida en operar con el lenguaje. Qué fantasía. Porque conviene no olvidar que la espiritualización de la obra de manos, como cuando se compara traducción o rezo con herrería, sería una precursora de la ascesis protestante del trabajo que en versión secular es el capitalismo. Es cierto, Max Weber, no puedo esconder que trato de apurarme. Tengo que hacer no menos de ocho páginas si quiero que la jornada rinda. Hay que sudar tinta más horas si quiero comprarme tiempo para escribir. Trabajaría más cómodo para Argentina (usaría coger en vez de follar) si pudiera llegar a fin de mes con las infamantes tarifas argentinas. ¿Tendré que admitir que todo se reduce al dinero? Bueno, si bien el trabajo del traductor transcurre en un tiempo reglado, homogéneo, una vida no es una sucesión de unidades discretas: uno muere y renace, mueren y nacen otros, hay accidentes, hallazgos y fiesta. Hay una economía no restringida dentro de la cual escribir es un lujo gratuito, ¿no lo dijo Bataille? Cierto también que dejar de escribir sería el lujo máximo, el verdadero triunfo sobre el tiempo y el yugo de tener que ser alguien.

Chris, que ya en casa de Dick empieza a emborracharse ante la impavidez de él, comprende que no es muy seductor explicarle una idea que tuvo investigando una huelga de obreros de la Coca-Cola en Guatemala. Topo con el verbo rant on y tengo que buscarlo por milésima vez: es uno de esos barrancos insondables de la memoria; un lapsus repetido. Para abreviar, busco en Word Reference. Mientras leo perorar y valoro si en el contexto no es mejor despotricar, desde la banderola de la página me asalta la foto del candidato a senador Daniel Filmus y en seguida la de la candidata Gabriela Michetti, que desde izquierda y derecha practican por igual la adulación del pueblo argentino, o la gente. La discusión de rant on en el fórum de WR contiene mucho entusiasmo afable, sed de contacto, poco saber y menos puntería. Esto me pasa por no ir directamente al Oxford. Mi trabajo se ha acanallado (y ahora encima está desprotegido, porque suena el teléfono y es una encuesta; corto). Cierto que antes (¡antes!) había que repasar trescientas cincuenta y cuatro páginas para corregir todas las apariciones de una palabra mal traducida, lo que ahora hace el buscador. Había que manipular diccionarios mamotréticos y pasar horas en la biblioteca confirmando referencias. Internet ahorra todo eso, y por añadidura posibilita tours de conocimiento instantáneo. Después se manda el archivo y listo. Pero en el mundo online las editoriales, como casi todo empresario y/o consumidor, multiplican el vértigo de la programación, la ansiedad y el apremio, y lo que se ahorra en manejo de papeles se pierde en distancia lúcida con el texto. Y no es que ahora gane mejor. Lo que tengo es posibilidades de ubicuidad, una memoria mil veces más poderosa que la mía; como dice Michel Serres, una imaginación equipada con millones de íconos y programas que razonan lo que yo nunca podría. Tengo una cabeza objetiva en las manos, en el teclado de la computadora, en el celular, y puedo desalojar información de mi cabeza, lo que por otra parte podría favorecer la vía zen hacia la comprensión de que la realidad es el vacío y el vacío es eternamente generador. De hecho ya soy otro; una simbiosis cerebro-máquina con la mente fuera de mí; una interfaz. Si se corta la luz me vuelvo un discapacitado. Los libros habrían debido convencerme de que una cabeza bien hecha es preferible a un saber acumulado. Pero traducir alienta la curiosidad, y todos los días corroboro que la buena condición de una cabeza depende de lo que aporte el lenguaje. Mientras, la civilización, digital o analógica, sigue atada al formato página. En mi economía, cada página es una cifra.

A las 12.40 estoy bien sumido en la novela. Ya unas páginas después, Chris le cuenta a Dick que abandonó a su marido. Hmm, dice él; me lo esperaba. Para llenar la vaguedad, ella vuelve a parlotear sobre la emergencia del terror en situaciones de conflicto; pincha a Dick con la superioridad de los estudios de casos sobre las generalizaciones teóricas. Agotados los temas, él la mira fijo. —¿Qué quieres?—. Una pregunta directa teñida de ironía. En esto una languidez ansiosa en el diafragma me susurra a mí que me está bajando el azúcar. Arranca la taquicardia. El sudor frío. Me levanto temblando, agarro el tazón de fruta y la devoro, sentado de nuevo, obcecado en avanzar una línea más, a los tumbos entre adjetivos y desconsolado de que Chris diga I want to sleep with you. I want us to have sex together. Es que “tener sexo” es una expresión absurda y rústica, que empapó toda la lengua desde el reino del spanglish y cuya sola virtud, pienso, es haber señalado cuán mojigato es “acostarse”, no digamos ya “hacer el amor” en una situación como la de este libro. Querría inventar un giro a la vez lúbrico y moderado, lograr que se naturalizara como el inglés have sex. “Hacer sexo”, tal vez, pero no va a colar. No. Ya que Chris ama a Dick, como obliga el título, negocio falazmente un Quiero que hagamos el amor.

Algo me zumba en la cabeza y antes de seguir reviso unas cinco páginas. Cambio carreras de coches preparados por carreras de coches trucados, orgulloso de mi memoria bidialectal. Repongo una línea que me salté. Atravieso la plétora de realidad que Kraus abarca en el relato: detalles de cuadros de Kitaj, efectos colaterales de antidepresivos, cómo meter el contenido de una casa en un guardamuebles, escenas de infancia en Nueva Zelanda y de acoso humillante por un profesor de antropología, las fotos hirientes de Hannah Wilke, usos y miserias del maquillaje. Me obligo a hacer una pausa. Hay libros que concentran y libros en expansión incesante. Parado ante la ventana, veo que la aguja de la iglesia de San Patricio, reminiscencia de Irlanda y de curas argentinos desaparecidos, pica el cielo helado, lo astilla, y que en cada cristal pululan miríadas de asociaciones que disparó la cabeza abarrotada de Kraus hasta que el conjunto echa a rotar, estremece un ciprés y a medida que el movimiento se realimenta me abduce a un ámbito sintético donde las botas que dentro de una página Dick le sacará a la hirviente Chris y el mate que tengo en la mano son signos de una mnemotecnia que representa el universo entero. Ah, Giordano Bruno, traducir es la entrada al infinito múltiple y uno. Pero suena el timbre. Bajo a abrir. Es el medidor del gas. Una vez arriba de nuevo, leo que Chris reflexiona: qué autorreferencial es el delirio. Y a poco de seguir me encuentro con steep y disgustado con mi memoria voy al diccionario para encontrar, entre otras, escarpado. En los dos últimos años debo haber traducido steep como abrupto, empinado, escabroso, pero para dar con la mejor palabra necesito auxilio. Nunca indagué francamente en el significado psicológico de estos innúmeros resbalones en mismas piedras. Más que el trauma o la represión oculta me irrita perder el tiempo. Pero cuántas palabras preciosas se desvanecen por ahí hasta perderse. Por eso conservo desde hace treinta años un cuadernito donde fui y sigo haciendo obtusas selecciones de lunfardo, españolismos, americanismos, y de tecnicismos, desde la pesca hasta la astronomía, y de giros oídos a mis tías o a los borrachos del barrio del Raval, y de hallazgos del venero de la literatura, todo cada vez más confundido. Palabras precisas de una falsa opacidad, grimorio, arúspice, afelpado, palabras del álbum de la melancolía, canillita, cachada, cenizo, palabras que la comunicación servil me sepultó en el sistema implícito de la memoria: como escarpado. Así el tiempo segmentado se disuelve en la realidad de la duración continua. Pero ya las diligentes funciones del cerebro pasan de los ganglios basales a la corteza temporal media e invierten su esfuerzo en dos páginas más. Dick le vuelve a preguntar a Chris qué quiere. Ella dice que acostarse con él. Dick le demuele la visión de placer preguntándole: Why? Es una pregunta no ilógica pero ruin. Chris recuerda haber leído un manual de etiología de la esquizofrenia que enumera seis formas de volver loca a otra persona. Apocada, contesta que pensó que lo podrían pasar bien. Él asiente y le pregunta si trajo alguna droga. Y entonces: I was prepared for this. I was carrying a vial of liquid opium, two hits of acid, 30 Percocet and a lid of killer pot. Aprendo en la web que el Percocet es un analgésico narcótico muy adictivo compuesto de oxicodona y acetominofén. ¿Pero tendré que poner ampolla o frasquito? ¿Y una yerba, una hierba o una maría? ¿Letal o matadora? Ya no debería seguir ocultándome que quizás no tengo gran fe en la eficacia o la factibilidad de la traducción. Lo hago porque me sale con cierta facilidad, porque me sienta al carácter más que el periodismo o la enseñanza, porque no tuve la paciencia de estudiar bioquímica y por tozudez. Finalmente se consuma, y Chris piensa: Sex with you is so phenomenally… sexual, and I haven’t had sex with anyone for about two years. Lo que, como un copista apresurado, altero levemente: El sexo contigo es fenomenalmente sexual; y yo que hace dos años que no me acuesto con nadie. Bastante adecuado a la idiosincrasia coloquial del estilo Kraus. No sé. Lo bueno de traducir es que uno se carnavaliza. Pero en estos momentos de tribulación se aconseja parar. Las 14.35. Hay que comer. Como todo empleado de la industria, por especializado que sea.

Me acuerdo, sin embargo, de que a los diecinueve años, con un inglés esencial y mucho diccionario, traduje durante días un poema de Dylan Thomas porque la música me había embobado, porque Thomas animaba al padre agonizante a luchar contra la muerte de la luz, por necesidad de apoderarme del alma de los versos; por ver si podía musicalizarlos en mi idioma. Así que en el comienzo la literatura surgía en mí indivisa, indiscriminada. El mismo egocéntrico que se apropiaba de ese poema quería poner en el mundo un pedazo de su jactanciosa visión. También compartirla, es verdad. Muy pronto el afán de distinción y la imaginación, que es tan independiente, dividirían las tareas, y la identidad se inclinaría por el lado presuntamente más aventurero. Sí, pero ¿no es también más amable, enriquecedor y hasta generoso traducir un texto ya organizado que traducir el desgobierno de la propia y promiscua cabeza? No sé. El traductor profesional escribe con la seguridad de que van a publicarlo. El escritor toma la palabra por su cuenta. El traductor tiene el privilegio de un uso público de la palabra. Doble responsabilidad. Por eso duda. Sólo que con esta dieta diaria el espesor semántico de las palabras termina cobrando una fosforescencia tenebrosa, amenazadora, como de esqueleto de tren fantasma al borde del descalabro. Lo que lo convierte en cuerpo vivo es la luz del latín. Un poco da risa, pero uno puede llegar a vivir en una fiebre de juegos de lenguaje, y por desgracia no es Wittgenstein.

En el almuerzo, la charla matrimonial de cuentas y tareas comunes y obligaciones y chismes recae en la palabra común. “El argumento de Crespo adolece de un dato sustancial”: ese periodista no sabe que adolecer no es carecer sino padecer. La presidenta se obstina en estropear su oratoria de reformadora pujante con chistecitos cuyo significado no parece sopesar. “Como dijo Jack, vamos por partes”. Tuitea, en voseo, que “se quieren llevar puesto el país”. “Very grosso”. ¿No se da cuenta de que esa simpatía nociva obedece al mismo régimen que la de los que se desviven por defenestrarla? Y con ella a nosotros, que tuvimos la impudicia de apoyar sus reformas. Así la historia nos derrota cíclicamente sin que el oído tome gran conciencia. La crítica de arte PQ sostiene que “una ansiedad reverbera en nuestro corazón cuando el atisbo de una revelación asoma el hocico”. Ah, la creatividad argentina. Todo está mal ahí: el verbo reverberar, que un atisbo asome, la rima interna. La traducción de una novela alemana ignora que si el pasado de un pasado no se expresa en pluscuamperfecto la historia se almidona; como leen demasiadas traducciones estándar, muchos escritores tampoco lo saben. De golpe me veo embutido en el escuálido repertorio público del insulto: qué manga de ñoquis, qué ladrones. Me siento desnucado por el garrote vil del idioma 2013. No se nos ocurra levantar el dedito, dice Graciela. Sí. Pero mientras tanto la traducción es un amparo para lo único que cualquiera puede lesionar impunemente. Si una gran tarea política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la lengua, qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata de razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y palabra. Cómo me doy cuerda. El problema no es que la escoliosis sintáctica o el vocabulario mísero y errado nos impidan entendernos. El lenguaje todo es el elemento del malentendido. El problema es que creemos entendernos y algunos se piensan que hablan claro. “La duda, en tanto que gran don moral que el hombre podría agradecer al lenguaje y ha despreciado, sería la inhibición salvadora en un progreso que conduce al final de la civilización a la que cree servir”. Esto avisó Karl Kraus en 1932, y a poco se soltó Hitler. Dentro de un rato voy a rectificar todo lo que en la ducha me haya dado cuenta de que hice mal. Como confundir propano por butano, que no son el mismo gas. Esta noche, si vamos al cine, analizaré los subtítulos como un forense, y tal vez encuentre un giro que me venga de perillas. Mientras, acá se ha largado a llover. Antes de volver al trabajo, un cigarrillo que ayude a cambiar de tema. Para esto la traducción es utilísima a su entrópico modo. ¿Vos sabías qué es el Percocet?, le pregunto a Graciela.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Mariela Scafati, Pinturas de memoria, 2012, 12 pinturas, acrílico sobre madera, 120 x 200 cm.

Lecturas. Amo a Dick, de Chris Kraus, será publicado estos días en España y distribuido en América Latina por Alpha Decay. La cita de Karl Kraus es del artículo “La lengua”, incluido en “La Antorcha”. Selección de artículos de “Die Fackel”. Al cuidado de Adan Kovacsics (Barcelona, Acantilado, 2013). La influencia preponderante de las traducciones en muchos momentos de la literatura no se detiene. Basta atender a la cantidad de novelas en español de las tres últimas décadas modeladas por el Bernhardt de Miguel Sáenz. La mitad de la poesía argentina actual está impregnada por los poetas anglosajones que Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich han traducido para Diario de Poesía. Y me consta que ninguna obra de los muchos narradores que leyeron El curso del corazón, de M. John Harrison (Barcelona, Minotauro, 1996) dejó de acusar el efecto de bruma y desasosiego psicofísico que emana de la traducción de Andrés Ehrenhaus.

1 Sep, 2013

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