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El mundo devenido máquina de vigilancia ha generado, para supuesto beneficio de unos pocos, un microcosmos parcialmente clausurado sobre sí mismo, el de los barrios cerrados del Gran Buenos Aires. Detrás de sus vallas resulta ostensiblemente fácil desconectarse, no ya de la realidad (esa zona difusa en la que los hechos se transforman en verdad enunciada por los medios), sino del contacto con un otro en tanto ser vivo inmerso en un entramado social. Almas ardientes, la nueva obra de Santiago Loza con dirección de Alejandro Tantanian, ocupa el anfiteatro de la sala Casacuberta del Teatro San Martín, que se convierte en cámara de eco de las voces de nueve mujeres, habitantes de una de estas urbanizaciones, durante los días del estallido de la crisis de 2001. Recortadas contra la figura del desastre, cada una se aboca a buscar una distracción cuando a su alrededor un mundo al que le dan la espalda parece desmoronarse. En esa superficie nadan entre el miedo de saberse solas y la búsqueda de un diálogo que retorna en forma de silencio. “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, le dice Ilsa a Rick en Casablanca; sólo que en Almas ardientes no parece haber algo parecido al amor, apenas ese derrumbe que quizás las roza tangencialmente, protegidas como están por los alambrados que las separan de ese afuera que las amenaza desde la televisión, que las aterroriza en el bullicio de las masas en su avance hacia la ciudad en llamas. Si el amor se ha ausentado con aviso, ¿qué queda en su lugar? Esta es una de las preguntas que planea en la puesta. Porque este grupo de mujeres no tiene a un Rick que quiera sacrificarse por ellas; los hombres son antes una presencia fantasmal que un ser al que aferrarse: el masajista, el jardinero, el joven en la pileta son presencias sin voz en las que cada una a su turno busca refugio.
La puesta de Tantanian redobla la apuesta del texto de Loza, en un acercamiento que escapa a cualquier forma de naturalismo, insertándose en un punto intermedio entre la piedad y la parodia. Atrapadas por la banalidad y el sarcasmo, las mujeres viven su soledad con un arsenal de rituales que parecen extraídos de la televisión: su microcosmos pide ser visto desde una ventana que enfoque una escena perfecta, aunque regresa como esas partes de sí mismas (sus dolores, sus deseos, sus temores) en la amenaza que les llega a través de imágenes en los medios como fotos del ocaso. Del amor, como ya hemos dicho, parece no quedar nada: “mi corazón es una góndola” canta uno de los personajes en una cumbia que entremezcla consumo vano y la puesta en venta de sí misma. Una posible respuesta será la magia que las une en una ceremonia colectiva cuando las almas corren el riesgo de perderse. Esa es una posibilidad cierta, pero lo que quedará para el espectador es un momento de mágica comunidad teatral, acompañado de un elenco de actrices que consiguen el prodigio de no opacarse entre sí a lo largo de dos horas. Algo —estas nueve mujeres y la dupla Loza/Tantanian— habrán hecho.
Almas ardientes, dramaturgia de Santiago Loza, dirección de Alejandro Tantanian, Teatro Municipal General San Martín, Buenos Aires.
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