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Bailarinas incendiadas

Luciana Acuña / Alejo Moguillansky

TEATRO

¿En qué se relacionan la construcción de un teatro decimonónico europeo, una santita pagana de Santiago del Estero y la música electrónica? En principio, en nada; y sin embargo, la obra de Luciana Acuña logra fundir y hacer arder lo impensable, los materiales más dispares, aquello que a priori parecería no tener nada en común. Desde la dirección, la dramaturgia (junto a Alejo Moguillansky) y la coreografía (cocreada con Carla Di Grazia), Acuña, cual Prometeo, les roba el fuego a los dioses y convierte lo humano en una épica a fuerza de buenas ideas. Como una enorme marquesina destella la firme convicción de que bailar es tan sólo eso, puro movimiento y —boutade obliga— movimiento puro; pero que, al mismo tiempo, es mucho, mucho más.

Y, entonces, esto que nos interpela, ¿es teatro o es danza? ¿Es, quizás, una performance o una rave? ¿O, en definitiva, lo es todo y es una fiesta de los sentidos? La obra cuenta historias del siglo XIX sobre mujeres (una inglesa, otra francesa, cuatro hermanas en Filadelfia e incluso una argentina) que se prendieron fuego mientras bailaban a causa de la combinación letal de sus ropajes inflamables y las lámparas de gas que se utilizaban para iluminar las salas teatrales. Bailarinas incendiadas convierte la originalidad del tema en un motor narrativo, en un dispositivo de goce constante del poder del relato. Además, porque estas bailarinas prefirieron inmolarse antes que dejar de actuar, es también una suerte de declaración de principios tanto de los personajes como de los mismos intérpretes.

El espacio donde transcurre la acción no tiene claras delimitaciones. No es más que un rectángulo en cuyos extremos se enfrentan dos cabinas de sonido y luces. Con apenas algunas sillas para los espectadores, la mayoría de ellos optan por permanecer parados o sentados en el piso. En este lugar sin lindes, cuando la pantalla señala el entreacto, los espíritus de Emma Livry, La Telesita, Clara Webster y las hermanas Cecilia, Ruth, Abeona y Hannah Gale son invocados. Y así, en el fragor del baile, como si de una celebración primigenia se tratase, por algunos momentos, artistas y público se confunden, se entremezclan en la libertad de la danza sin reglas mientras suena como un himno Believe, de Cher.

Es así que desde el comienzo todo se vuelve movimiento: los intérpretes y su público, sí, pero también las luces, los textos proyectados (escritos por Mariana Chaud y Alejo Moguillansky), las canciones y los instrumentos tocados en vivo. Enfundados en tutús románticos y haciendo carne la conjugación entre lo clásico y lo moderno, Carla Di Grazia, Tatiana Saphir, Agustín Fortuny, Matías Sendón y Luciana Acuña —performers de maleabilidad vaporosa— toman la escena, la dominan, la forjan a su gusto. Sus desestructurados cuerpos narran, bailan, saltan, reptan, se convulsionan y se mueven hasta prenderse fuego.

Entre anécdotas sobre la Ópera de París o sobre las distintas ubicaciones del Teatro Colón; entre hijas ilegítimas y nobles ricos; entre recortes periodísticos o científicos, solos de piano y poemas; los feminismos, el rigor de la disciplina y el arte se cuelan sin esfuerzo ni necesidad de subrayado. Y el humor…, el humor siempre presente como guiño a los espectadores está por todos lados: en los textos que se leen en la pantalla, en el pas de cinq de El lago de los cisnes, en la coreografía absurda de dos reflectores.

Poco importa si es en la quietud o pleno desplazamiento, en medio de la danza o con el más mínimo de los gestos, la expresividad refulgente de los cuerpos de estos artistas expone un despliegue físico, dramático y hasta poético. Obra incandescente, esta invitación al baile es una oportunidad gozosa de volver a la fiesta dionisíaca, cuna y madre de lo teatral.

 

Bailarinas incendiadas, dramaturgia de Luciana Acuña y Alejo Moguillansky, textos de Mariana Chaud y Alejo Moguillansky, dirección de Luciana Acuña, Arthaus, Buenos Aires.

13 Feb, 2025
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