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Los muertos que despiertan las poderosas obras de Ibsen no tienen paz y seguirán entre nosotros. Un enemigo del pueblo, Casa de muñecas o Espectros son obras que elaboran y dan cuerpo a las contradicciones de un mundo que, en muchos aspectos, es todavía el nuestro: el de la cultura patriarcal, el del progreso arrasador impulsado por la reproducción del capital como motor y fin, el del padecimiento subjetivo por imperativos sociales, económicos, morales o religiosos. Como si hubiera buscado acaso escapar de la pesada etiqueta de “dramaturgo estudioso de los grandes conflictos sociales”, en las obras de su última etapa, Ibsen realiza un giro hacia el simbolismo y retoma tópicos románticos de su juventud, como la oposición arte-vida o lo sublime inalcanzable como destino de la búsqueda artística.
Cuando nosotros los muertos despertamos, la última obra que escribió el autor noruego, forma parte de este grupo. El director Rubén Szuchmacher la lleva a escena en la bella sala principal del Teatro Nacional Cervantes. A partir de la traducción de Cristian Kupchik, la adaptación de Lautaro Vilo y el propio Szuchmacher plantea una precisa y cuidada versión del texto ibseniano. El trabajo riguroso de todo el elenco (Horacio Peña, Claudia Cantero, Verónica Pelaccini, José Mehrez, Andrea Jaet y Alejandro Vizzotti) le da forma, fluidez y matices a un texto cargado de conceptos.
De vuelta en su patria, el famosísimo escultor Arnold Rubek descansa y se aburre en un balneario noruego junto a su joven esposa Maia. En el lugar, pronto aparecen el cazador de osos Ulfheim, que entablará amistad con Maia, y una enigmática mujer acompañada por una monja-enfermera que la cuida. La misteriosa mujer resulta ser Irene, la modelo que posó desnuda durante años para la creación de la obra más grande del artista: El día de resurrección. Irene afirma que está “muerta” en vida, que fue asesinada por la indiferencia de Rubek, a quien ella entregó su alma para la creación.
La puesta en escena de Szuchmacher dispone tres nítidos momentos escenográficos y dramáticos: el primer acto en un exterior del albergue, el segundo en un bosque con colinas y el tercero en la alta montaña. Un fino telón de gasa o tul separa el escenario del público y dota al conjunto de una atmósfera extrañada, de ensueño. Cada espacio es definido con pocos elementos y signos: unos practicables ascendentes e irregulares, hojas secas, las siluetas abstractas de unos árboles, un mirador en lo alto, unas cumbres esbozadas con la luz sobre el telón de gasa (gran trabajo de Jorge Ferrari en el diseño escenográfico y de Gonzalo Córdova en la iluminación).
Maia se entrega a la aventura de cazar en la montaña con Ulfheim, mientras Rubek se da cuenta de que no aguanta más su vida ociosa junto a su esposa y asciende a la montaña con Irene para reencontrar el sentido de su trabajo artístico y de su propia vida. El personaje de Irene se mueve entre el desquicio (Maia comenta que alguna gente del lugar dice que Irene está loca) y lo metafórico; se refiere a la gran obra de Rubek como “nuestro hijo” e insiste con que tanto ella como Arnold ya están muertos. El sacrificio desgarrado de Irene y el ansia de libertad y pasión de Maia producen un contraste perturbador con las engoladas reflexiones de Rubek sobre la creación artística, lo vuelven un poco patético y engreído. Sin forzar, es posible leer una tenue ironía; en el final de su vida y de su obra, Ibsen retoma el concepto romántico de genio artístico, pero no para refrendarlo, sino para clausurarlo y cubrirlo con una pátina de desencanto.
Cuando nosotros los muertos despertamos, de Henrik Ibsen, adaptación de Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo, dirección de Rubén Szuchmacher, Teatro Nacional Cervantes, Buenos Aires.
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