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El público se reúne y espera en la vereda del pequeño pero siempre versátil espacio teatral Elefante. Al ingresar ―resulta difícil no anticipar un poco la experiencia―, se descubre que la platea está ubicada frente a la vidriera del local; antes de que la obra comience lo que se ve son autos y transeúntes. La obra sucede afuera y se entrevera con la vida de la calle Guardia Vieja: un perro con bozal se detiene a husmear a una de las actrices, los peatones miran, comentan, se cruzan de vereda, se desconciertan. Al ser mirados por los que pasan, los espectadores se vuelven a su vez actores expuestos en una ventana indiscreta. Naumann ya mostró que es un especialista en la construcción de ficción teatral en espacios no convencionales: Emily sucedía en un negocio de sanitarios de Lanús; La fábrica —en el marco del festival Ciudades Paralelas—, en la fábrica de cera Suiza. En este caso, se trata de dar vuelta como una media esta sala del off porteño y transformarla en un espacio no convencional.
Parte de un díptico titulado Los trabajos improductivos —la segunda pieza aún no fue estrenada—, El carterista es una obra hecha con pedazos de otras. Una de las actrices, Dora Mils, cuenta y vuelve a actuar partes de una obra en la que participó cuando era joven. Otro actor, Olivier Noel, un francés que vive en Buenos Aires, relata su participación en una versión de La gaviota de Chéjov. En la apropiación más extrema y sorprendente, este actor se va, toma el subte y transmite en vivo desde un teatro comercial de la calle Corrientes. Los actores que quedan en escena reproducen el comienzo de esa otra obra (una de las que logran eternizarse en la cartelera y alimentan esa quimera del gran éxito teatral). Es decir que no sólo desechos de acontecimientos teatrales del pasado son la materia prima de la obra, sino un fragmento de teatro actual en el momento en que sucede. A través del uso de Internet, la obra logra una prodigiosa simultaneidad teatral de la escena comercial y de la alternativa; sin sátira, pone en evidencia el abismo económico que hay entre una y otra, el vínculo tenso entre ocio, dinero y espectáculo.
No sólo el título de la obra es bressoniano (podría llamarse incluso El dinero), hay también una voluntad de prescindir de la emocionalidad actoral que hace pensar en el cineasta francés y genera un efecto de distanciamiento y de desdramatización (¿acaso una vía de desplazar lo teatral hacia lo conceptual?). El saqueo no se detiene y alcanza la mínima anécdota que envuelve a los personajes. Asimismo, la obra “roba” momentos de las biografías de los actores y de la circulación callejera para hacerlos parte de la ficción. El carterista es entonces un mecanismo de reciclar restos; la actividad artística, exceso en términos de la utilidad social y económica, piratea copyrights, relatos e imágenes. En sintonía con la noción de posproducción, planteada por Bourriaud para pensar buena parte del arte contemporáneo, se puede caracterizar El carterista como un acontecimiento en el que confluyen fragmentos transformados de otras producciones, una obra que usa lúdicamente formas en lugar de componerlas.
El carterista, dramaturgia y dirección de Gerardo Naumann, Elefante Club de Teatro, Buenos Aires.
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