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El combate de los pozos

Andrea Garrote

TEATRO

Un rasgo pavote de nuestra actualidad pavota es la desaparición de toda discusión política, incluso si todo tiene la apariencia del debate político constante. La permanente autorreferencialidad de los medios masivos y de la política —dos esferas hoy inescindibles— ha convertido el debate político en discusión ontológica de la más llana, cuando no en obtusa gnoseología. En un año electoral, este hecho resalta todavía más porque entre tanto debate sobre temas otrora políticos y tantos pronunciamientos de aspirantes a cargos electivos casi no se escuchan afirmaciones de carácter verdaderamente político, y las disputas se reducen a confrontaciones de interpretaciones de la realidad —si la inflación es esta o aquella, si la pobreza creció o decreció— o, en los momentos de máxima puerilidad, a las causas por las que Fulana o Zutano comprende la realidad de ese modo, y unos dicen que el motivo profundo es la acción del monstruo mediático privado y otros aseguran que es por el influjo del monstruo medial estatal. En las “propuestas”, todos parecen en cambio coincidir y ven el paraíso futuro en la multiplicación no de los panes y los peces, sino de los policías y las cámaras de seguridad. Dentro de este contexto, los candidatos intentan no pronunciarse sobre temas concretos y así convertirse en dispositivos semióticos de multiplicación infinita, en los que cada elector pueda depositar el significado que le sea más afín.

En este marco, El combate de los pozos aborda la política a partir del cruce de dos escenas diferentes, que en gran medida son la misma: un grupo de políticos queda encerrado en el Congreso por una manifestación callejera que amenaza ingresar al recinto; un grupo de pseudointelectuales se reúne para discutir las repercusiones de la reciente aparición del segundo número de una revista sobre filosofía política que ellos mismos realizan. Uno podría pensar que los primeros son la versión cínica de los últimos, o los últimos, la versión ingenua y un poco hippie de los primeros, pero la verdad es que ni los últimos tienen verdaderas convicciones ni los segundos son en realidad políticos pragmáticos que llevan a cabo acciones concretas; antes bien, ambos grupos discuten cuestiones intrascendentes y la obra se encarga de exaltar la identidad entre ellos. Están compuestos por cinco integrantes, los mismos cinco actores representan a los dos grupos y llevan el mismo nombre en ambas escenas. En cada grupo, dos de los personajes femeninos, encarnados por las mismas actrices, están enamorados de —o al menos calientes con— el padre del personaje llamado Segundo, y los dos Segundo, uno de cada grupo, viven en la misma casa, tal como nos enteramos por un llamado telefónico de un Segundo a su casa (en una escena que recuerda mucho a algunas de las películas de Lynch: Segundo llama a su casa y lo atiende Segundo). Es como si fuera el mismo grupo, que, por alguna ruptura en la línea temporal, ha tenido diversos desarrollos.

En estas dos escenas que se cruzan telefónicamente y hacia el final acaso también de manera real, física, uno puede ver representados tres de los elementos más vigorosos de la (no) política actual: 1) el parloteo constante sin sentido ni contenido político concreto —en el grupo de pseudointelectuales—; 2) las vanidades y disputas personales como determinantes casi exclusivas de los motivos de las acciones políticas (en el grupo de funcionarios aislados en el Congreso); y 3) la acción política como voluntad de convertirse en dispositivo semiótico de multiplicación infinita —en el grupo de manifestantes callejeros, que nada reclaman de manera explícita y cuya única acción es reunirse y hacer silencio—. Este silencio promueve, como es natural, las interpretaciones más variadas e incluso contradictorias, tal como sucede con los candidatos actuales.

Una trama muy bien articulada, diálogos agudos sin parlamentos pretenciosos, una escenografía muy sencilla e inteligente (de Santiago Badillo y Pedro Piana) y actuaciones excelentes (de Pablo Bronstein, Gastón Filgueira, Juan Fiori, Mercedes Najman, Jennifer Sztamfater, Marinha Villalobos) hacen muy disfrutables los aproximadamente setenta minutos de la obra.

 

El combate de los pozos, dramaturgia y dirección de Andrea Garrote, Teatro Beckett, Buenos Aires.

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