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Entrado ya el siglo XXI, no es fácil decir algo nuevo sobre la tragedia en el teatro. Sus temas, caracterizaciones y elementos constitutivos son, en mayor o en menor medida, parte del imaginario del público teatral, o de quienes tengan un conocimiento básico de la obra de Shakespeare y sus incontables transposiciones en el cine, la literatura, la música y hasta los videojuegos. Es en ese contexto que existe El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amado Gaveston, las intrigas de la reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer, versión libre del Eduardo II de Christopher Marlowe —contemporáneo de Shakespeare en el renacimiento inglés—, publicada tras su muerte en 1594. El trabajo de Carlos Gamerro, Oria Puppo y Alejandro Tantanian, con dirección de este último y traducción de Gamerro, logra acortar los más de cuatro siglos desde su primera publicación a través de una puesta que, si bien contemporánea, cuenta con la dosis de tradición y género que le da impronta y universalidad a la obra.
Eduardo II (Agustín Pardella) asume el reinado de Inglaterra en el año 1307 luego de la muerte de su padre, y su primer acto de gobierno es repatriar a Gaveston (Eddy García), su amante y su más cercano confidente. El reencuentro es el punto de partida de una historia centrada en la experiencia queer con todos sus matices, en la que el placer y el deseo se entrecruzan inevitablemente con el miedo, la tristeza y la política. El origen humilde de Gaveston y su influencia sobre Eduardo lo colocan inmediatamente en el centro de las críticas e intrigas del conservador entorno de la Inglaterra del siglo XIV, del Estado, de la Iglesia y de Isabel (Sofía Gala Castiglione). Esta última aparece como una reina que sigue —o inicia, al ser la obra de Marlowe anterior a la de Shakespeare— el arquetipo popularizado en la figura de Lady Macbeth. En un contexto que la ignora y minimiza su influencia hasta el último momento posible, su ambición se vuelve su mayor ventaja y el motivo de su inevitable caída. Finalmente, la figura de Mortimer (Patricio Aramburu) completa la trama, sintetizando en sí mismo un statu quo tan decadente como el que acusa en Eduardo y Gaveston, y donde la ambición de poder ciega los que serán los motivos de su fracaso.
El relato posiciona mayormente a Pardella y García por un lado y a Castiglione y Aramburu por el otro, y aprovecha los momentos de cruce entre los cuatro para tensionar las relaciones haciendo crecer la intensidad de sus frágiles realidades. Tanto ellos como el reparto en su conjunto logran habitar los roles con la convicción que exigen los personajes. En su inevitable camino hacia el precipicio, Pardella y García encarnan con naturalidad la intensidad de su relación de una forma tan atractiva como potente. Castiglione, por su parte, ocupa con seguridad el rol de la reina Isabel, anclando su caracterización en el arquetipo de la femme fatale. Mortimer, en la piel de Aramburu, es quizás el personaje más dinámico de la obra, jugando constantemente en los límites del exceso, apoyándose en el histrionismo y aprovechando el vestuario como una herramienta para reflejar su evolución hacia un personaje cada vez más andrógino y ambiguo. El relato es acompañado con secuencias musicales que toman elementos del drag y la estética club kid de los años ochenta, sintetizando el desafío al statu quo que conlleva la relación de sus protagonistas. A través de los siglos la obra de Marlowe ha tenido numerosos revivals y reversiones, que han explicitado cada vez en mayor grado el vínculo homoerótico entre Eduardo y Gaveston. En la versión dirigida por Tantanian, el uso de elementos de la cultura queer contemporánea ancla a los protagonistas en un tiempo específico, mientras el diálogo, aunque aggiornado, da cuenta tanto de su historia como de su larga relevancia.
La música original de Axel Krygier, con la musicalización de Josefina Gorostiza y Tantanian, acompaña las escenas y abarca un espectro que, aunque en principio parece contradictorio, puede pensarse como dos caras de la misma moneda. El dramatismo de la música operística, con la réplica de la frase “The King is dead, long live the King”, se instala en el mismo registro que la música electrónica en las secuencias coreografiadas por Gorostiza. El diseño de vestuario de Oria Puppo acompaña estas tendencias hacia lo extravagante y excesivo. Al igual que sucede con la música, el aparente contraste en los vestuarios de Eduardo, Gaveston y su séquito de otros, cargados de brillo, lentejuelas y pieles, empieza a confundirse con el de Mortimer y sus segundos, que parecen perderse en vestidos compuestos por incontables metros de telas ostentosas y sobrecargadas. Las elecciones en el diseño de escenografía y video, también a cargo de Puppo, si bien simples en su composición, son a la vez imponentes sin desviar la atención de lo que sucede en escena.
El cruce entre un pasado casi inimaginable en su lejanía y un presente cada vez más incierto en Eduardo II consigue plasmar una experiencia queer que escapa a cualquier lectura binaria entre lo aceptable y lo prohibido, el mandato y la rebelión. Volviendo al principio, aunque quizás sobren los intentos de definir la tragedia como género en el teatro, la obra logra, en su escalada final hacia la violencia, recordar al espectador el porqué de su vigencia en la catarsis que propicia. Es a través del carácter perdurable del núcleo de este género como se crea sentido, en una profunda relación afectiva con lo que fue y lo que todavía es.
El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amado Gaveston, las intrigas de la reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer, versión libre de Carlos Gamerro, Oria Puppo y Alejandro Tantanian de Eduardo II de Christopher Marlowe, dirección de Alejandro Tantanian, Teatro San Martín, Buenos Aires.
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