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La fascinación por la perpetuidad de los objetos y lo que ellos esconden es un elemento central de nuestra idea de cultura. Cultural es lo perdurable y transmisible, pero también el resto de impenetrabilidad de las cosas llegadas desde otra época. En esa brecha entre lo ya muerto y lo todavía vivo se ubica el tiempo como historia. El presente es entonces el estrato superior de una sucesión tal vez infinita de capas geológicas, cada una de ellas catalogada a través de sus objetos encontrados. Las figuras del arqueólogo y del restaurador serían la representación más tangible de esa relación material con un tiempo otro en el que las obras de arte son paradigma de lo imperecedero y, a la vez, soporte de un antiguo imaginario: el de que toda representación guarda el elemento vivo que ella misma representa.
En La astilla de hueso, la escritora Victoria Cóccaro y el compositor Francisco del Pino crearon una original ópera de cámara en tres actos en la que Manuelita Rosas (María Virginia Majorel) revive a causa de un rayo que cae sobre un retrato suyo pintado al óleo, junto con la estatua de una Diana Cazadora (Cecilia Pastorino), ambos hallados en una excavación del Taller de Reparación de Estatuas de Buenos Aires. El Arqueólogo a cargo de la excavación (Federico Trillo Di Croce) se enamora perdidamente de Manuelita; el Restaurador (Esteban Manzano), de Diana. En medio de ellos, otro objeto encontrado, causante de las trágicas pasiones: un muñeco vudú con una astilla clavada en el corazón.
La ópera como género teatral surgió históricamente como intento de colocar la palabra entre la recitación y el canto, o como un modo de cantar recitando. Ese es su origen, y la música será el fondo sobre el que cada una de las voces, monódicas por su condición, se expresan. Pero el lenguaje está lleno de equívocos; y todo equívoco es, en definitiva, una forma del humor. Por eso en los curiosos recitativos entre Manuelita y Diana, en los que se desarrolla gran parte del texto de Cóccaro, sobrevuela cierto absurdo (que acerca la acción a una suerte de ópera bufa) pero también una forma de la incomprensión: la que en la obra se da entre vivos y muertos, entre los objetos y sus fantasmales apariciones, entre los diferentes tiempos que se entrecruzan y se comprimen. Esa distancia se plantea a través de lo sonoro ya desde el comienzo (con la pianista Malena Levin a cargo de la ejecución y la dirección musical) en el uso de los registros extremos del piano; o, más adelante, en una especie de mímesis del texto, como contraste marcado en la correlación de nota (grave) contra nota (aguda).
Ya en el final, como si fuese un sedimento de sí misma o una capa a la vez pretérita y actual de su representación, la obra logra su momento de clímax con una conmovedora aria extraordinariamente interpretada por la soprano María Virginia Majorel. Es como si ese canto, ahora etéreo y fuertemente apoyado en el acompañamiento pianístico, fuese la confesión última de Manuelita, una declaración en la que nos percatamos de todo lo que ella podía ser, aunque antes no lo hubiésemos escuchado. Es una despedida que devuelve a los personajes a su lugar de inmovilidad y, a los espectadores, al pasado presente de la venerable tradición de la seria operística europea.
La astilla de hueso, ópera en tres actos, idea y libreto de Victoria Cóccaro, música de Francisco del Pino, dirección de Victoria Cóccaro, Festival Nueva Ópera Buenos Aires, 5-6 de octubre de 2024, cheLA, Buenos Aires.
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