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La revuelta feminista, que acontece hace décadas y hoy se extiende imparable en las prácticas, en las leyes, en las relaciones, presenta como una de sus productivas aristas la revisión de la tradición artística, literaria, teatral y cinematográfica a través de un nuevo prisma. Para formularlo de otro modo, esa revuelta sucede también como una nueva manera de leer y recrear textos, sean canónicos o no tanto. Así, una comedia de enredos renacentista en la que la mujer es pasivo objeto de deseo masculino, cuerpo que vale por su belleza y su facultad de procrear, se convierte en esta versión irónica y satírica, dirigida por Fernanda Alarcón, en una potente crítica de varios supuestos patriarcales de la sociedad contemporánea.
Si en el imaginario occidental Shakespeare es el dramaturgo que —retomando la fórmula de Harold Bloom— “inventó” lo humano en sentido moderno, Maquiavelo es el pensador que dio forma teórica a los inicios de la política moderna, entendida como construcción histórica, ni absoluta ni eterna, del poder y de su legitimidad. Con amplitud intelectual renacentista, Maquiavelo fue también un destacado dramaturgo de su tiempo, autor de varias comedias en prosa. La mandrágora es una de esas obras en las que el deseo y los vínculos son también materia política de construcción y disputa. En esta pieza Calímaco, un rico joven florentino recién llegado de París, busca obsesivamente acostarse con la bella Lucrecia, casada con el ingenuo y veterano Nicias, con quien no logra tener un hijo. Asistido por un pícaro oportunista y un fraile codicioso (personaje que logra extraordinarios momentos de comicidad), Calímaco elabora un muy maquiavélico plan, con falsa poción de la fertilidad incluida, para lograr su objetivo.
El deseo de Lucrecia, tanto en el aspecto erótico como en el maternal, es la casilla vacía de la obra, es lo sustraído, como aquella célebre carta robada que queda oculta ante la vista de todos; la versión de Alarcón aprovecha ese flagrante silencio y lo hace sonar con fuerza. La ironía se desliza en el tono de las actuaciones, en sutiles y lúdicas intervenciones sobre el texto. Mediante una puesta muy eficaz que se sustenta sobre todo en el consistente y preciso trabajo de las actuaciones (notable todo el elenco: Agustín Gagliardi, Nicolás Levín, Guido Pécora, Luis Petriz, Sol Sañudo, Esteban Schemberg, Katia Szechtman, Gabino Torlaschi), la versión se apropia de la crítica sarcástica a la iglesia y a la sociedad florentina del Cinquecento que hay en el texto para poner en juego asuntos apremiantes del presente como la separación de la iglesia y el estado, el aborto, la libertad para decidir sobre el cuerpo propio, los enquistados estereotipos de género.
El cuidado vestuario basta para disponer un ambiente y un tiempo distantes. En el fondo de un escenario despojado, una suerte de enredadera, la famosa mandrágora que en la mitología y en la obra cuenta con poderes mágicos y afrodisíacos, esconde a medias a los actores, que salen y entran en el espacio escénico según los requiere la acción. En la penumbra del foro, el coro bufo apenas oculto exclama, viva o comenta algunos momentos clave de la ficción. Esa pequeña y ruidosa turba parece invitar al público a reírse y, por qué no, comentar también, ser parte de una experiencia teatral tan divertida como inteligente.
La mandrágora, de Nicolás Maquiavelo, dirección de Fernanda Alarcón, Teatro Payró, Buenos Aires.
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