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No es moneda corriente dentro del panorama teatral de Buenos Aires que los creadores reflexionen acerca de la especificidad de la propia tarea. En muchos casos, el divorcio entre teoría y práctica viene de la mano (injustificadamente, creemos) del prejuicio. La reflexión teórica –piensan unos cuantos– atentaría contra la espontaneidad del resultado artístico, volviéndolo artificial, carente de verdad.
Ricardo Bartís, en un gesto diametralmente opuesto, invierte la ecuación y pasa a destacarse como uno de los directores argentinos que piensan su objeto con mayor lucidez y vuelo. En su caso, la reflexión acerca del teatro se revela inescindible de sus procedimientos estéticos, que le han dado un sello inconfundible dentro del campo teatral vernáculo.
Así es como La máquina idiota, espectáculo que viene precedido por un tiempo infrecuente de ensayos y que sorprende por la cantidad de actores en escena, pocas veces vista en el teatro no oficial, puede leerse como un verdadero manifiesto estético, que da cuenta de la poética de este infatigable director que sigue produciendo desde el margen aun cuando sea un consagrado.
El desopilante disparador de la trama se pone en movimiento cuando un grupo de intérpretes muertos, figuras menores del espectáculo, moradores de un anexo del Panteón Oficial de la Asociación Argentina de Actores, decide montar una versión de Hamlet con la esperanza de conquistar un prestigio no ganado en vida. Si en Hamlet el recurso del teatro dentro del teatro se coloca al servicio de la revelación de una verdad, en La máquina idiota se utiliza para sentar una posición respecto del hecho escénico que es también una posición política. (No en vano las figuras de Perón y Evita transitan este Hades nacional y reencarnan, ella en el cuerpo de una de las actrices y él, en la voz que deja oír una radio de ultratumba). El espectáculo viene a parodiar y a rebatir el lema institucional que afirma que sin autor no hay obra. ¿Quién es el autor de una obra teatral?, parecen preguntarse los realizadores de este acontecimiento, retomando los presupuestos foucaultianos. Es evidente que la atribución no recae en el dramaturgo, porque el teatro no es cuestión de letra escrita. El teatro es esa máquina, idiota –por cierto– cuando sólo se mueve bajo el dictado de la reproducción y la redundancia; impredecible, nómade, política, cuando lo hace en los términos que propicia este auspicioso encuentro con los muertos-vivos en el corazón de Palermo Viejo.
La máquina idiota, dramaturgia y dirección de Ricardo Bartís, Sportivo Teatral, Buenos Aires.
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