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Impresionante performance en escena. Tres mujeres, o cuerpos que fueron de mujeres o que las imitan: tres actrices bailarinas —aunque de una danza muy, muy especial, butoh, cualquierista en el mejor sentido— aparecen en escena moviéndose como robots. Brazos, cuello, piernas, cintura haciendo solo líneas rectas, y en las caras una inocencia robótica siniestra: “Ven, humano, confía, soy tu semejante”, dice el zombi eléctrico. Las tres apenas vestidas con una suerte de taparrabos de hule negro, rodilleras, coderas y el cuello entero pintado de negro en black out. Los ombligos cubiertos por el taparrabos y los pezones tapados —negados— con cinta aisladora: una negación de lo orgánico, de los puntos que delatan el engarce —líquido y tibio— entre los cuerpos, su codependencia natural. En su gesto o garbo convive, pujando, esa inocencia artificial con una extrañeza, una perplejidad que acaso indique vestigios de humanidad. Están en un paisaje nulo, despojado: tan sólo unos paneles verticales (plateados, tenues, traslúcidos apenas), que cercan el borde posterior del territorio. El paisaje material es nulo porque el ambiente es sonoro: un ambiente inmaterial repleto de ondas vibratorias invisibles.
Al comienzo remite un poco al paraíso, con grillos y pajaritos y agüita cayendo entre unas plantas. Pero si remite es con reminiscencias; no tarda en dejarse sentir un pulso de “pips”, soniditos como hipos involuntarios de la máquina. El ruido de las ondas eléctricas crece, dejando caer su pudor: es el sonido de las frecuencias que atraviesan los cuerpos y los mueven, ondas invisibles pero dominantes.
La obra no es “linda”: es interesante, impresionante y admirable. La actuación danzante de Rhea Volij, Popi Cabrera y Malena Giaquinta compone la corporalidad que tendrían las criaturas si fuesen hechas de vuelta, pero por un demiurgo informático-mecánico. Con una sincronía y coordinación impactantes dado lo raro, anómalo, monstruoso de sus movimientos, presenciamos cuerpos que oscilan entre los espasmos programados y eficientes del robot y animalidades súbitas, como si en las suspensiones de la eficacia dominante lo orgánico disparara enloquecido hacia el punto de su historia terrícola. Renacuajos sacudiéndose, pájaros desquiciados, perras culo para arriba, obedientes a las más mínimas variaciones de la onda eléctrica mandataria. Por momentos las frecuencias “sujetoras” mandan adoptar posiciones alineadas, modélicas, tipo maniquí. El patrón chequea su poder canonizante. Las post-orgánicas, con sonrisa helada en el rostro, posan de lindas y una luz focal proyecta su sombra en los paneles verticales: sólo logran sombra de belleza —en rigor, sombra de silueta canónica y promesa de cuerpo idealizado—, mientras que el cuerpo exhibe la textura del sometimiento vudú que el patrón eléctrico-frecuencial le imprime. En algún momento, pronto, se van a romper.
No se diría que los cuerpos hacen cosas, sino que les son hechas. Carnes involuntarias, desafectadas, cuyos nervios son canales de la frecuencia patrón que las sacude. Cada tanto se entrevé en esos cuerpos alguien que sufre, y ese sufrir es un destello subjetivo, unos ojos con presencia. Alguna incluso combate contra eso que las mueve, pero infructuosa, y combate reproduciendo la frecuencia electrocutada dominante. Sin embargo, algo de lo orgánico —no de lo subjetivo— pareciera guardar una sordera fecunda. El cuerpo se convierte en piedra, en mera cosa, luego en tierra (¡hay que verlo!), y de las “piernas” —ramas o alas o…— abiertas de esa piedra-cosa-tierra, emerge hacia arriba un enramado de dedos, un parto arbóreo. Ellas se meten la mano en la boca como quien añora la calma primigenia de mamar, del enlace corporal directo; pero es tic del cuerpo otrora humano, que ahora se castiga y muerde para sentir algo.
La trampa del paraíso perdido, de Rhea Volij y Patricio Suárez, El Galpón de Guevara / Centro Cultural de la Cooperación, Buenos Aires.
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