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Los esclavos atraviesan la noche

Ariel Farace

TEATRO

En sus clases de dramaturgia, Ariel Farace recupera siempre el concepto de “sentido” que el poeta y ensayista Mario Montalbetti utiliza para hablar de la poesía. Se trata de entender el sentido, no como significante, sino como una dirección hacia donde ciegamente va el poema.

Si / las cosas se enredan, / es para avanzar”, así inicia la pieza y señala su camino. No sólo a sabiendas de que las obras de Farace están escritas mayormente en verso, sino ante todo por su audaz teatralidad (colmada de presentes y desconfiada de argumentos), es que resulta pertinente usar la vara de la poesía para decir unas cuantas palabras sobre Los esclavos atraviesan la noche.

Con hablar de poesía no se está queriendo evitar la aguja de ponderar la acción dramática. Al contrario: precisamente por olvidarnos de seguir una trama, detectamos lo dramático en cada juego de palabras, en cada cuadro circense, en cada gesto —y hasta hallamos acción en los estirados bucles (cómicos o siniestros) de tales gestos—.

Elvira (Elvira Onetto), una matriarca que parece ser funcionaria de un poder marcial o paramilitar (aunque también existe la posibilidad de que esté sola en su empresa), nace a la escena como en un cuadro de slapstick: rodando fuera de una alfombra recién desenrollada. La acompaña y asiste el joven Riki (Max Suen) y un grupo de artistas callejeros que se denominarán los esclavos: Ignacio (Juan Manuel Wolcoff), La Encantada (Florencia Sgandurra) y La Destruida (Rosario Varela).

A estos últimos, que los enviaron sin avisar, habrá que ponerlos a hacer algo, mostrar sus talentos o construir un cobijo. Más adelante dirá la propia Elvira, con dudas sobre su permanencia en ese trabajo: “Ya no sé hace cuánto que no duermo / ¿Qué tal tengo el cabello? / Vos también estás grande”. Los versos facilitan la desarticulación semántica para dar lugar, en su locución, a capas superpuestas de acción que suspenden la unidireccionalidad del significante.

Retomando pues la idea del sentido del poema, conviene aventurarnos a identificar las trayectorias de intensidad hacia donde apunta Los esclavos atraviesan la noche. ¿Cuáles esclavos? ¿Cuál travesía? ¿Cuál noche? Hay datos en la obra igual de genéricos: un incendio, un galpón, la escopeta y un gotero. Podría agregar que huele a Fassbinder. Y a cierta sensualidad perversa, cabaretera, con resonancias de nazisploitation —pienso en Portero de noche (1974), e incluso en Saló (1975)—. Todo, desde luego, visto a través de la frialdad quirúrgica del telón, que es un largo nylon que proyecta aberrante, y su respectiva asociación a serial killer. Algo, en fin, cortopunzante, que amenaza: como si el propio material transparente, que higieniza un asesinato, demandara derramar sangre.

Sin embargo, al dar nombres propios y ubicar en campos semánticos específicos ya estoy cayendo en una referencialidad de la que la obra está del todo exenta. Lo cierto es que, en ese galpón húmedo o intemperie, que ellos llaman “el campo” (¿de concentración?), prepondera un clima de fascismo sin objeto. Riki, el niño muerto-vivo, apela todo el tiempo al reglamento de una organización, a la Necesidad, a la Orden y el Detalle; como si el mismo Farace estuviera dialogando de frente con la idea pura. El Fascismo: ese totalizador totalitario, esa “solución final” que postula una verdad inequívoca y que ya no admite síntesis dialéctica, muchísimo menos dialéctica negativa.

Aquello que se anuncia que avanza al comienzo de la obra es el fascismo y la obra-poema. Lo que los diferencia es que la segunda está ciega y no llega (Montalbetti), mientras que el primero se estrella en lo insoportablemente concreto e intransigente de sus metas. Justamente, es el propio fascismo el que impone la (muy actual) tiranía de contenido, de tema y, en definitiva, de eslogan. Lo que puede batallar contra el fascismo, entonces, será esa asignificancia del poema: un algo-en-sí despojado que, por el propio peso de su belleza, desactive cualquier posibilidad de determinismo ideológico o estético. En suma, como malabaristas de la indeterminación, el elenco de Los esclavos atraviesan la noche transita cincuenta y cinco minutos de imágenes oscuras y furiosamente arrojadas que, por fortuna, no terminamos nunca de decodificar.

Farace conoce muy bien cómo funcionan sus asociaciones y, para quienes hemos asistido a alguna clase suya, sabemos lo dúctil y certero que puede llegar a ser a la hora de identificar las asociaciones ajenas, alimentarlas y creerles, muchísimo antes incluso de ser reconocidas por quienes las producen. De manera similar, en Los esclavos, las asociaciones conceptuales encuentran una traducción orgánica y sensible: de lo medieval a lo folclórico, de lo maquínico a lo corpóreo, del “Adentro” al “Afuera”. Y así —sombra sobre sombra—, el inconsciente del espectador bien predispuesto recaba una fuga desde y hacia dónde traficar, no la Verdad del fascismo, sino un humilde puñado de hallazgos poéticos: multiplicidades en minúscula.

Los esclavos atraviesan la noche, dramaturgia y dirección de Ariel Farace, El Portón de Sánchez y Paraíso Club, Buenos Aires.

31 Oct, 2024
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